BRUNETINA Y LOS RECUERDOS

Me acuerdo del día en el que me monté en el coche para irme a Gales.

Me acuerdo del viaje de ida hablando un idioma ficticio.

Me acuerdo de mi primer viaje en Ferry, y de los delfines en alta mar.

Me acuerdo de los viajes eternos a Almería.

Me acuerdo de los pelos de Tara cuando abríamos las ventanas en el coche.

Me acuerdo del azulejo que nos decía que habíamos llegado a Almería y de cantar (siempre, sin excepción) «un inmenso coral es tu hermosa bahía».

Me acuerdo de olor a Nenuco en el coche y del peine que salía del bolso de mi madre para ponernos guapos llegando a la calle San Juan Bosco.

Me acuerdo de mi abuela llorando en la ventana – a moco tendido.

Me acuerdo de Tara a dos patas mirando la vida pasar en Almería.

Me acuerdo del pobre Trueno, que se ponía de color gris nada más llegar.

Me acuerdo de un señor mayor con un trapo de cocina al hombro y preparando café en cafetera italiana (señor que, por cierto, me daba bastante miedo).

Me acuerdo de la caja de los cuentos que tenía mi abuela, y de cómo me llevaba a por ellos a escondidas… como si fuera a enseñarme un tesoro (lo era, de hecho).

Me acuerdo de cómo me llamaba La Ratita Presumida.

Me acuerdo de todas las muñecas, sobre todo una que tenía morena, de pelo largo, con las manos en alto sujetando un velo de gasa en tonos rojos.

Me acuerdo de mi hermano persiguiendo a mi abuela en silencio, esperando que le diera dinero para ir al cine.

Me acuerdo de cómo todas las pelis se estrenaban en Almería mucho antes que en El Puerto.

Me acuerdo de la mesa de pimpón y de los sudores de los que jugaban.

Me acuerdo del arroz con leche, y de la rabia que me daba que no me gustaran los dulces.

Me acuerdo del bacalao con tomate, de las patatitas redondas crujientes por fuera y cocidas por dentro.

Me acuerdo de Mario y Rosa, de Holly, de Picasso.

Me acuerdo de los perros del vecino, que se colaban en nuestro jardín para jugar con nosotros.

Me acuerdo de los parques, de lo verde, de lo bien que olía siempre.

Me acuerdo de ser la única que sabía escribir con letras unidas y de que me sacaran a la pizarra a demostrarlo.

Me acuerdo del temor a la vuelta, de querer seguir en Cardiff y volver a El Puerto sólo en vacaciones.

Me acuerdo de cruzarnos España para volver a la feria.

Me acuerdo de Elsa, de Paloma, de Zorayda… de estar todas juntas planeando tonterías.

Me acuerdo de los cumpleaños masivos, de la piñata, de no coger ni una cosa.

Me acuerdo de ser la nueva, la diferente, la guiri (y de no querer serlo).

Me acuerdo de irme al cuarto a jugar cuando ponían «V» porque me daba pesadillas si veía la serie.

Me acuerdo de llorar siempre que veía «Autopista hacia el cielo».

Me acuerdo de acostarme siempre pensando en levantarme mayor, porque sólo me rodeaba gente de más edad y quería ser como ellos.

Me acuerdo de la micro cámara de fotos con las que hice las peores fotos de la historia.

Me acuerdo de pillarme dos dedos con el capó del coche (por torpe) y de perder ambas uñas, y de molestar a todos retransmitiendo cada paso del proceso.

Me acuerdo de la piscina, de las clases de natación, de ver a los mayores jugando a las cartas, de Marco Polo, del trampolín, de las volteretas hacia ambos lados, de bucear y que te escocieran los ojos si se habían pasado con el cloro.

Me acuerdo de mi tía echándome demasiada crema para el sol y sentirme como un pescado, que si te intentan agarrar, te escapas de entre las manos de quien sea.

Me acuerdo de que me dijeran «di algo en inglés, anda».

Me acuerdo de Ben, que me parecía el más guapo del mundo.

Me acuerdo del fantasma de la casa y de que Blacky no quería subir a la otra planta porque ella también tenía miedo.

Me acuerdo de Blacky, de Manolito, de Currito.

Me acuerdo de unos ratones blancos en una jaula en la bañera del cuarto izquierda.

Me acuerdo de la alegría de tener al fin cuarto propio.

Me acuerdo del sonido de la campana del recreo y de los gritos de los niños más pequeños.

Me acuerdo de los pinos, cuando no eran asfalto y bancos.

Me acuerdo de la resina en las manos cuando intentaba, torpemente, subir a los árboles.

Me acuerdo de tener siempre heridas en las rodillas.

Me acuerdo de posar en todas las fotos y de preocuparme mucho por si salía guapa.

Me acuerdo de mi melena larguísima y brillante.

