A veces la calle está cortada, o no tiene salida. Así que avanzas hacia la nada, quizás sin saberlo, quizás por dejadez ni viste la señal que te avisaba de que ese camino no llegaba a ninguna parte. Bueno, sí que llegaba, pero a un final, a un punto de no retorno… no te llevaba a otra calle, no había giros, salidas, escapatoria. Y te encuentras, de repente y sin previo aviso, en una calle que has recorrido en su totalidad y a la que no le queda ni un centímetro más que pisar. Has parado en todos los puntos, admirado los paisajes, las vistas, saludado a los viandantes, acariciado a los perros que se te cruzaban, te has hecho selfies y has charlado con el frutero. Pero se te ha acabado.
¿Qué hacer? ¿Dónde ir? ¿Cómo actuar? ¿A quién acudir? ¿Qué dirección tomar? ¿Cómo hacerlo? ¿Cuándo? ¿Pedir consejo? ¿Hacer caso a esos consejos? ¿Reflexionar? ¿Meditar? ¿Parar y ver la vida pasar? ¿Esperar? ¿Rezar? ¿Darle vueltas a todo? ¿No pensar en nada? ¿Dejarlo estar? ¿No hacer nada? ¿Ponerlo todo patas arriba? ¿Darle la vuelta a la tortilla? ¿Resignarte? ¿Pelear? ¿Crear un camino nuevo? ¿Desandar lo andado? ¿Borrar tus propios pasos?
Puede que una calle sin salida sea justo lo que necesitas, lo que te lleva a crear tu propia salida, a poner las baldosas y pisarlas, una a una. A no dar nada por hecho, a no fosilizarte, a no confiar en el inmovilismo, a retarte, a cuestionar tus propias decisiones, a desconfiar de la rutina, a inventar una nueva. Es muy probable que la ausencia de salida sea una escapatoria en sí misma, una señal de alarma, una oportunidad.
Para. Descansa. Mira hacia atrás. Recuerda lo bueno. Guarda lo malo como lecciones aprendidas. Levántate. Sacúdate el polvo. Saca pecho. Respira. Sonríe. Y da tu primer paso en el nuevo camino que vas a inventar. Actúa.