Ni cuenta

No te has dado ni cuenta. Un día abres los ojos, te desperezas, bostezas, te estiras, miras por la ventana para saber si hace bueno, te giras hacia la izquierda en modo croqueta para salir de la cama… Y te das cuenta de que han pasado nueve años. Y te quedas con los ojos como platos, la boca entreabierta y la postura congelada. Empiezas a ver los últimos nueve años de tu vida pasando por delante de tus ojos en forma de diapositivas y te sorprende lo mucho que ha pasado, lo mucho que has sentido y lo poco que sabías esto cuando viniste pensando que «siempre hay billetes de vuelta».

Un día decides que necesitas salir, alejarte, hacerte a ti misma. Y empiezas a escanear tus opciones, tus alternativas, tus planes vitales. Y te dedicas mañana, tarde y noche a la búsqueda de empleo en la capital. ¿Por qué? Porque es la ciudad en la que siempre has querido vivir, porque llevas años imaginándote paseando por sus calles, probando sus bares, entrando en sus librerías y disfrutando en sus cines. Es tu sueño particular y no ves por qué no se tenga que cumplir.

Tienes todos los sentidos en tu objetivo y, como no puede pasar de otra manera, empiezan a llamarte, a mandarte emails, a citarte para entrevistas. Y vas, con todas tus ganas al principio, con más dudas según pasan las semanas. Y decides que o es en el centro, o no te vas. Que si lo vas a dejar todo será según tus condiciones. Y como tu ángel de la guarda estaba ese día de servicio, ocurre lo inevitable: que tienes la entrevista en la oficina en el centro, la que no vas a poder rechazar. Y, según llegas allí y ves la cara de la entrevistadora, sabes que todo va a ir bien. Tanto aciertas que sales de allí sin un «ya te llamaremos» y con un «¿puedes empezar mañana?» en su lugar.

Lo tienes que explicar en casa – no es algo sencillo. Te quieres ir, pero pierdes el amparo de la familia. Te acercas a tu sueño y te alejas de ellos. Será por eso por lo que dicen que no se puede tener todo en la vida, que hay que dar gracias por lo que consigues y olvidar lo que te falta. La cosa es que la conversación no es fácil y la decisión es toda tuya, puedes triunfar o fracasar. Puedes estar haciendo el tonto, pero la cosa es que empaquetas unas cuantas pertenencias que crees que te harán sobrevivir en la distancia, llamas a un amigo y te vas a su sofá. Con más miedo que vergüenza, todo hay que decirlo.

Llegas a la ciudad de tus sueños con miedo, cansancio, ganas y coraje. El taxista te tira la maleta en un charco bajo el cielo plomizo de la villa, pero te dices a ti misma que eso no podrá contigo. Y te prepararas para encontrar la casa de tu amigo que tienes anotada en un papel a boli Bic. Y pasas la noche en vela en un sofá-cama mirando al techo y pensando que vas a llegar tarde. No ocurre, apenas duermes, así que te vas a buscar el metro muy temprano y apareces en tu nueva oficina, tu nuevo hogar, mucho antes de la hora convenida. Eso te lleva a pasear por el barrio y acabar en un bar tomando un donut, bar que aún no sabes que será escenario de muchas vivencias, de muchos encuentros, de muchas conversaciones.

Tu primer día es difícil, te cuesta entender tus funciones y todo te resulta tan nuevo que es agotador. De hecho, no descartas dejarlo todo y esconder la cabeza en la tierra, cual avestruz. Pero tu madre te explica que no, que la vida no funciona así, que las cosas salen bien cuando se les pone empeño. Que sólo hay que ser más fuerte y darle una oportunidad a todo: el trabajo, la oficina, la casa, la ciudad, la gente. Y lleva razón, como siempre – las madres siempre llevan razón (aunque tengas que tener muchos años para poder darte cuenta de esto).

Esa oportunidad que le diste a tu sueño es la mejor decisión que tomaste en tu vida y nueve años después, que han pasado sin darte ni cuenta, haces repaso mental y no sabes por dónde empezar. Le diste una oportunidad al trabajo y aprendiste a hacerlo tan bien que sigues en el mismo sitio – cierto que no de la misma manera, pero en esencia es lo mismo. Y eso, que otros pueden ver como algo negativo relacionado con la falta de movimiento, se te antoja bonito, romántico, interesante. Te hace pensar que algo harías bien en ese primer mes para que haya durado tantos años. Algún acierto tuviste, eso es seguro.

