¿Os habéis dado cuenta de la angustia que tiene la gente con Pokémon Go? Que si es un comecocos, que si la juventud ha perdido el norte, que si a ver cómo es posible que esas personas sean los que nos vayan a pagar la jubilación.
Ok, parece que es el fin del mundo. Parece que nadie recuerde nuestras distracciones (altamente intelectuales) del pasado. ¿Nadie se acuerda de a qué dedicábamos las horas de clase en el instituto? Nos dio por coger el boli Bic (casi siempre sin capucha y mordido, a medio gastar) y dedicarnos a intentar hacerlo girar en una sola vuelta perfecta sin que se nos cayera de los dos dedos con los que sujetábamos. ¡Tachán! Magia, sorpresa. A eso dedicábamos horas, no nos engañemos. Coge el boli, sujétalo con fuerza, apoya bien, decide los dedos que vas a utilizar para impulsarlo y… ¡a por ello! Una, dos, tres, cuatro… cien mil veces. Ay, que se me cae. Vaya, es que no me da la vuelta completa. Oye, ¿me ayudas? Que no me sale bien.
Un boli Bic mordido dando vueltas en la mano con la que escribieras. Esa actividad altamente intelectualoide era nuestra pasión. La nuestra, la de todos los que nos echamos la mano a la cabeza porque las personas que nos rodean saquen su teléfono y cacen unos animalitos de colores andando por la calle lanzándoles una bola. ¡Se acaba el mundo! ¡La gente ya no le da vueltas al boli Bic! ¿Qué va a ser de nosotros?
Qué agoreros somos, y qué poco originales. Llevan las generaciones quejándose de las nuevas ideas/distracciones/avances/ocurrencias toda la vida, desde que el mundo es mundo. Me imagino al primero que vio un mechero y pensó: la humanidad está perdida, lo bueno era frotar dos palitos y soplar, para que siete horas después saliera algo de calor (o una llama, aunque lo dudamos). Y cuando inventaron la fregona, esa señorona de armas tomar diciendo que a ver cómo iban a quedar los suelos, que lo suyo es ponerse de rodillas y frotar con un cepillo. Que al que algo quiere, algo le cuesta.
¿Sigo? Por mí, encantada. No será por falta de ejemplos. Nuestros antepasados se dedicaban a ir al circo y ver cómo unos bellos animales se zampaban a los pobres mártires del momento (cristianos en su mayoría, aunque a falta de un buen cristiano… el primer despistado que pasara se caía al foso). Luego están los que se zampaban banquetes en los que había tanta comida que necesitaban vomitar para poder seguir la fiesta. No, no se les ocurría que a lo mejor no era sano. Lo seguían haciendo y encima se les aplaude por ello. Con el paso del tiempo se nos fueron ocurriendo distracciones varias, aunque (para nuestra desgracia) las que más gustaban eran las que tuvieran mucha sangre/tortura/sufrimiento. Cuando nos creíamos más avanzados, dejamos de lado la tortura… aunque seguimos entreteniéndonos haciéndoles barbaridades a los animales. Como no se queja, siempre es más fácil tirar a la cabra de lo alto del campanario que echar a un pobre a los leones. ¿Os fascinan los petardos? ¿Sí? Pues enhorabuena, hay una fiesta dedicada a quemar unas figuras (muy bien diseñadas, dicho sea de paso) que anima a los participantes a celebrar con cohetes ese santo durante esa semana. Una actividad peligrosa, que a los humanos les crispa los nervios y a los animales los llena de pavor y provoca que hagan verdaderas locuras presas del pánico. No hablemos de correr por adoquines borrachos perseguidos por toros bravos, porque no quisiera herir sensibilidades (en exceso). Eso, señores, es lo que nos entretiene y aplaudimos. En nuestro día a día, sin temblarnos el pulso. Así somos y así seremos.
Y yo planteo lo siguiente: ¿a qué tenemos tanto miedo? ¿Por qué nos creemos que estar cuatro horas pegado al sofá viendo series de Netflix o vídeos de gatitos en YouTube es mejor que jugar a cazar bichos con el móvil? Al menos ellos se están moviendo, y eso nadie puede negar que sea positivo. Andar es bueno para la salud. Sí, andar sin mirar puede llevar a que te atropellen y te mueras (pero eso es otro asunto, quizás tenga que ver con la selección natural – y no hace falta meterse en camisas de once varas).
Es un fenómeno, una moda – claro que sí, como otra cualquiera. La que corresponde ahora porque vivimos pegados a los móviles y aquel que inventara un juego que aunara internet, teléfono y paseos tenía el éxito asegurado. Y esas personas que juegan no molestan, o no a mí, al menos. Porque están con su teléfono, consumiendo sus datos, paseando por donde les place y parándose a hacer fotos cuando les apetece. No gritan, no insultan, no atacan a nadie, no atracan, no roban, no estafan, no destrozan el mobiliario urbano. En definitiva: están empleando su tiempo en lo que les viene en gana sin meterse en vidas ajenas, no creo que merezcan ser linchados.
Intentemos, por una vez, ver la cara buena de la situación: gracias a ese juego muchas personas se han levantado del sofá. Gracias a ese juego muchas personas han socializado con otras en un parque. Gracias a ese juego cientos de personas quedan para hacer algo en común en una plaza. Ese juego no nos ha hecho más solitarios sino al contrario. Es la primera vez que un avance tecnológico nos anima a juntarnos, a comunicarnos, a hablarnos para compartir trucos, a intentar vivir en sociedad gregaria y no como islas. Por lo tanto, yo aplaudo al invento y le doy la bienvenida a la sana intención de hacernos ser menos asociales. Eso sí, por favor, que empiecen a mirar por dónde andan y que no dejen los coches en mitad de la carretera para ir a cazar algo. Porque eso, sí, es de anormales. Por favor: jueguen con cabeza.