Brunetina y el maestro

Se suele decir comúnmente: «maestro liendre, que de todo sabe y de nada entiende». Pero a Brunetina le gusta más la expresión inglesa, que reza: «jack of all trades, master of none». Viene a ser lo mismo, pero a ella le resulta más simpática la expresión inglesa. Y hace al caso ahora, en estos tiempos de redes sociales, móviles inteligentes y personas adictas a las nuevas tecnologías.

Todas las semanas salta alguna noticia que nos alarma a todos, por diversos motivos, y todas las veces nos comportamos como eruditos en la materia. Cuando se transmitió en televisión el documental de OT, las redes sociales se inundaron de personas indignadas porque nadie había estado viendo el programa de Évole. Bueno, lo de nadie es una exageración innecesaria – en realidad se echaban las manos a la cabeza porque la audiencia se había volcado con el programa de Operación Triunfo, algo que se consideraba indignante porque demuestra el analfabetismo de nuestros compatriotas.

La cosa es que era la ocasión ideal para que todos se lanzaran a las redes sociales, que, gracias a su anonimato, nos permiten a todos dictar cátedra e insultar sin ningún tipo de control. Nos escondemos detrás de la pantalla del móvil o del portátil y arrancamos a teclear con furia para demostrar al mundo lo poco que saben y lo sumamente superiores que somos. Porque todos llevamos dentro un maestro, un genio, un sabelotodo, y las redes sociales nos permiten regalarle al mundo esos conocimientos. Gracias a internet podemos ser pedantes, intolerantes, presuntuosos… y lo mismo hasta caemos en gracia y tenemos muchos seguidores. No quiere esto decir que la conectividad global sea la culpable de nuestros fallos, pero sí que la era en la que vivimos en la que se prima el amor propio y la autocomplacencia por encima de los valores clásicos, las personas nos sentimos poderosas y con derecho a todo.

Por lo tanto, lo que era simplemente escoger una cadena de televisión estando en el sofá se convirtió en un debate abierto sobre si tenías o no derecho a ver lo que te plazca en el salón de tu casa. Y todos se indignaban por la cobra de Bisbal a Chenoa, y todos creíamos saber lo que había pasado y como se sentían ambos. Pero, poco tiempo después, salió Trump como presidente de los Estados Unidos, y los defensores de Chenoa de repente eran expertos en política internacional. Las redes sociales se alarmaban, la gente estaba de luto, el universo se preguntaba qué había podido pasar. Parecía que, de la noche a la mañana, todos sabíamos de América más que los propios americanos y debíamos dejar constancia de ello en internet.

A fin de cuentas: da exactamente lo mismo. Es decir, no es que no tenga relevancia una elección de uno de los países más poderosos del mundo o cuáles son los programas más vistos en televisión. Pero el problema no es ese en realidad. Es que nos envalentonamos y nos dedicamos a opinar sin que nadie nos lo pida gracias a unas plataformas que nos hacen creer que somos líderes de masas. Y cuando alguien nos lleva la contraria, no es que debatamos con ellos, no, es que montamos en cólera y somos capaces de mandar a la guillotina a cualquiera – ya no importan las afinidades ni el respeto, sólo importa el quedar por encima.

Pero no podemos extrañarnos. Al fin y al cabo, somos los nietos de una guerra civil – una de la que todo el mundo opina sin tener la más mínima idea (como el maestro liendre o el master of none). Un episodio de nuestro pasado que decimos querer olvidar pero que utilizamos de manera recurrente para insultar, menospreciar y ganar votos de cara a unas elecciones (como Trump usa sus armas, eso es). Va en nuestra naturaleza el ser cabezotas, tercos, impulsivos. El no querer entrar en razón y, si la cosa se pone negra, cargarnos a nuestro vecino o cuñado o hermano. Porque es mucho más importante llevar razón que sentarse a razonar. No nos gusta dialogar, no queremos dar nuestro brazo a torcer, no nos apetece demostrar que las posturas enfrentadas no tienen por qué no entenderse. No pierdes tu esencia si dialogas, al contrario, te engrandeces.