Dejaste que la ciudad te cautivara, que te hechizara bajo su encanto, que te enseñara a ver las cosas a su manera. Y te diste cuenta de que nunca deja de sorprenderte. Es cierto que al principio te da la impresión de ser demasiado grande y poco acogedora, pero luego, con el paso del tiempo, te das cuenta de que era sólo el color del cristal de las gafas con la que la mirabas. Es grande, pero tierna. Es majestuosa, pero humilde. Es bulliciosa, pero acogedora. Los barrios tienen su propia vida, no tan diferente a la de otras ciudades más pequeñas, y te abrazan para hacerte uno más. Puedes ser quien quieras y no pasa nada: nadie te mira, nadie te señala, nadie te juzga. Hay tantas personas tan diversas que puedes reinventarte las veces que necesites y ella, la ciudad, te acogerá en su seno. ¿Sabes otra cosa que te da? Cariño – cada vez que lo necesites. Si te preocupa algo sólo tienes que pasear por sus calles y sus edificios, sus parques, sus estatuas… te irán calmando ese dolor. Te irán suavizando la pena con imágenes tan bonitas que no habrá lugar para el llanto.

La gente: esa sí que te ha sorprendido. Los que te has ido encontrando por el camino, los que te han ayudado cuando lo necesitabas, los que se han acordado de ti cuando nadie lo hacía, los que se han salido de su camino para ayudarte a andar por el tuyo, para darte la mano, un abrazo, unas palabras de apoyo, un regalo, una cena, un chiste malo o un piropo. Tantas cosas, tantos sitios, tanta gente, tantos recuerdos. Tu pequeña familia en tu sitio nuevo, tu círculo de confianza en la capital, tu familia madrileña.

Y sonríes, te levantas y te vas hacia la ducha pensando: hay que ver, nueve años sin darme ni cuenta. ¿Qué vendrá después?

Hasta pronto

Al principio llegas con ilusión: es una gran ciudad, es la tierra de las oportunidades, es un sitio nuevo, es un mundo por descubrir, es la promesa de algo mejor. Y lo primero que hace la ciudad es escupirte. Sin más contemplaciones. Te traga de un solo bocado y te vomita. Porque la vida no es como un capítulo de tu serie preferida y al llegar a una gran ciudad no suenan los violines ni aparecen grupos de personas sonrientes deseando invitarte a su casa, presentarte a sus amigos y llevarte a conocer lo más típico de cada barrio.

Llegas al más puro estilo Paco Martínez Soria: sólo te falta la gallina bajo el brazo (porque la boina, aunque sea en sentido figurado, ya la llevas puesta). Tienes tu maleta, tu plano de la ciudad y una cara de turista que hace frotarse las manos a todos los carteristas en un kilómetro a la redonda. Pero no te desanimas, ni mucho menos. Ese corazón de pueblo te permite mantener intactas la ilusión y la inocencia (al menos durante una semana, aunque se han dado casos de personas que han perdido la fe en tan sólo 24 horas). Es muy sencillo, o eso quieres pensar, y tienes todas las ganas del mundo. El plan es simple: te vas a casa de tu amigo, sueltas la maleta y te pones a buscar piso. No puede ser tan complicado, la verdad. Se trata de usar el plano (que agarras cual anillo de Frodo) y de encontrar una habitación justo en la zona que has marcado.

Empecemos por el principio: te vas a casa de tu amigo. Lo que te pasa, inevitablemente, es que vas en taxi (imposible pensar en un metro que desconoces nada más llegar) y te dan varias vueltas (adrede) por la ciudad. No, el taxista no es tan amable que te está haciendo un tour, no seas inocente, por favor. El taxista está paseando al guiri de turno para poder cobrar tres veces más de lo estipulado y tú no puedes defenderte porque no tienes ni idea de dónde estás. Y, cuando al fin llegas a la dirección que habías anotado a boli en un post-it rosa, sale rápidamente del taxi y te lanza la maleta a un charco. Si, resulta que está lloviendo a cántaros. No, en esta ciudad no suele llover… pero justo has tenido la suerte de que la tromba de agua esté cayendo hoy, qué casualidad. ¿Y la casa en la que te quedas? Un sofá, se trataba de un simple sofá lleno de muelles. No te equivoques: no es un sofá-cama. Con lo cual, el trabajar, buscar piso y dormir… se convierten en actividades de riesgo. Porque trabajas con sueño, buscas piso sin idea y bajo la lluvia, y duermes cuando todos en el piso se han acostado (en un sofá ruidoso y que crees firmemente que va a ser precintado por Sanidad por poner en peligro la salud de los vecinos).

