Quizás, Brunetina

Quizás esté cansada, porque es un año de blog y pesa. Quizás el verano la deje lacia, con pocas ganas de darle alas a las neuronas. Quizás los 40 grados a la sombra no ayuden. Quizás estar sentada bajo el chorro de aire frío en el salón le hiele los pensamientos. Quizás la jornada de verano le trastoque su rutina habitual. Quizás el mes de julio no se haya inventado para grandes reflexiones. Quizás el ventilador del portátil le queme el muslo izquierdo mientras escribe en ropa de verano. Quizás el sol que intenta entrar por la ventana la distraiga. Quizás el tener que beber agua cada cinco minutos le ocupe mucho tiempo. Quizás tenga la mente en estado de vacaciones. Quizás sus neuronas estén fuera de cobertura. Quizás sea importante parar, a veces, para volver con más ganas. Quizás la creatividad no pueda forzarse. Quizás sea necesario aburrirse para poder crear.

Brunetina está muy agradecida. A todos, los pocos o muchos que estéis leyendo esto. Porque leer comentarios positivos siempre anima a continuar escribiendo ideas y chorradas varias en esta página, semana tras semana. Porque sin vosotros esto no tendría sentido. Y por eso necesita parar. No os merecéis nada más que lo mejor, y ahora mismo puede que los posts perdieran calidad si continuara. Por vosotros y por sí misma, toca parada vacacional en la que reposar y coger fuerzas.

Por todo ello, colgamos el cartel de «cerrado por vacaciones» y nos vemos de nuevo el martes 5 de septiembre. Con reseñas de libros, pelis, series y moda. Porque son las cosas que más le gustan a Brunetina y quiere contaros todo aquello que le salga del corazón – como viene siendo habitual en este pequeño rincón.

No me voy a ninguna parte, podéis escribirme todo lo que queráis durante estas semanas. Estaré encantada de leeros.

¡Feliz verano!

Brunetina y las modas (II)

Es curiosa la moda, nunca deja de sorprendernos. Más que nada, porque parece que todo estaba ya inventado y sólo era cuestión de recuperarlo del baúl de los recuerdos. Coges una plataforma de cuando tenías 15 años, le quitas un poco el polvo, le añades unos pitillos… ¡y tienes tu atuendo listo!

Parece que nos hayamos quedado sin ideas, o quizás se cumple aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y, siguiendo esa máxima, salen del fondo del armario cosas que ya creíamos olvidadas. Por ejemplo, las plataformas de más arriba. O los leggins (que antes se llamaban mallas, pero son lo mismo). De hecho, este otoño vuelven los clásicos que se sujetaban con la planta del pie. Era muy práctico para que aquello tan elástico no se te subiera y acabaras pareciendo Induráin, pero también hay que reconocer que no es demasiado estético.

Cada vez que veo un body me acuerdo de Madonna en sus tiempos mozos (cuando no fingía que era una madre seria que le prohíbe ver la tele a su hija). Y cuando me topo con los shorts de tiro alto no puedo evitar acodarme de Sensación de Vivir. Aunque lo que conseguimos, se ve que es nuestro aporte, es coger lo de otra época y hacerlo con menos tela. Porque los bodies antes tapaban mucho, tenían hasta mangas – y ahora son “lenceros” y casi tienen menos tela que un bañador. Y los shorts, pues, qué decir de ellos. Enseñas tanto culo con uno de ellos puesto que estarías mucho más recatada saliendo en ropa interior a la calle.

Y eso me lleva al tema candente: ¿qué cosas veis por la calle? El verano es curioso, cuanto menos, por no decir temible. Yo es que es llegar primavera y ver a la gente empezar a lanzar ropa por los aires (aunque haga 12 grados, nos da igual, ya queremos ir como nos trajeron al mundo en cuanto olemos de lejos al verano)… y temerme lo peor. Porque es bien cierto que la gente ahora se cuida mucho más que hace 20 años, por lo que te rodean cuerpazos allá por donde vayas. Pero también hay que reconocer que no siempre te topas con esas personas, y no todas las personas tienen espejos en sus casas (o amigas que las quieran). Y al grito de “quiérete a ti mismo, eres un dios del olimpo”, las hordas se afanan por ponerse todo lo que consideran veraniego en un claro intento de estar guapos, cómodos, fresquitos y sexies. Sí, señores, todo eso a la vez. Y no siendo un ángel de VS, es complicado. Porque ellas están guapas hasta con una bolsa de basura por vestido y el pelo sin lavar en un moño feo, pero el resto de los mortales debemos seguir una serie de normas de conducta. Por nuestro bien y, sobre todo, por el de todos aquellos que nos rodean.