Lo que ocurre es que es muy humano ser vanidoso y dejarse llevar por las trampas de las redes sociales. Y, en lo que se refiere a noticias candentes, esa pizarra que es internet es demasiado golosa como para que no caigamos en la tentación. Con lo cual, si combinamos nuestro ego, las redes sociales, el anonimato y el auge del yo… tenemos una mezcla perfecta para el desastre. Porque nuestro genio interior se anima y le dice a todos por qué no saben de música, de cine o de política. Ese genio empieza a dar lecciones de cómo comportarse desde su púlpito, sabiendo a ciencia cierta que está en posesión de la verdad absoluta.

A lo mejor deberíamos empezar a escucharnos entre nosotros, a respetar las opiniones ajenas, a no creernos que una opinión que tengamos nos hace expertos de nada. Y no debemos olvidar que la ignorancia es atrevida, por lo que es muy probable que, cuanto más hablemos, más posibilidades tengamos de meter la pata hasta el fondo. Por eso, yo ya dejo de hablar y os dejo darle vueltas al tema. Ha sido un placer.

Brunetina y la coleta

Es curioso cómo te crees que las cosas cambian con los años, mejoran o maduran, y te equivocas. En eso anda pensando Brunetina, porque aquellas cosas del pasado típicas del patio del colegio… siguen siendo exactamente igual muchos años después. Y es, como poco, sorprendente. Ponte cómodo, estira las piernas, apóyate en ese cojín que esta historia te va a gustar. Hazme caso.

¿Te acuerdas de que en el cole siempre había un niño que te tiraba de la coleta? Sí, ese que te ponía enferma. Y que, cuando hacía eso, te hacía daño. Vamos, te incordiaba adrede con la única intención de darte el día. Te ofuscabas y encima tenías que oír: «los que se pelean se desean». Y pensabas: no veo la hora de que nos hagamos mayores y esto deje de pasar. Pues lo siento, amiga, porque eso no va a ocurrir. Repite conmigo: ¡error!

Ya no te van a tirar de la coleta, pero el equivalente es igual de frustrante (o más) y te sigue gustando igual de poco (o menos aún, si cabe). Resulta que de los creadores de «te tiro de la coleta porque quiero llamar tu atención y me gustas» llega «me río de ti porque me gustas y no tengo ni idea de cómo tratarte». En sus cines próximamente, en todos los idiomas y apto para todas las edades. Porque esto es algo que nos afecta a todos, amigos, y no podemos dejar de verlo.

Ese niño del colegio se fijaba en una niña y no tenía ni idea de lo que hacer: pobrecito, tan pequeño, la ve guapa y no sabe cómo comportarse. Como ellos se dedicaban a juegos un tanto más toscos que los de las niñas, carecían de la experiencia mostrando o verbalizando sentimientos, por lo que se dedicaban a llamar la atención de la niña en cuestión con gestos, a falta de palabras. Y esos gestos, por desgracia, solían ser: un empujón, una patada en la espinilla, un codazo, un rodillazo, un tirón de la mochila (que casi te hace caerte de culo) o el clásico tirón de la coleta. Y es que: ¿qué esperabas? Tu coleta con el pelo largo ondeando al viento era una auténtica provocación para todos, te lo estabas buscando. Pero, bueno, con perspectiva te ríes y lo recuerdas como algo simpático de niños. Pobres, perdónalos, que no saben lo que hacen.

Y ese niño va luego al instituto, a la universidad, consigue un trabajo. Ese no es un niño: es un hombre. Bueno, en teoría y sobre el papel, porque si fuera por su forma de actuar pensarías que estás ante un niño de colegio. Pero llamémoslo hombre y pongamos los puntos sobre las íes, no nos despistemos. Ese hombre se fija en una mujer aleatoria (a lo mejor eres tú la afortunada, amiga mía) y empieza a fantasear con ella. Hasta aquí, todo normal. Pero, en ese momento en el que crees que ahora dedicará su madurez a comunicarse con esa mujer, a conversar con ella, a comentarle cosas interesantes… vas y te equivocas. ¡Tu gozo en un pozo! No tiene ni idea de lo que hacer, lo que decir ni cómo comportarse. Le encantaría darte un codazo en las costillas según pasas, lo que ocurre es que eso se consideraría agresión.