Pero, milagro, ¡sobrevives! Aunque la ciudad ha conseguido engullirte y escupirte en una simple semana. No ha necesitado más tiempo para agotar tus reservas de energía positivismo y coraje. Y no te extraña: ¿cómo puede ser tan difícil esto? Lo de buscar piso es un aventura para la que no te habías preparado. Entras en un bucle de llamadas y visitas que se parecen tanto entre sí que hacen que ya no entiendas todas tus anotaciones en ese A4 doblado por 6 puntos que llevas en el bolsillo de la chaqueta. No se te había pasado por la cabeza que existieran las habitaciones sin ventana o que tuvieras que pasar entrevistas de acceso. Por eso, cuando al fin consigues encontrar algo decente… sospechas. No eres tú: la ciudad te ha convertido en alguien desconfiado y asustadizo. Y te cuesta creer que exista algo habitable a buen precio. Aunque existe, y lo alquilas, y te quedas. Y empieza tu vida en la gran ciudad.

Y aprendes a quererla. Todo gira, inexplicablemente, y te conviertes en una pieza más del entramado urbano. Y te encanta pasear por sus calles, conocer los pequeños barrios, saberte anécdotas de cada esquina, reconocer plazas. Eres tan de ahí que ya no hablas por zonas, hablas en paradas de metro. Sabes calcular la distancia de unos puntos a otros sumando paradas, reconoces al turista con un simple vistazo y te sientes fuera de lugar cuando te vas de vacaciones. Sorprendente, sí, pero te ocurre. Porque esa ciudad que te tragó y escupió ahora es tu hogar. Ahora es el sitio en el que te han pasado tantas cosas que ya no sabes si eres de aquí o del sitio del que te fuiste con una maleta, un plano y una cara de ilusión irrepetible. Eres la misma persona, pero no te sientes igual. Has aprendido a querer el asfalto, a conocer sus olores, a recordar sus rincones cuando te alejas más de tres días.

Has podido conocer a gente tan variopinta que das las gracias cada día por la oportunidad que agarraste con las dos manos. Has hecho amigos diversos y te han enseñado tantas cosas que tu cuerpo ahora se compone de pequeñas piezas de personas de distintas partes del globo, personas sin las que ahora no entiendes tu día a día. Son tu pequeña familia en la gran ciudad y te encantan. Son tus personas preferidas del mundo, son las que saben darte un abrazo o consolarte o sacarte de cañas o hacerte reír o cogerte de la mano cuando tienes que ir al médico a hacerte unas pruebas inesperadas. Son una prolongación de tu cuerpo y te hacen alegrarte de haber venido. Y, como eres tan feliz, se te olvida que estás en la ciudad. Pero la ciudad no perdona ni olvida. Recuerda: engulle y vomita. Por lo tanto, ya sabes lo que toca. Esas personas se van. Se van porque así son las ciudades. Van a otros sitios a buscar nuevos retos, nuevos horizontes, nuevas oportunidades. Y aprendes a decir adiós, bueno, hasta pronto. Porque odias despedirte, y mucho más de esas personas. Pero no te queda más remedio que hacerlo. Y donde aprendiste a conocer, tienes que aprender a despedir. Y lo que eran promesas de quedadas semanales se convierten en deseos de veros en navidad. Y te enfadas, te niegas, te deprimes. Hasta que te resignas. Porque nadie está tanto tiempo en el suelo tras la caída, porque en algún momento te tendrás que levantar.

Aprendes a vivir con la ilusión del principio, aunque te duela, aunque escueza, aunque sea la último que te apetezca. Te levantas, te sacudes el polvo de la caída y remontas. Y vuelves a empezar. Porque no queda más remedio. Porque en la vida todo son etapas, ciclos, fases. Porque vivir es sumar momentos sin esperar nada a cambio. Porque si los conociste a ellos, conocerás a otros. Porque siempre merece la pena intentarlo de nuevo. Porque no es un adiós, es un hasta luego.