Me acuerdo de mis sandalias rosas, que yo creía que tenían tacón.

Me acuerdo del patinete.

Me acuerdo de tantas cosas…

 

BRUNETINA Y EL COLE

Puede que nos pase a todos, que recordamos lo que nos ocurría de niños con las proporciones incorrectas: todo en nuestra mente se graba ampliado, de grandes dimensiones, como si nos hubiéramos tomado una galleta de las que hacían encoger a Alicia en su país surrealista y fuéramos personas muy pequeñas en espacios enormes. Como si fuera un sueño en lugar de un recuerdo – aunque quizás los recuerdos se graben en la mente de la misma manera que lo hacen los sueños, mezclando partes de realidad con pequeñas dosis de imaginación.

Cuando Brunetina se pone a recordar su colegio de St Cadoc’s, en Cardiff, se le antoja gigante. El edificio tiene pasillos anchos, amplios, con percheros muy altos donde colgar los minúsculos abrigos y las diminutas mochilas con el lunch del día. El patio del colegio, que rodea el edificio, existe en sus recuerdos como una explanada que no tiene fin, donde se entremezclan jardines y asfalto, donde se puede correr, saltar a la comba, jugar al escondite, hacer carreras de sacos.

Por cierto, ahora que lo piensa, solía haber un concurso por parejas de distintas disciplinas. Nada especialmente elaborado, algo propio para entretener a los niños y darle una oportunidad a los padres de ver a sus hijos en acción, de conocer a sus amigos, de vivir con ellos cómo ganan una medalla o diploma. Su mejor amiga, Rachel (la piojosa, tema que ahora no hace al caso, pero que más adelante entenderemos), fue su compañera en una de las carreras. Consistía en correr por parejas unidos por el tobillo con un lazo. Requería de una gran coordinación, ya que podías usar sin problema una pierna, pero la otra dependía de que tu amiga quisiera y pudiera avanzar a la vez que tú. Daba para reírse, porque en la mayoría de los casos se acababa pisoteada y haciendo la croqueta por el suelo. Inevitable, sin duda.  Algo que iba acompañado de otra carrera de huevos, con una cuchara en la boca y un huevo n equilibrio sobre ella, que no podía caerse hasta que llegaran a la meta. Pero les dieron un diploma, a Brunetina y a su amiga Rachel, así que tan mal no lo harían.

Ya, que por qué era la piojosa. Pues ocurrió que un día, en casa, la madre de Brunetina descubrió que… su preciosa melena estaba habitada por unos minúsculos bichos que le hacían rascarse a todas horas. Y, curiosamente, la seño le explicó a su padre que Brunetina se había hecho la mejor amiga de una de las niñas de la clase que tenía fama por tener piojos. Brunetina anunciando ya desde una temprana edad su gran ojo para escoger amistades, algo que la perseguirá toda su vida.

Aunque había más niñas en la clase aparte de Rachel, y muchas que se interesaban por Brunetina – al fin y al cabo era la nueva, la guiri (irónico), la sensación en el cole. Y todas querían ser sus amigas, aunque Brunetina, la pobre, al principio no podía enterarse de gran cosa en ese idioma ajeno. Pronto descubrió que lo que ella inventaba en el coche camino de Gales poco tenía que ver con el inglés – primera lección vital que le enseño que no era tan lista como se creía. Pero sus compis se lo intentaban poner fácil y la incluían en todos los juegos. Como ese recreo en el que estaban plenamente convencidas de que si cogían un cristal del suelo podrían usarlo para hacerle a Brunetina agujeros en las orejas. Menos mal que eso nunca ocurrió, habríais sido muy interesante explicarle a sus padres qué teñía en la cabeza cuando decidió cortarse con un cristal recogido del suelo. Y no, Brunetina no tenía pendientes (eso es digno de un post en sí mismo, pero dejémoslo en que no le quisieron imponer eso de bebé, sino dejar que ella decidiera por su misma de adulta si le interesaba agujerearse las orejas para llevar ese complemento).

Si cierra los ojos y se concentra, Brunetina puede oler el comedor, el gravy que acompañaba al puré de patatas con guisantes. Quizás para una mente española eso sea´, como poco, desagradable. Pero su mente lo tiene como un recuerdo positivo y es un olor que entra en la categoría de los que le abren el apetito y le hacen sentirse como en casa. Y puede sentir también el frío saliendo al patio, la sensación de que se le congelaban los huesos con la humedad en las mañanas más frías, y lo que le fascinaba ver los charcos helados – se acercaba a ellos, los pisaba con cuidado, los observaba maravillada.

Y es que los recuerdos del cole no se olvidan, y hasta se magnifican. Se graban en la mente y se convierten en vivencias lejanas positivas, que siempre consiguen arrancarte una sonrisa en los días grises, cuando te tumbas a mirar por la ventana y ver la vida pasar.