Ese hombre totalmente perdido en el mundo de los adultos se pone a pensar… No, venga, no dramaticemos, no puede ser verdad que esto sea algo fruto de mucho razonamiento – preferimos pensar que es un acto reflejo fruto de su inexperiencia para relacionarse con el mundo que lo rodea. La cosa es que ese hombre decide que tiene que llamar la atención de esa mujer, y descarta cualquier medio lógico para ello. Así que, básicamente, se dedica a incordiar hasta que le hagan caso.

¿Cómo incordia? Pues tiene varias maneras, aunque no deja de sorprenderte. En vez de hablarte, habla cerca de ti con alguien para que notes su presencia pero que parezca que no sabe que existes. En vez de darte los buenos días o saludarte si os cruzáis, saluda a otra persona a tu paso. Cuando habláis, por casualidades de la vida (no porque él lo intente), te dice frases del tipo: ¿Cuándo has llegado? No te he visto – ¿Es esa tu amiga? A ver si me la presentas – Pídeme algo, que me estoy quedando sin bebida. Y cosas por el estilo. Si estás en grupo, hablará con el grupo (y no contigo). Si te haces algún cambio por el que todos te piropean, fingirá no haberse dado cuenta y se hará el indiferente. Si dices que te gusta el día, dirá que le gusta la noche. Si te gusta viajar, él defenderá que lo mejor es estar en casa. Lo importante es llevarte la contraria, que quede muy claro que no se fija en ti, que no respeta lo que dices y que tiene su propia opinión contraria a la tuya, por supuesto. Y es primordial el anti-piropo. Si te están diciendo que llevas unos zapatos preciosos, él hará alguna gracia ofensiva al respecto (lo que sea, pero que quede claro que se está riendo de ti para que te dé rabia).

Y ese hombre… No tiene ni pajolera idea de lo que está haciendo. Y se sorprenderá de que otros se harten de ligar y a él no le den ni la hora. Pero, amigo, eres muy mayor y estás haciendo el tonto. No se trata de hacer sufrir a una mujer para que se fije en ti, se trata de hacerla feliz para que te coja cariño. Reírte de su ropa no es una forma de hacer que no deje de pensar en ti, es un método infalible para que piense que eres un estúpido sin modales. No escribirle cuando te escriba no hará que enloquezca de amor y de deseo, sino que la hará pensar que eres un cretino pagado de sí mismo. No saludarla si te la cruzas no hará que corra a tus brazos, sino que la dejará pensando en lo impresentable que eres. No estás consiguiendo que se vuelva loca por ti, sólo está deseando no cruzarse más contigo en la vida por lo inútil que eres.

Y te añado una cosa: si esas tácticas te funcionan con alguna mujer, sal corriendo en cuanto puedas. Porque ningún adulto en su sano juicio disfruta cuando lo tratan mal, lo ningunean o lo ridiculizan. Si se enamora así, está como una cabra harta de papeles y puede que una mañana amanezcas muerto. Pero, vamos, con esa actitud lo más probable es que amanezcas solo (como siempre) y sin perspectivas de cambio.

¿La quieres enamorar? Trátala bien, cuídala, mímala, dale su espacio, interésate por sus gustos, intenta compartir aficiones, crea vínculos duraderos que os lleven a buen puerto. Y deja los comportamientos de patio de colegio para los niños, anda.

Brunetina y el circo

Se tumba en el puf, deja escapar un suspiro, se estira y se pone a mirar la pantalla de su tele OLED apagada. Brunetina anda dándole vueltas a la cabeza, porque a veces aún existen personas que la sorprenden. No para bien, en este caso.

¿Nunca te has cruzado con el típico gracioso? Ya sabes: un payaso. El que siempre tiene la última palabra, el que vive pensando en la próxima gracia que hacer, el que ve cualquier situación de la vida como una oportunidad para hacer el ganso. Sí, a alguno conoces. ¿A que sí? Pero, claro, no estamos hablando de alguien simpático o con gracia o con el que te apetezca hablar para ver cuál es su última ocurrencia. No, ni mucho menos. Nos referimos al payaso con el que no te quieres cruzar, que esquivas por los pasillos o por el que te cambias de vagón en el metro con mucho sigilo rezando para que no te vea antes de que consigas huir de la «escena del crimen».

