Pánico escénico

El miedo como forma de vida. Como motor principal de tu día. Como cristal de las gafas que llevas puestas para ver el mundo. Como amigo inseparable que no deje de susurrarte ideas negativas al oído. Como fiel escudero que te hace más mal que bien.

Se dice que el miedo es bueno, que es una respuesta natural del organismo ante situaciones desconocidas o potencialmente peligrosas. Que es lo que nos ha permitido sobrevivir como especie. Que es aquello que nos protege de hacernos daño o, incluso, matarnos. De adentrarnos en lugares que podrían hacer peligrar nuestras vidas. O de acercarnos a quienes podrían dañarnos.

Pero el miedo, a veces, se pasa de precavido y nos hace daño. Porque, con la excusa de que él mira por nuestro bien, se nos sienta en el hombro – cual loro – y se pone a soplarnos cosas en la oreja. Y esas cosas, a veces, no son positivas. Bueno, nunca suelen serlo. Pero, en algunos casos, no nos hacen bien. Y ese miedo, fiel amigo, nos coge de la mano y no nos suelta. Y no le da la real gana de dejarnos en paz. De dejarnos vivir, de permitirnos seguir el camino que tenemos marcado, la decisión que hemos tomado.

A veces hay que aprender a convivir con él, a no tenerle miedo al propio miedo, a decirle que entiendes que te dice las cosas por tu propio bien… pero que sabes cuidar de ti mismo. Y que, aunque los argumentos que te da no son inciertos, puede que se esté precipitando pensando en lo peor. Y que siempre tomas decisiones basadas en hechos racionales. Que este paso que vas a dar es necesario, interesante. Que es una oportunidad, un reto, una ocasión para crecer y aprender. Que habrá muchos obstáculos en el camino, pero al final merecerá la pena.

Que tiene para rato, porque no piensas tirar la toalla. Así que: miedo, ponte cómodo, porque esto lo gana el que ría último… y aún no he empezado a reírme.

Abróchense los cinturones, que empieza la aventura.

ÚNICOS

El ser humano es el único animal capaz de sufrir sólo imaginando un escenario adverso, de dolor, de pérdida, de ausencia. Ese perro al que tanto cariño le tienes y que humanizas poniéndole ropa no puede hacerlo. Ese gato del que dices que es tan inteligente y al que tratas como si la casa fuera suya en lugar de tuya es incapaz de ello. Esa boa, hámster, cobaya, pez, tarántula, canario, ardilla… Di el animal de compañía que te plazca: podrás seguir pensando que es una persona, que es tu mejor amigo, que te entiende como nadie. Podrás vestirlo, abrazarlo, quererlo más que a tu propia vida. Podrás venerarlo; pero es incapaz de hacer lo que el cerebro humano.

Así somos: capaces de las mayores pasiones y de las más bajas perversiones. Descendientes de los primates más agresivos, esos que matan por placer, esos que pueden tirar a otro de un árbol sólo porque les apetece matarlo. Y nosotros tenemos la habilidad de imaginar situaciones con tal nivel de detalle, tan reales, tan tangibles… que nos hacen llorar o reír igual que si las estuviéramos viviendo.

Vas corriendo por el parque, es un día de entrenamiento normal, un martes rutinario de tu semana. Los cascos, la lista de Spotify, las mallas reflectantes, los guantes, el paso acompasado. Respirar – uno, dos -, avanzar, calmarse, tomar aire, concentrarse en la canción, adelantar a esas dos personas cortando el paso, dar saltitos esperando que el semáforo se ponga en rojo. Todo va bien, como de costumbre. Todo está en orden. Pero decides cambiar el camino, darle una pincelada de color a la rutina, salir del hábito. Giras a la derecha y entras en un parque por el que nunca pasas. Y al principio corres normal, sigues con tu calentamiento como de costumbre. Pero empiezas a ver cada vez menos luz, varias farolas rotas, te adentras en la oscuridad y oyes un grupo de varios chicos. Los notas a tu izquierda, con el rabillo del ojo. Y de repente piensas que no ha sido tan buena idea, que puede que te pase algo, que uno de ellos se ha movido y te está diciendo algo, que otro empieza a seguirte. Y corres, mucho, lo más rápido posible. Vas cuesta arriba pero no te importa. Notas que el corazón te late muy rápido, que te falta el aire, que tienes mucho calor. Un último esfuerzo… ya estás en la calle transitada, te paras, te agachas para tomar aire, te pones las manos en las rodillas, flexionas las piernas. Te giras y no ves nada. No hay nadie, ninguna persona te ha seguido. Estaba todo en tu cabeza.