Con lo cual… es asomarse Lorenzo con más fuerza de lo habitual y empezar a desplegarse el hortera máximo por todas partes. Desparecen los abrigos (una pena), se olvidan los vaqueros (más pena aún), dejan de existir los zapatos (oh, drama) y empieza la pasarela de la calle de turno. Si tienes suerte y vives en una ciudad en la que haga mucho calor, podrás toparte con un número alto de especímenes con un nulo sentido de la moda. Y entretenerte mucho, a la vez que pierdes la fe en la humanidad para siempre.

Así que te topas con personas con un dudoso atractivo físico – estoy siendo todo lo educada que puedo – y un gusto nulo para la moda. ¿Dónde está la fashion police cuando se la necesita? Te encuentras un chorreo de camisetas de colores estridentes, tejidos complejos (¿licra?), sin mangas, quizás cortas (enseñando la barriga sexy y el piercing)… con poca tela y estilo duro de ver sin tener escalofríos. Luego te fijas en la parte inferior del tronco y no sabes lo que hacer salvo usar una cucharilla del café para arrancarte los ojos – esas imágenes se han grabado en tus retinas para siempre y serán fruto de pesadillas recurrentes en tus próximos meses. Ves que las posaderas y piernas se cubren de… poca cosa. Básicamente de una mezcolanza de faldas, pantalones cortos, ropa deportiva (corta, de nuevo) que nada tiene que ver con la parte superior salvo el que es igual de hortera, tapa igual de poco y te duele lo mismo mirarla. Y… cuando llegas a los pies, cuando crees haberlo visto todo descubres que aún te quedaba lo mejor. Te topas con pies de Frodo, con uñas mejilloneras, con sequedades, callos, deformaciones, hongos, manchas… todo ello en un calzado que para nada debería llevarse andando por una calle, y mucho menos si careces de unos pies de princesa japonesa. Se trata de chanclas o sandalias o cualquier tipo de diseño de cosa que cubre el pie que en realidad es una suela (mala) con algo encima que sujeta a duras penas el pie y que NUNCA lo cubre. No favorece, no sujeta, no ayuda a andar bien y encima nos brinda a todos el dantesco espectáculo de ver esas terminaciones de piernas que nunca deberían conocer la luz del sol.

Y todo eso ocurre a 40 grados a la sombra. Y no te explicas por qué, y no ves la hora de que llegue de nuevo el invierno. Porque al menos se verán obligados a esconder su mal gusto bajo algún abrigo o bota (si, por favor, unas botas) y podrás pasear tranquilamente sin miedo. Miedo a los pies apestosos, a los sobacos malolientes, a la carne a la vista que debería estar escondida. Miedo al mal gusto que invade a una gran parte de la población cuando hace calor.

Ya has perdido la esperanza de que la gente se descubra la cabeza al entrar en los sitios (no, no se debe llevar sombrero ni gorro ni gorra bajo techo), pero quieres pensar que al menos aún te queda ese momento del año en el que una buena capa todo lo tapa. Dios bendiga al invierno.

Brunetina y la avaricia

Brunetina lo intenta repasar por última vez mentalmente, no sea que se le haya escapado algo: el bikini, la ropa de la playa, la de salir por la noche, los tacones, los esmaltes de uñas, las cremas, perfume, bolso de diario, bolso de salir, revistas de cotilleo. Yo creo que está todo, piensa dubitativa. Aunque, a decir verdad, puede que necesite llevar más cosas. Porque luego Carmen siempre está venga a pedirme la crema, María que si le presto el clutch, Isa que si el esmalte para la pedicura. ¡No hacen más que pedir! Y encima se enfadan si no les presto las cosas. Pero, ¡es que son mías! Y, lo que yo digo, ¿por qué se las tengo que dejar? ¿Dónde está escrito que lo mío es suyo? Si quieren crema o esmalte o bolsos, que se los compren. O que hagan la maleta con tiempo. Que parece que soy la única que tiene que estar pendiente de esas cosas. Pues no, este verano no me pasa. No voy a ser la santa del grupo, que siempre me pasa lo mismo. Y encima me critican por ponerles pegas. ¿Por qué no se las voy a poner? ¿Acaso tengo que poner mis cosas al servicio de la primera despistada que pasa por la puerta? Ni hablar, por ahí sí que no. Este año que se busquen la vida.

