Se tumba en el puf, deja escapar un suspiro, se estira y se pone a mirar la pantalla de su tele OLED apagada. Brunetina anda dándole vueltas a la cabeza, porque a veces aún existen personas que la sorprenden. No para bien, en este caso.
¿Nunca te has cruzado con el típico gracioso? Ya sabes: un payaso. El que siempre tiene la última palabra, el que vive pensando en la próxima gracia que hacer, el que ve cualquier situación de la vida como una oportunidad para hacer el ganso. Sí, a alguno conoces. ¿A que sí? Pero, claro, no estamos hablando de alguien simpático o con gracia o con el que te apetezca hablar para ver cuál es su última ocurrencia. No, ni mucho menos. Nos referimos al payaso con el que no te quieres cruzar, que esquivas por los pasillos o por el que te cambias de vagón en el metro con mucho sigilo rezando para que no te vea antes de que consigas huir de la «escena del crimen».
En este circo que es la vida, porque lo es, sin lugar a ninguna duda, nos encontramos con todo tipo de personajes. Y el que nos ocupa hoy, el payaso, cae especialmente mal. En general, a todos. Y con motivo, bueno, con muchos motivos. Se trata de una persona que, por alguna razón aún desconocida, se considera a sí misma llena de chispa – por lo que se ve obligada a repartirla por el mundo. Tan en alta estima se tiene, que no puede menos que compartir ese don caído del cielo con todos los que tengan la mala suerte de cruzarse en su camino.
El payaso puede aprovechar cualquier suceso de un día aleatorio de la semana para hacernos a todos partícipes de su gracejo. Para muestra, unos botones:
– Si le das los buenos días, te contestará «serán para ti». Esto te parece tan simpático que enmudeces, totalmente hechizada por su embrujo.
– Si le dices tu apellido, que no sea común, te hace algún juego de palabras. Alguno que has oído toda tu vida, pero que fingirás que te hace reír porque parece que ser imbécil está bien, pero no reírle las gracias al tonto es de mala educación.
– Si le pides la cuenta, y tienes prisa (muy importante tenerla), te dice una cifra alta, con muchos ceros. Y espera a que te rías, cosa que haces. Pero la risa se te convierte en mueca cuando entra en un bucle de decirte esa broma en bucle y no consigues saber el precio de lo consumido tras diez minutos infructuosos de bromas sin gracia.
– Si le pides algo de manera educada y seria, se cree que es su momento ideal para no sólo no hacerte caso sino contestarte de guasa. Probablemente sea por su incapacidad para mantener una conversación adulta y carente de estupideces, pero lo hace. Curiosamente, le pasa más con mujeres que con hombres.
– Si dices una palabra que podría tener rima, no sólo hace la rima de rigor, sino que encima se parte de risa y quiere involucrar a todos los que te rodean de la gracia. Porque el chiste de los 15 años no puede pasar desapercibido, y tiene que quedar patente que eres un ser inferior sin sentido del humor que no sabe reírse de memeces.
– Si le preguntas la hora, te dice que son «las carne y hueso». Esto no merece comentario. No soy capaz de elaborarlo más.
– Si se viene muy arriba, decide imitar el acento andaluz, muy a su manera. Usa cosas como: arsa, arriquitaun, ozú (nunca nadie dijo eso) o similar. Y se ríe mucho, porque es más que obvio que son unas gracias caídas del cielo a las que no se podría resistir ningún andaluz.
– Si te pilla a otra cosa, de repente entra en su racha de contar chistes. Y no te cuenta uno – muy malo – sino que, venido arriba por ese impulso del primer chiste de mierda no solicitado, empieza a enlazar esa basura con otras aún peores y te tiene veinte minutos con la sonrisa helada y queriendo hacerte partícipe del peor festival del humor jamás vivido.
– Si te oye pronunciando algo bien en inglés, empieza a dar palmas, a reírse y a darle codazos al de al lado diciendo cosas como: miraaaaaa, de qué vaaaaaas, qué eres guiriiii. Cualquier cosa que ridiculice al que lo está haciendo bien y pueda disfrazar su complejo de inferioridad más grande que la catedral de Sevilla.
Hay tantos payasos, tantos graciosos profesionales, que esta lista se podría hacer muy larga. Pero, sobre todo, lo curioso es que nunca aceptan la crítica – es algo que no va con ellos. El payaso pura cepa nunca dejará que nadie le diga que es imbécil, porque eso es una falta de respeto y una muestra clara de prepotencia – se ve que su actitud no se lo parece. Será por aquello de ver la paja en el ojo ajeno.
¿Sabes lo mejor? Que en este circo, aparte de los payasos, tenemos a los cotillas, a los lloricas, a los trepas, a los ombligos con patas, a los caraduras, a los envidiosos, a los bocazas, a los liantes. Pero también están los inteligentes, los tímidos, los reservados, los respetuosos, los cordiales, los educados, los bondadosos, los honrados, los cariñosos, los amables, los empáticos. Y, claro, los buenos son tan sumamente adorables que perder el tiempo con los payasos es una verdadera ofensa al universo.
Lo que piensa Brunetina es que lo mejor que se puede hacer, aparte de ignorarlos, es dejarles claro desde el principio que no les ríes las gracias… y que nunca se las vas a reír. Por aquello de que más vale una vez colorado que cientos amarillo. Ese payaso esconde un complejo de ser inferior, torpe e inadaptado, que necesita usar la broma agresiva como un arma para atacar a todos aquellos a los que considera superiores a su existencia triste y miserable. No lo culpemos, bastante tiene con ser como es. Déjalo estar y dedícale tiempo a los demás: son muchos y te necesitan. Deja esa carpa del circo y vete a otra que te interese más. La hay, no lo dudes.