Estás en tu mesa, la de siempre, la misma de hace quince años. Se dice pronto, pero son los que han pasado. Miras por la ventana, parece que hoy hay poca contaminación. Ah, ha sonado un email, veamos en lo que consiste. Y lo abres sin presiones, con tranquilidad, con parsimonia… son las 8.30 y tampoco te bombea tan rápido el corazón a estas horas. Pero ese email lo cambia todo. En un segundo ves pasar tu vida por delante de tus ojos. ¿Que hay una reorganización? ¿Qué quiere decir eso? No queda claro, te empiezan a surgir dudas. Sales del despacho y buscas a tu compañero del café… Vaya, parece que no eres la única que ha recibido el email – ni la única a la que se le ha acelerado el pulso. Y, ahora que ya estás con él, vienen otros cinco más. Entre todos conseguís desmontar la empresa en un abrir y cerrar de ojos. Ya os veis en la calle. Bueno, no sólo eso: os imagináis en la cola del paro, esperando cuatro horas para que os sellen la tarjeta, sin derecho a prestaciones, sin el finiquito porque se trataba de despido procedente, sin ingresos para poder afrontar la hipoteca, el garaje, las facturas, la gasolina, el abono de transporte, el teléfono. Y ese viaje que tenías planeado con tus amigas por las islas griegas en verano, mejor cancelarlo. ¿Y cómo cuentas esto en casa? ¿Y qué va a ser de ti? ¿Y dónde vas a trabajar ahora? ¿Y cómo te vas a reinventar? Te duele la cabeza, todo te da vueltas, respiras muy rápido y te cuesta concentrarte. De repente, te das cuenta de que te has terminado el café y que estás sola delante de la máquina. Todos se han vuelto a sus despachos a producir. Tiras el vaso, vas hacia tu sitio, te vibra el móvil con un nuevo email y empiezas a temblar. Te armas de valor y lo abres: te están felicitando por tu nuevo ascenso. Parpadeas y te das cuenta de que lo habías imaginado todo. No es un email con tu despido. Estaba todo en tu cabeza.

Y es que así es el ser humano: capaz de sufrir por situaciones que sólo existen en su cabeza. Así es y así somos: únicos.

 

La carta

Estimado amigo:

Soy yo, ya me conoces. A veces haces como que no existo, no me prestas demasiada atención… pero no por eso dejo de existir (muy a tu pesar).

Me apetecía escribirte una breve carta para recordarte algunas cosas que parece que hayas olvidado, para hacerte ver otras que creo que no entiendes. Es lo mínimo que puedo hacer tal y como están las cosas.

Pequeño recordatorio: las mujeres no son objetos. Ya, ya sé que te consideras una persona moderna, de tu tiempo, con las ideas muy claras y que hace lo que le place sin que nadie le dé órdenes. Pero, a lo mejor, en eso de hacer lo que te viene en gana te equivocas. Porque bien sabes que la libertad de uno se acaba donde empieza la del prójimo. Y me parece que, cuando ese prójimo es una mujer, te vuelves más tonto de lo habitual. Y me entran ganas de cogerte por las solapas, levantarte, ponerte contra una pared y abofetearte hasta que entres en razón.

La mujer no ha aparecido en el mundo para uso y disfrute de los hombres – de los hombres de las cavernas. Las habrá altas, bajas, guapas, feas, gordas, delgadas, rubias, morenas. Habrá tantas como tipos de hombres. Y ni una sola apareció en este planeta para que hagan de ella lo que le quieran. Es una persona más, y debes tratarla con el mismo respeto que a los demás (si es que a los demás les tienes respeto alguno, que ya me cuesta creerlo).

Esa mujer, ya sea tu amiga, hermana, madre, hija, vecina o cuñada… no tiene por qué vivir con miedo. Y, sin embargo, por culpa de animales como tú… es lo único que puede hacer. Porque gracias a desalmados sin cerebro ella no puede volver andando a casa sin tener el móvil con el número de la policía marcado y las llaves en la otra mano (para defenderse si la atacan, que de poco le servirían). Gracias a seres que se comportan como tú lo haces, ella no puede disfrutar de esa libertad que a ti tanto te gusta nombrar.