Se pasea descalza por el pasillo con sus piececitos con una perfecta pedicura en tonos azul cielo y una tobillera de pequeñas perlas nacaradas, un regalo de su ex. De Raúl. No era mal chico, pero… aquello no podía cuajar. Otro que no hacía más que quejarse de que le costaba compartir. ¿Costarme? ¿A mí? A ver, que no me importarte prestarte algo en caso de necesidad, pero es que no entiendo que tenga que estar todo rato encima de ti. ¿Tengo pinta de ser tu madre? Yo creo que no. Por lo tanto, me parece que no soy la que debe prestarte dinero cuando el cajero no funciona. Y a ver dónde dejamos lo de los viajes. Que por sistema teníamos que hacer un fondo común para las comidas. ¿Y eso? ¿Por? ¿Dónde está escrito que haya que compartir gastos? Porque, hasta donde yo sé, no hay una ley escrita al respecto. Por lo tanto, si quieres comer en tal o cual sitio, vamos. Pero, eso sí, cuando llegue la cuenta, pagamos a escote. Que somos novios, no siameses. Y yo no tengo por qué pagar tu cerveza de más o ese chupito de hierbas que has decidido tomar en el último momento. Además, con ese dinero que me ahorro puedo luego comprarme algo el mes que viene. Que me cuesta mucho trabajo ganarme el sueldo para ahora tener que desperdiciarlo con el primero que pasa por la puerta en antojos suyos. Porque son antojos suyos, que no míos. Con lo cual, no estoy interesada. Y no pienso pedir disculpas por ello.

A Brunetina le vienen a la cabeza todos esos cumpleaños pasados, todos esos regalos recibidos y todas las quejas. Porque parece que lo que ella regalaba no caía demasiado en gracia. Veamos, piensa, es que tampoco creo que esto sea una competición. ¿Que él quiere regalarme unos Manolos? Pues, oye, gracias. Lo agradezco de corazón. Y se lo hago saber. Pero eso imagino que no quiere decir que debo corresponderle igual cuando llegue su día. Porque las cosas que a él le gustan (bueno, gustaban, claro) son bastante caras y prefiero guardar ese dinero para el futuro. Que no quieres más por gastarte más dinero, ¿no? Pues eso, entonces no entiendo sus quejas ni sus malas caras ni sus días sin hablarme. Ni tampoco considero oportuno el tener que darle explicaciones. Que sí, que vale, que a lo mejor aquella vez que le regalé un masaje de 20 minutos en un spa no acerté en exceso. Pero tampoco tiene que ponerse de tan mal humor si al día siguiente me ve con mi anillo nuevo de Tous con piedras preciosas. Porque eso es un capricho que tuve y que no pude evitar comprar. Tiene que entender que, siendo mi dinero, puedo hacer lo que quiera con él. Y no se me pasaría por la cabeza decirle cómo administrar su salario. ¿Cómo es posible que él ose hacer algo así? Desde luego, es algo que no tiene ni pies ni cabeza.

Bueno, que es mejor no darle más vueltas. Que eso ya es agua pasada y no me interesa remover recuerdos incómodos. Como Brunetina que me llamo que ese aún se está arrepintiendo de haberme dejado. Porque eso fue uno de los grandes errores de su vida. ¿Dejarme él a mí? ¿En qué cabeza cabe? En la suya, porque en la de un hombre normal y sensato, no. Y mucho menos insinuar que soy avariciosa. Eso ya es algo que mejor ni pienso, porque me pongo de mal humor.

Pues, a lo que iba, voy a ir avisando a las chicas de la hora a la que nos vemos mañana. Y les recuerdo que por favor saquen dinero y comprueben que les funcionan las tarjetas de crédito. Y que nada de ir a restaurantes de esos que tanto les gustan de postureo, no, que eso es tirar el dinero. Y a ver si diciendo que no olviden las cremas tengo suerte. Y esperemos que no tengamos que compartir raciones, porque lo de compartir comida me parece lo peor. No creo que tenga que repartir mi plato entre las presentes, ¿con qué fin? Con el de comer menos que ellas – no lo veo bien. Y esperemos que no me pidan el cargador del móvil ni intenten hacer alguna llamada con mi teléfono, porque luego siempre estamos con lo mismo. ¿Acaso somos una comuna hippy? ¿Es que hay que compartirlo todo? No he salido y ya tengo ganas de volver. Es que con gente tan despreocupada no se puede ir a ninguna parte.

Brunetina y la lujuria

Una, dos, tres… las vueltas de las aspas del ventilador. Una, dos, tres… respiraciones profundas. Creo que si me quedo quieta, tumbada, con los ojos cerrados y respirando flojito se me alivia esta sensación de calor (eso piensa Brunetina).

Me sobran los shorts. ¿Eran más largos el año pasado? Creo que esta camiseta me está más corta de lo habitual. El ombligo… ¿se me veía el ombligo el verano pasado? Ay, el ombligo. Quién se iba a imaginar que una parte tan pequeña del cuerpo podría levantar pasiones. Todavía te recuerdo. Creo que veo tu cabeza. Te huelo el pelo, me besas el cuello. Los brazos, las piernas… siento un escalofrío. Me baja desde la nuca, me pasa por los hombros, los brazos, los muslos, los dedos de los pies. ¿Dónde estás? Te siento, no te veo. Abro los ojos. «Me encanta tu ombligo», te oigo decir. Fijo la vista, agacho la cabeza… ahí estás, miras hacia arriba, me sonríes mientras me acaricias la barriga. «¡Qué bien hueles!»… eso es lo que alcanzo a oír mientras entorno la vista. Se me cierran los ojos. Te siento, sé que te estás alejando del ombligo. Las caderas, los muslos…siento un escalofrío de pies a cabeza.