En este circo que es la vida, porque lo es, sin lugar a ninguna duda, nos encontramos con todo tipo de personajes. Y el que nos ocupa hoy, el payaso, cae especialmente mal. En general, a todos. Y con motivo, bueno, con muchos motivos. Se trata de una persona que, por alguna razón aún desconocida, se considera a sí misma llena de chispa – por lo que se ve obligada a repartirla por el mundo. Tan en alta estima se tiene, que no puede menos que compartir ese don caído del cielo con todos los que tengan la mala suerte de cruzarse en su camino.

El payaso puede aprovechar cualquier suceso de un día aleatorio de la semana para hacernos a todos partícipes de su gracejo. Para muestra, unos botones:

– Si le das los buenos días, te contestará «serán para ti». Esto te parece tan simpático que enmudeces, totalmente hechizada por su embrujo.

– Si le dices tu apellido, que no sea común, te hace algún juego de palabras. Alguno que has oído toda tu vida, pero que fingirás que te hace reír porque parece que ser imbécil está bien, pero no reírle las gracias al tonto es de mala educación.

– Si le pides la cuenta, y tienes prisa (muy importante tenerla), te dice una cifra alta, con muchos ceros. Y espera a que te rías, cosa que haces. Pero la risa se te convierte en mueca cuando entra en un bucle de decirte esa broma en bucle y no consigues saber el precio de lo consumido tras diez minutos infructuosos de bromas sin gracia.

– Si le pides algo de manera educada y seria, se cree que es su momento ideal para no sólo no hacerte caso sino contestarte de guasa. Probablemente sea por su incapacidad para mantener una conversación adulta y carente de estupideces, pero lo hace. Curiosamente, le pasa más con mujeres que con hombres.

– Si dices una palabra que podría tener rima, no sólo hace la rima de rigor, sino que encima se parte de risa y quiere involucrar a todos los que te rodean de la gracia. Porque el chiste de los 15 años no puede pasar desapercibido, y tiene que quedar patente que eres un ser inferior sin sentido del humor que no sabe reírse de memeces.

– Si le preguntas la hora, te dice que son «las carne y hueso». Esto no merece comentario. No soy capaz de elaborarlo más.

– Si se viene muy arriba, decide imitar el acento andaluz, muy a su manera. Usa cosas como: arsa, arriquitaun, ozú (nunca nadie dijo eso) o similar. Y se ríe mucho, porque es más que obvio que son unas gracias caídas del cielo a las que no se podría resistir ningún andaluz.

– Si te pilla a otra cosa, de repente entra en su racha de contar chistes. Y no te cuenta uno – muy malo – sino que, venido arriba por ese impulso del primer chiste de mierda no solicitado, empieza a enlazar esa basura con otras aún peores y te tiene veinte minutos con la sonrisa helada y queriendo hacerte partícipe del peor festival del humor jamás vivido.

– Si te oye pronunciando algo bien en inglés, empieza a dar palmas, a reírse y a darle codazos al de al lado diciendo cosas como: miraaaaaa, de qué vaaaaaas, qué eres guiriiii. Cualquier cosa que ridiculice al que lo está haciendo bien y pueda disfrazar su complejo de inferioridad más grande que la catedral de Sevilla.

Hay tantos payasos, tantos graciosos profesionales, que esta lista se podría hacer muy larga. Pero, sobre todo, lo curioso es que nunca aceptan la crítica – es algo que no va con ellos. El payaso pura cepa nunca dejará que nadie le diga que es imbécil, porque eso es una falta de respeto y una muestra clara de prepotencia – se ve que su actitud no se lo parece. Será por aquello de ver la paja en el ojo ajeno.

¿Sabes lo mejor? Que en este circo, aparte de los payasos, tenemos a los cotillas, a los lloricas, a los trepas, a los ombligos con patas, a los caraduras, a los envidiosos, a los bocazas, a los liantes. Pero también están los inteligentes, los tímidos, los reservados, los respetuosos, los cordiales, los educados, los bondadosos, los honrados, los cariñosos, los amables, los empáticos. Y, claro, los buenos son tan sumamente adorables que perder el tiempo con los payasos es una verdadera ofensa al universo.