Esa persona, que por capricho genético tiene pechos y vagina, resulta que tendrá que vivir toda su existencia con miedo. Sí, eso: miedo. Porque existen algunos, demasiados, que creen que una minifalda es una incitación a sexo no consentido, que un escote es una clara llamada a un roce no solicitado, que una copa de más no la hace vulnerable y merecedora de tu protección sino indefensa y lista para que le hagas cualquier barbaridad y la compartas con tus amigotes por las redes sociales.

No está bien. ¿Me oyes? Mírame a la cara cuando te hablo: eso que haces no está bien. Me dan igual los motivos que me des o la forma en la que intentes justificarlo; son todo excusas baratas que no hacen sino perpetuar la indefensión de unas personas que, aún a día de hoy, siguen siendo consideradas como seres débiles, vulnerables, inestables y que sólo existen como recipientes de los impulso masculinos.

Eso no te hace más hombre, más macho, más varonil. Que se te meta en la cabeza. Eres una vergüenza para el género masculino. Un hombre no tiene sexo con una señora y la graba sin su consentimiento para poder enseñar a sus amigotes lo que ocurre en la intimidad. Un hombre no le da una sustancia a una mujer para poder hacer con su cuerpo cualquier estupidez y encima compartirla con sus amigos. Un hombre no desnuda a una mujer sin su consentimiento y luego la echa de su coche a puñetazos. Eso no es un hombre de verdad.

A ver si te enteras de una vez por todas, que con eso de ser parte de la manada parece que tengas el apoyo necesario para hacer lo que te venga en gana en cuanto te juntas con otras bestias. Y no, no te lo pienso permitir. Porque nada te diferencia de un asesino múltiple, de un violador, de un pederasta. Estás dañando a otros seres humanos y, además, grabando lo que consideras gracioso para vejar a tus víctimas en internet. Que eso no está bien, que se te meta en la cabeza.

Internet ha sacado de ti tus bajezas, tus miserias… lo más despreciable del ser humano. Y a mí me estás empezando a dar miedo. Sí, miedo. Ese del que tú careces. Ese que no conoces. Ese que deberías tener si fueras un ser normal que sabe vivir en sociedad respetando a sus semejantes. Pero no sabes, no. Porque crees que esto es un patio de recreo donde todos pueden sacar a pasear sus vergüenzas – y encima esperas que te aplaudan por ello. Esa palmadita en el hombro tras mostrarle a tus amigos lo que le hiciste a alguna, lo que le gritaste a otra, cómo castigaste a la que osó llevarte la contraria.

¿Sabes? Me das asco, en serio. Y no te sorprendas tanto, no te eches las manos a la cabeza. Que no eres tú, me dices, el que ha hecho esas cosas. Que no eres tú, me dices, el que ha grabado nada. Que no eres tú, me dices, el que ha sido acusado de nada. Es cierto, pero tú eras el que ayudaba a compartir el vídeo, el que se lo mandaba a más amigos, el que coreaba al animal que hacía el mal, el que aplaudía a las bestias que vejaban a una persona, el que se reía de la víctima por no ser fuerte y aguantar que todos los días la llamen barbaridades gracias a unos miserables.

Sí, tú eres el que ayuda a esos animales. Por eso, que se te meta en el coco de una maldita vez: no te soporto, no te reconozco, no me gustas. Me recuerdas a Jack, de «El Señor de las Moscas». Y, por eso, me das miedo. Deja de pensar en tu madre como una santa y en todas como unas putas. Son mujeres, son personas. Respeta, tolera, ten empatía. No los ayudes a hacer daño a las personas. Deja de producirme tanto rechazo. Te miro y no te reconozco.

No quiero seguir, porque me pones de los nervios.

Medita y cambia. Te lo pido por favor. Antes de que tú seas uno de ellos.

Un saludo,

Tu conciencia

Cambios

Existen dos tipos de personas: las que abrazan el cambio y las que lo temen.

Y luego están las que, dentro de cada grupo, aportan sus matices. Como los que temen al cambio pero disfrutan pasando de una estación a otra. ¿No es acaso un cambio? El final anticipado, un empezar una nueva etapa, un renacer, una nueva oportunidad de hacerlo todo bien, de cumplir con los propósitos. Porque, al parecer, todo cambio es positivo. El cambio nos obliga a adaptarnos a nuevas situaciones, nos fuerza a ser más flexibles, a aprender cómo funcionar en el nuevo entorno, a enfrentarnos a algo que quizás no sabríamos perseguir por miedo a no seguir con nuestra rutina establecida.

