El lugar en el que más cómodo te sientes, el sitio en el que no llevas ninguna coraza, allí donde duermes a pierna suelta, donde conoces y te conocen, donde no te examinan ni evalúan, a donde vas cuando pones el piloto automático: tu hogar.
Curioso pensar que un hogar no es tanto un lugar en sí sino una sensación, una percepción, un sentimiento de protección y comodidad. Y eso hace que el hogar pueda ser casi cualquier sitio, no ya diferente para cada persona, sino susceptible de variaciones para una misma persona a lo largo de su vida. Puede ser la casa de tu abuela con su olor a arroz con leche, puede ser la casa de tu madre y su ejército de croquetas o la casa de tu tía con su salmorejo.
La cocina: ese santuario de la casa en el que tantas cosas pasan mientras observas lo que cocinan o te piden ayuda como pinche. Hay imágenes que cuesta olvidar, por muchos años que pasen. Aun cuando los protagonistas ya las han olvidado: tu cerebro de niña lo ha grabado a fuego y tu memoria a largo plazo no te falla. Y esa niña se cuela en la cocina en la que su abuela anda entre fogones y se coloca detrás, subida a un taburete para observar tranquilamente en silencio. Y ve cómo esa señora pequeñita, rechoncha, coqueta y bien vestida se coloca unas gafas para poder quitarle las espinas al bacalao. Unas gafas que nunca lleva en público porque cree que la afean – y ella nunca dejaría que no la vieran arreglada, guapa y femenina. Oliendo bien, con su pelo de peluquería (con un baño de color, que ella no se tiñe) y su falda demasiado corta. Nada de escote, eso sí, pero las piernas de porcelana sin una sola imperfección brillan al sol mientras su paso corto e insinuante mueve de un lado a otra la falda. Una forma de andar que no pasaba desapercibida para nadie: ellos y ellas. Una mujer de las que ya no quedan, de las que ya no se llevan: coqueta, aniñada y femenina. Cariñosa, sin dobleces, risueña e inocente. Una mujer que dedicaba toda una mañana a su plato estrella: bacalao con tomate. Ese plato que sólo cocinaba para hacer sentir a su familia el calor del hogar. Esa familia a la que sólo veía en ocasiones contadas y por las que lloraba a mares cuando se despedía. Se asomaba a la ventana, pañuelo en mano, y se despedía con la otra mano. Le gustaba ver el coche yéndose, quizás para poder convencerse de que la dejaban por unos meses y ya no tenía que llenar el frigo de todo tipo de caprichos.
Las gafas, que se me va el santo al cielo… Se las ponía para poder quitarle la espinas al bacalao y que no se le escapara nada. La vista cansada es algo inevitable según pasan los años, aunque todos sabíamos que lo suyo era más miopía que otra cosa – pero ella nunca lo admitiría, faltaría más. Ya he comentado su adorable coquetería. Y desde el taburete la veía afanada en las espinas y en su famoso tomate. Tenía un truco, como los buenos magos, para que supiera de manera que segregabas saliva sólo con la anticipación. Pero me siento incapaz de revelarlo, eso pasa de mago en mago: no se cuenta. Y, de repente, se giraba y me veía. Sonreía, rápido se quitaba las gafas. Me preguntaba cuánto llevaba allí y yo le mentía (me encantaba observarla sin que ella lo supiera, nunca quise decírselo… y ahora creo que fue por pura timidez), y corría a lavarse las manos y a prepararme el desayuno. Lo que quisiera, porque a su parecer siempre estaba delgada y siempre podía comer más. Creo que en eso todas las abuelas coinciden porque al acercarse el nacimiento de su primer nieto las mandan a un curso especial de amor extremo e incondicional que te impide ver los defectos y te lleva a querer sobre proteger a ese nuevo miembro de la familia. Y no se les suele dar mal, creo que a todas les podían dar matrícula de honor.
En otra cocina veo a mi madre con su legión de croquetas: la vigilo igual que a mi abuela. Sentada, sí, y paciente. A ella no la asusto, pero me sorprende su constancia, su perseverancia, su capacidad para no distraerse ante una tarea tan ardua. Su habilidad para dedicarle horas a la bechamel, sus fracasados intentos de enseñarme: no gires así, que se corta – ve siempre en la misma dirección – más lento, no hay prisa. Y esas famosas croquetas me hacían comerme (no demasiado bien) los garbanzos previos. Esos garbanzos que siguen sin gustarme, pero que eran la mejor antesala de las croquetas. No he vuelto a tomar unas croquetas con tanta carne, pero noto el sabor en la boca si me concentro y cierro los ojos.
Son lugares, sensaciones, situaciones. Pero, sobre todo, un hogar es una persona. Esa persona ante la que no te disfrazas, esa persona que es como la sensación a sábanas recién puestas. Como el olor a césped recién cortado. Como el madrugar sin despertador con el sol entrando por la ventana. Como desperezarse en la cama y saber que tienes todo el día por delante por planear y descubrir. Como el olor a chocolate caliente. Como el olor a pelo recién lavado. Como el olor a bebé tras su baño. Como el olor a tu comida preferida.
Es esa persona que cuando te abraza te desmonta, deshace tus nudos, acaba con tus miedos, aniquila tus dolores, fulmina tus penas y ahoga tus preocupaciones. Ese es tu hogar.