Lo que piensa Brunetina es que lo mejor que se puede hacer, aparte de ignorarlos, es dejarles claro desde el principio que no les ríes las gracias… y que nunca se las vas a reír. Por aquello de que más vale una vez colorado que cientos amarillo. Ese payaso esconde un complejo de ser inferior, torpe e inadaptado, que necesita usar la broma agresiva como un arma para atacar a todos aquellos a los que considera superiores a su existencia triste y miserable. No lo culpemos, bastante tiene con ser como es. Déjalo estar y dedícale tiempo a los demás: son muchos y te necesitan. Deja esa carpa del circo y vete a otra que te interese más. La hay, no lo dudes.

Brunetina y la stripper

Brunetina cierra la puerta con un pie mientras hace malabarismos para no caerse apoyada en el otro, cual gorrión. Corre -dentro de sus posibilidades- hacia la cocina cargada de cosas: las llaves cuelgan del dedo meñique, tiene en una mano la bolsa del súper, en la otra los zapatos que ha recogido del zapatero, al hombro va el bolso con neceser, taper y todo tipo de utensilios que le permitirían sobrevivir a un encierro en un búnker durante meses. De hecho, acaba de caer en por qué tiene esa contractura que lleva meses sin curarse -tampoco le sobra el tiempo para pedir cita en el fisio, y si lo hace… no puede ir a la pelu este mes. Bueno: compras sobre la encimera. Lo suelta todo sin pensar mientras va por el pasillo deshaciéndose de los estiletos. Quien diga que las mujeres están deseando llegar a casa para quitarse el sujetador es que no conoce los efectos de 11 centímetros durante 10 horas.

Vale, zapatos fuera. ¡Qué gusto andar descalza! Por cierto: ¿cuánto hace que no riego las plantas? Se asoma a verlas y… están sanas. Lo mismo me encargué esta mañana antes de salir, justo después de preparar la comida y el tentempié – claro que se me olvidaría porque a la vez intentaba cepillarme los dientes y recordar si ya tenía fruta en la ofi o debía llevarme más.

Es que no se puede estar más rota, claro que la stripper del bus no ayuda. Veamos: ¿es que las mujeres no entienden el uso de las barras en los autobuses y en los vagones del metro? Está más que claro que tienen afición por bailar en barra y es ver una y tener que abrazarse a ellas. No es culpa de ellas, es un acto reflejo que no pueden dominar. La mujer que se abraza a la barra, de hecho, puede hacerlo de varias maneras:

– Espalda pegada a la barra, sujetándose con el mismísimo culo. Con un poco de suerte, el culo tiene tal tamaño que la barra queda atrapada entre las nalgas. Si no, se utiliza una mano para agarrarse a la barra… mano que se coloca sobre la cabeza y hace que el público esté expectante por ver a esta stripper matutina bajar hasta el suelo.

– Abrazo lateral. Probablemente se trate de personas con déficit de cariño en su infancia que intenten compensarlo en estas barras de bus. Esta stripper se deja caer sobre la barra, no sin cierta cara de inmensa melancolía, y utiliza un brazo para agarrarse bien. O necesita cariño o está calentando para poder sujetarse y ponerse boca abajo. Lo de apoyar la cabeza en la barra es optativo, aunque es más que ideal porque así consigue impedir el que alguien use la barra ni para sujetarse con un meñique.

– De cara, porque yo lo valgo. Sí, señores: esta opción también es válida. La stripper del transporte público puede sentir la necesidad de ir hacia la barra y asirse a ella como si no hubiera un mañana. Va de cara, con los dos brazos abiertos, y la atrapa cual serpiente, pierna por encima incluida. Es, sin duda, más profesional que las anteriores. Por eso va de frente, sin miedo, sin pudor.

A Brunetina le entran ganas de sacar unos billetitos del bolso para poder ofrecer dinero caso de que empiece el espectáculo. El problema es que el bus o metro suele ir tan lleno que no dispone de la habilidad para que le crezca un brazo supletorio que le permita rebuscar en el bolso. Es lo que tiene estar compartiendo barra con otras 10 personas (todos hombres, sin complejo de strippers).