Pero temer el cambio es una reacción totalmente lógica, humana y comprensible. Y es lo que le pasa a muchas personas, a pesar de que vivamos en un mundo que se encarga diariamente de lanzarnos mensajes positivos como si viviéramos en un libro de autoayuda. Por lo que, caso de no encajar en ese perfil de persona que vive con intensidad todos los mensajes de felicidad impresos en camisetas, carteras y pulseras, eres un paria. Lo eres porque no comulgas con la mayoría y pecas de exceso de honestidad al confesar que cualquier cambio de tu rutina diaria te hace reaccionar con desconfianza, desasosiego y hasta miedo. Sí: miedo. Te asusta que, sin previo aviso, algo que haces a diario tenga que cambiar. Que una costumbre arraigada vaya a desaparecer. Que una persona deje de formar parte del decorado de tu vida semanal. Que un lugar al que acudes pase de ser el lugar de encuentro entre amigos a la nueva tienda de electrónica del barrio.

Se dice que los perros son animales de costumbres; y todos aquellos que hemos tenido una mascota bien sabemos que esto es cierto. Pero se nos olvida añadir que a los seres humanos nos pasa exactamente lo mismo. No en vano es el perro el mejor amigo del hombre: nos parecemos (es probable que les contagiemos nuestros temores). Nos gusta cumplir con nuestro plan diario: levantarnos a la misma hora, desayunar como tengamos por costumbre, llegar a la oficina siempre a la misma hora, tratar con un número limitado de personas, volver a casa, pasar por el gimnasio, quedar con los amigos cercanos. Es raro que nos apetezca que cada día sea una montaña rusa, no saber a qué hora tendremos que trabajar, no tener la certeza de lo que se nos exigirá en nuestro centro de trabajo, no conocer a la persona con la que luego podemos quedar en nuestros ratos de asueto.

Tenerle aprecio a nuestra rutina no es negativo, al contrario: es una señal de que nos gusta la vida que hemos construido y queremos conservarla. Somos humanos – simple y llanamente. Y, aunque veamos películas o series en las que los protagonistas disfrutan in extremis en situaciones disparatadas en cualquier momento, nuestra realidad nos gusta definida, limitada y repetitiva. La repetición de esas pequeñas costumbres nos hace felices. Como no tenemos que cambiar nuestros hábitos, estamos relajados, somos más productivos, tenemos mejor carácter, rendimos más, tenemos energía y enfermamos menos.

Sin embargo, existe la tendencia del «think out the box-step out of your comfort zone». Se popularizan esas y otras tantas frases en inglés, que luego se traducen de la peor de las maneras, llenas de anglicismos y carentes de significado en español. Lo que nos intentan hacer ver es que hay que romper con la rutina para poder innovar. Que sólo conseguiremos ser creativos si nos apartamos de lo conocido, que sólo somos capaces de crear algo nuevo cuando dejamos de cumplir con nuestro día a día preestablecido. Nos dicen, en definitiva, que el cambio es bueno para nosotros. Que lo que inicialmente nos da miedo puede transformarse en una bendición caída del cielo y que las personas necesitamos esas pequeñas sacudidas de vez en cuando para no dormirnos en los laureles. Para espabilar, para no quedarnos anquilosados. Para poder dar lo mejor de nosotros mismos.

Lo cierto es que ambas posturas llevan gran parte de razón y al final, como casi siempre en la vida, sólo se trata de una cuestión de perspectiva. De ver el vaso medio lleno o medio vacío. De creer que la vida es un teatro o un valle de lágrimas. De ser de los que abrazan el cambio o de los que lo temen. Pero, seas el que seas, lo importante es no ir contra tu propia naturaleza. De nada sirve fingir ser un explorador para luego despeñarte por un risco por haber querido aparentar que amabas escalar. Es mucho más sensato conocer las propias limitaciones para hacer frente al cambio de la manera más natural posible. E ir abrazándolo poco a poco, si es lo que necesitas.

No olvides que hay cambios de etapa que a todos los gustan: el cambio de estación (una oportunidad para estrenar ropa), la vuelta al cole (el reencuentro con tus compañeros), la mayoría de edad (oportunidad para fingir ser un adulto), un corte de pelo (con el que exhibes tu nuevo yo)… Y tantos otros. Por lo tanto: no te desanimes; sabrás adaptarte a nuevas situaciones y te reirás de las preocupaciones pasadas. Y, sobre todo, no intentes ponerte unos zapatos que no sean de tu talla. Se trata de vivir conforme a las propias normas, no de acuerdo con alguna moda pasajera que te están intentando vender los medios.

