Puede que nos pase a todos, que recordamos lo que nos ocurría de niños con las proporciones incorrectas: todo en nuestra mente se graba ampliado, de grandes dimensiones, como si nos hubiéramos tomado una galleta de las que hacían encoger a Alicia en su país surrealista y fuéramos personas muy pequeñas en espacios enormes. Como si fuera un sueño en lugar de un recuerdo – aunque quizás los recuerdos se graben en la mente de la misma manera que lo hacen los sueños, mezclando partes de realidad con pequeñas dosis de imaginación.
Cuando Brunetina se pone a recordar su colegio de St Cadoc’s, en Cardiff, se le antoja gigante. El edificio tiene pasillos anchos, amplios, con percheros muy altos donde colgar los minúsculos abrigos y las diminutas mochilas con el lunch del día. El patio del colegio, que rodea el edificio, existe en sus recuerdos como una explanada que no tiene fin, donde se entremezclan jardines y asfalto, donde se puede correr, saltar a la comba, jugar al escondite, hacer carreras de sacos.
Por cierto, ahora que lo piensa, solía haber un concurso por parejas de distintas disciplinas. Nada especialmente elaborado, algo propio para entretener a los niños y darle una oportunidad a los padres de ver a sus hijos en acción, de conocer a sus amigos, de vivir con ellos cómo ganan una medalla o diploma. Su mejor amiga, Rachel (la piojosa, tema que ahora no hace al caso, pero que más adelante entenderemos), fue su compañera en una de las carreras. Consistía en correr por parejas unidos por el tobillo con un lazo. Requería de una gran coordinación, ya que podías usar sin problema una pierna, pero la otra dependía de que tu amiga quisiera y pudiera avanzar a la vez que tú. Daba para reírse, porque en la mayoría de los casos se acababa pisoteada y haciendo la croqueta por el suelo. Inevitable, sin duda. Algo que iba acompañado de otra carrera de huevos, con una cuchara en la boca y un huevo n equilibrio sobre ella, que no podía caerse hasta que llegaran a la meta. Pero les dieron un diploma, a Brunetina y a su amiga Rachel, así que tan mal no lo harían.
Ya, que por qué era la piojosa. Pues ocurrió que un día, en casa, la madre de Brunetina descubrió que… su preciosa melena estaba habitada por unos minúsculos bichos que le hacían rascarse a todas horas. Y, curiosamente, la seño le explicó a su padre que Brunetina se había hecho la mejor amiga de una de las niñas de la clase que tenía fama por tener piojos. Brunetina anunciando ya desde una temprana edad su gran ojo para escoger amistades, algo que la perseguirá toda su vida.
Aunque había más niñas en la clase aparte de Rachel, y muchas que se interesaban por Brunetina – al fin y al cabo era la nueva, la guiri (irónico), la sensación en el cole. Y todas querían ser sus amigas, aunque Brunetina, la pobre, al principio no podía enterarse de gran cosa en ese idioma ajeno. Pronto descubrió que lo que ella inventaba en el coche camino de Gales poco tenía que ver con el inglés – primera lección vital que le enseño que no era tan lista como se creía. Pero sus compis se lo intentaban poner fácil y la incluían en todos los juegos. Como ese recreo en el que estaban plenamente convencidas de que si cogían un cristal del suelo podrían usarlo para hacerle a Brunetina agujeros en las orejas. Menos mal que eso nunca ocurrió, habríais sido muy interesante explicarle a sus padres qué teñía en la cabeza cuando decidió cortarse con un cristal recogido del suelo. Y no, Brunetina no tenía pendientes (eso es digno de un post en sí mismo, pero dejémoslo en que no le quisieron imponer eso de bebé, sino dejar que ella decidiera por su misma de adulta si le interesaba agujerearse las orejas para llevar ese complemento).
Si cierra los ojos y se concentra, Brunetina puede oler el comedor, el gravy que acompañaba al puré de patatas con guisantes. Quizás para una mente española eso sea´, como poco, desagradable. Pero su mente lo tiene como un recuerdo positivo y es un olor que entra en la categoría de los que le abren el apetito y le hacen sentirse como en casa. Y puede sentir también el frío saliendo al patio, la sensación de que se le congelaban los huesos con la humedad en las mañanas más frías, y lo que le fascinaba ver los charcos helados – se acercaba a ellos, los pisaba con cuidado, los observaba maravillada.
Y es que los recuerdos del cole no se olvidan, y hasta se magnifican. Se graban en la mente y se convierten en vivencias lejanas positivas, que siempre consiguen arrancarte una sonrisa en los días grises, cuando te tumbas a mirar por la ventana y ver la vida pasar.