Lo curioso es que la stripper, famosa y conocida, no es la única que campa a sus anchas en el transporte público urbano. Porque pululan otros especímenes, uno de ellos es el de las «señoras de edad avanzada con exceso de energía pero demasiada prisa». A lo mejor tienen tanta prisa porque se han dado cuenta de que les queda poca vida por delante y quieren aprovecharla al máximo – todo es posible. Pero lo interesante es que siempre consiguen pasar primero. Siempre es siempre (igual que el «no es no» de Pedrito, aunque parece que él no ha tenido los arrestos de estas señoras). Si una de esas señoras tiene entre ceja y ceja el objetivo de montarse antes que tú: olvídate de ganar esa batalla. Tira el casco, quema tu uniforme, entrega las armas y ondea la bandera blanca. Ríndete mientras estés a tiempo. Estas señoras usan dos cosas básicas para ganarte: los codos y su mínima estatura. Piensa que unos codos bien puestos desde un metro y medio pueden hacer mucho daño… Te alcanzan donde más te duele. Y entran primero.

Estas señoras, tras pasar primero, consiguen su otro objetivo: sentarse. Da exactamente igual los achaques que tengan, lo mucho que presuman de su reuma o lo que tarden en cruzar la calle cuando estás conduciendo y tienes que dejarlas pasar. En esos momentos en los que tienen que conseguir posar el culo, van a correr más que Usain Bolt cuando la novia lo pilla de juerga en Río. Y se sientan.

¿Sabes el remate? Que cuando van en grupo… se suman las energías de todas y pueden hablar muy rápido, muy alto y dar muchas palmas. Por lo que te amenizan el viaje a voces – algo que a primera hora de la mañana no te resulta demasiado agradable. Te taladran tanto el tímpano que no puedes oír tu Spotify. Le subes tanto el volumen a la música que tu móvil te avisa de que puedes quedarte sordo: ¡NO ME IMPORTA! ¡AYÚDAME A DEJAR DE OIRLAS! Pero da igual lo que hagas: sigues oyéndolas. Siguiente parada y se montan dos hippies con 6 perros… Huelen a gloria bendita.

Mira, me voy a poner un vino porque de acordarme me están entrando ganas de irme a una isla desierta y dedicarme a la vida contemplativa. Pero una cosa está clara: como mañana vea a otra aspirante a stripper, le pregunto que cuándo empieza el espectáculo. No sin antes hacerle una foto.

Brunetina y SJP

Brunetina no puede negar que una de las primeras series a las que realmente se enganchó fue «Sexo en Nueva York». Tan es así, que devoraba los DVDs con fruición y veía capítulo tras capítulo como si no hubiera un mañana. Contaba los minutos que le quedaban para salir del curro y poder correr a casa a ver otro capítulo más, no queriendo que nadie la molestara en ese momento sagrado: una mantita, una Coca-Cola y la pantalla en gris con el logo de la HBO y el sonido de tele mal sintonizada que era el preludio a una melodía que se hizo tan famosa… que el día que se estrenó la peli en el cine, todas aplaudían como locas al oírla.

Y es que ahora hay tantas opciones que cuesta que una serie le robe el corazón a nadie. Lo que hicieron con «Sexo en Nueva York» fue totalmente innovador. Se trató de un fenómeno de masas que traspasaba fronteras. Era la primera vez que las mujeres se sentían identificadas en una serie de TV – algo irónico si se piensa que estaba pensada y escrita por hombres. De hecho, aquellos que critican este programa se basan en que la temática es irreal ya que son situaciones pensadas por hombres, que ellos nunca pueden ponerse en la piel de una mujer. Pero les tenemos que reconocer que consiguieron un formato de media hora que enganchaba no sólo a Brunetina, sino a mujeres desde la adolescencia hasta edades muy avanzadas. Mujeres de cualquier rincón del planeta.

¿Qué nos ofrecía la serie de Carrie Bradshaw? Tenía unos pilares básicos: la ciudad que nunca duerme, un grupo de amigas muy diferentes, moda a raudales y amor/desamor. Todo salpicado de comentarios de a protagonista sobre lo que ocurre en cada episodio y una moraleja final que nunca defrauda.