Bienvenido, otoño. Te estábamos esperando.

Lo sientes

Miedo a la muerte. Miedo al abandono. Miedo a la soledad, al futuro, a lo incierto, al desamor, a lo desconocido, al frío, al calor, a los recuerdos, al odio, al rencor, a la venganza, al desamparo, a la ansiedad, a la depresión, al desorden, al caos, al ayer, al mañana, al qué será, al qué pudo haber sido, a equivocarte, a la indecisión, al desarraigo, al dolor, al frío, al sueño. Miedo a la calle desierta.

Vas andando. Es de noche. Suenan tus pasos. Uno, dos… giras la cabeza. Miras hacia atrás. Lo ves. La ves. Es una sombra. Se mueve. Aceleras el paso. Te giras de nuevo: ves la sombra. Está detrás. Te mueves, se mueve. La ves, la sientes.

Tragas saliva. Notas el sabor. El sabor del miedo. Del temor a lo que podría pasar. El sabor a la adrenalina que tu cuerpo descarga para poder estar alerta… Pero hay sabores mucho mejores en tu memoria. El sabor de la primera loncha de jamón en una recepción de una boda. El sabor al primer trago de vino. El sabor a palmera de chocolate en una tarde de invierno al lado de la estufa. El sabor a helado Superchoc en la piscina con 8 años. El sabor a peta zetas en una tarde de agosto en la playa. El sabor del primer trago del refresco que compras camino de la piscina en julio. El sabor de una cerveza bien tirada. El sabor a sal del mar en tu primer baño.

La oyes. Las oyes. Las ves a lo lejos. Una, dos… gaviotas. Sobrevolando las cabezas de los bañistas. Se oyen las olas rompiendo contra la arena mojada que se hunde bajo tus pies. Oyes al niño haciendo castillos de arena con su cubo nuevo. Oyes al heladero que pasa con su carrito con una promesa de alivio de calor en la tarde de verano. Oyes al bebé que llora en su primer baño. Oyes a la madre primeriza que grita tras esos gemelos que se escapan. Oyes los gritos del grupo de chicas a las que les salpican agua helada sus amigos. Oyes el balón, oyes los golpes secos que le dan al balón los chicos que juegan en la orilla. Oyes al perro que corre valiente hacia las olas para volver a morderlas seguido de un dueño desesperado por entrenarlo a no beber agua salada (siempre sin éxito). Rompe una ola. Todos gritan. La oyes.

La hueles. Hueles la sal, el mar, la arena, las gaviotas. El olor del mar te transporta. Olor a campo. Olor a césped recién cortado. Olor a rosas en primavera. Olor a persona saliendo de la ducha. Olor a crema corporal. Olor a colonia de vainilla. Olor a perfume de jazmín. Olor a desodorante de fresa. Olor a ropa recién lavada. Olor a sábanas limpias. Olor a pelo mojado. Olor a polvos de talco. Olor a sandía. Olor a playa.

Rozas el mar con la yema de los dedos, lo tocas. Tocas las olas. Tocas un alga. Te zambulles… tocas la arena del fondo. Tocas una concha. Sales a coger aire, te tocas el pelo. Te tocas el bañador. Nadas hacia la boya del fondo. Tocas suavemente las olas. Tocas algo suave… ¿un pez? ¿Una medusa? Una, dos… brazadas. Llegas a la boya, la tocas. Das la vuelta. Tocas algo áspero… ¿un pez? ¿Una medusa? Sales poco a poco, con cuidado de que las olas no te hagan llegar antes de tiempo a la toalla. Tocas la toalla, la usas para secarte. Uno, dos… parpadeas. Estás llegando a casa, sigue siendo de noche, sigue estando la sombra. Metes la mano en el bolsillo. Tocas las llaves. Tocas la puerta. Uno, dos… los pasos que se acercan. Tocas la cerradura, encajas la llave. Entras en casa. Uno, dos… respiras profundamente.

Dejas atrás el miedo a la calle desierta. A la sombra, a los pasos, al vacío, a lo desconocido, al peligro, a lo oscuro, a lo inesperado, a lo que podría haber sido, a lo que ya no será. Miedo a lo que escapa a tu control. Miedo a lo que ves, a lo que no ves. Miedo a lo que saboreas, a los sabores de la memoria. Miedo a lo que oyes, a lo que crees oír. Miedo a lo que tocas o crees tocar. Lo sientes.