«¡Ya está bien!», se dice Brunetina. «No puede ser que el verano me tenga así; me voy a la piscina». Se levanta, el suelo se le mueve bajo los pies… puede que no sea la mejor de las ideas salir a la calle. La camiseta sigue corta. Los shorts… también. ¿Cómo es posible? Siente un escalofrío…

«Ok, veamos: crema para el sol, toalla, gafas de sol, Kindle, revista de cotilleo… ¿qué me falta?», anda relatando Brunetina por el pasillo de la azotea sin aire acondicionado en pleno julio en la ciudad. «¡El agua!». Va corriendo a la cocina, menos mal que siempre guarda una botella helada en el congelador… abre la puerta, la encuentra, la toca. Qué fresquita, qué alivio. «Me la voy a poner un momento en la nuca, me vendrá bien», piensa Brunetina. Se la pone, siente alivio, entorna los ojos… siente un escalofrío. «Hasta aquí podíamos llegar», se dice indignada. «¡Me voy a la piscina!».

Camiseta blanca, vaqueros clásicos, zapatillas deportivas… una barba de una semana, una mochila al hombro. Lleva cascos, ¿qué estará escuchando? ¿Será el típico que pierde todo el encanto al abrir la boca? Aunque, con ese porte, quién necesita nada más… De repente, un parón en seco del metro. Todo los pasajeros del vagón se miran sorprendidos. Con esa mirada de sorpresa infinita propia del ser humano cuando ocurre algo que lo saca de su ensimismamiento estival. Esos ojos vacíos de respuestas pero llenos de confusión cuando ocurre lo inesperado. Cuando un acontecimiento fortuito nos recuerda que no somos más que un punto en el universo. Que no somos inmortales, que cualquier segundo puede ser el último, que nada es para siempre, que la vida es sólo una suma de pequeñas vivencias. Que vivir es todo aquello que ocurre mientras haces planes. Que, sorprendentemente, nada ni nadie nos garantiza estar cinco minutos más habitando un mundo que no nos pertenece. Un mundo que utilizamos y despreciamos. Un mundo lleno de personas como nosotros. Personas altas, bajas, gordas, flacas, guapas, feas… atractivas. ¿Cuántas personas nos resultan atractivas a nuestro alrededor? ¿Cuántas oportunidades hemos desaprovechado pensando que teníamos más tiempo? ¿Cuántos han sido descartados pensando que merecíamos algo mejor? Cuántas caricias perdidas, cuántos besos fugaces, cuántos abrazos, cuántas cosquillas, cuántos suspiros ahogados, cuántas miradas no cruzadas, cuántos olores no aprovechados, cuántos escalofríos…

«Un momento, el barbitas me está mirando… ¿no?», Brunetina se dice para sí en voz baja. Un suspiro ahogado. No se lo puede creer. «Ahora mismo lo cuento en el grupo de chat de mis amigas, ¡no se lo van a creer!»

«Vente al agua, te prometo que no está fría». Eso dice Roberto. Se llamaba Roberto, por lo visto. Y no es que fuera guapo, es que tenía una voz que le hacía a una preguntarse cómo no echaban a todos los locutores de radio, las unificaban en una sola y lo dejaban a él a modo de dios todopoderoso para gusto de cualquier oyente. Y eso sin hablar de la camiseta… Metro noventa, piel morena, torso cincelado por el mismísimo Miguel Ángel. «David, ya quisieras tú», piensa para sí Brunetina. Huele a gloria, es que lo tiene todo. Me gusta verlo salir del agua, rodear la piscina andando con parsimonia, sacudirse el agua del pelo, secarse al sol. Se estira, los brazos tersos, la espalda morena, un antojo… sí, creo que tiene un antojo. En el hombro. Parece un corazoncito… mira que soy ñoña a veces.

Uno, dos, tres… besos. «Quién me lo iba a decir a mí, hay que ver lo que da de sí la piscina», Brunetina contiene una sonrisa. Uno, dos, tres… besos en el ombligo. Fijo la vista, agacho la cabeza… ahí estás, miras hacia arriba, me sonríes mientras me acaricias la barriga. Se me cierran los ojos. Te siento, sé que te estás alejando del ombligo. Las caderas, los muslos…siento un escalofrío de pies a cabeza.