Nueva York: la ciudad que nunca duerme. Podías ver todos los edificios famosos de las películas con las que te habías criado, pero a la vez te empezabas a conocer de memoria infinidad de bares, cafeterías, restaurantes de Manhattan. Y, gracias a esas cuatro amigas tan dispares, conocías los cupcakes, las porciones de pizza de Joe’s, los Cosmopolitan. ¡Eras una neoyorkina más!

Las amigas: cuatro mujeres dispares que eran, sin duda, rasgos exagerados de la personalidad femenina. ¿Quién querías ser? Una Carrie, una Miranda, una Samantha, una Charlotte. Cada una de ellas con un trabajo apasionante y una forma diferente de afrontar la vida. Pero sumándolas a todas conseguías una mujer entera: la guapi-fea escritora, la adicta al trabajo anti-romanticismo, la seductora relaciones públicas y la virginal deseando tener marido e hijos. Se juntaban los sábados para tomar el brunch (cuando faltaban muchos años para que los modernos de Madrid supieran lo que era eso) y se ponían al día de sus amoríos. Cómo olvidar a Charlotte el día que dijo que sus almas gemelas eran sus amigas. O a Miranda cuando le dijo a Mr. Big que trajera a Carrie de vuelta de París.

Moda: conjuntos imposibles, peinados a la última moda, joyas… Podías estar al día de todas las tendencias en sólo media hora. Carrie era la transgresora, Miranda era la de corte andrógino, Samantha era la inevitablemente sensual y Charlotte, cómo no, la clásica en busca de su anillo de diamantes. Que no se nos olviden sus amigos gays, que también aderezaban esta pasarela neoyorkina. Pero, ante todo: TACONES. Sí, con mayúsculas. Los Manolos de Carrie Bradshaw. Una mujer capaz de correr manzanas sin bajarse de ellos. Unas mujeres que adoraban su calzado tanto que Brunetina siempre recuerda a Miranda (cuando se mudó a Brooklyn) diciendo: «podrás sacarme de Manhattan, pero no podrás sacarme de mis tacones». Carrie puso de moda esta marca e hizo que mujeres de todo el mundo soñaran con calzarse sus estiletos. Esa mujer que vivía en un minúsculo apartamento de Manhattan que no podía pagar porque se había gastado todo su sueldo en tacones. Esa mujer que iba siempre en taxi. Esa mujer que nos hizo creer que podías vivir en la ciudad que nunca duerme de escribir un artículo a la semana sobre citas – y encima estar en todos los eventos de moda, desfilar y ser portada de Vogue.

Amor y desamor, reducido a dos tipos de hombre: Aidan y Mr. Big. Todo se podía dividir entre el hombre casero y el de negocios. El que estaba dispuesto a quererte, y el que era totalmente inaccesible. El que estaba ahí y el que… siempre desaparecía. El que te daba abrazos y el que te daba disgustos. Aidan era hogareño, sencillo, hábil (esa silla fue un gran regalo), le gustaba el campo, no disfrutaba de la ciudad, apenas salía de noche, tenía un perro grande y cariñoso – como él. Mr. Big era un hombre con un pasado, que ya conocía el matrimonio, que no se enamoraba fácilmente, emocionalmente inaccesible, opuesto al compromiso, rico, elegante, con buenos contactos, gran hedonista, conocedor de bares y restaurantes, dandi conquistador de las mujeres más bellas de la ciudad. Aidan le regaló un anillo… pero no era el que nuestra Carrie quería, porque no estaban destinados a estar juntos. Mr. Big dio muchas vueltas, pero era el que mejor la conocía y el único realmente compatible con ella, sus deseos, sus manías y sus sueños. Bien sabe Brunetina que esos dos modelos de hombre eran los dos únicos relevantes de la serie: los que luego se replican en la vida de muchas otras y hacen que se pregunten si escogerían al uno o al otro. ¿Eres de Aidan o de Mr. Big?

Puede que la escribieran hombres, puede que haya quienes no soporten esta serie… pero no cabe duda de que las situaciones que presentan son, como poco, divertidas. Y, sobre todo, presentaban distintas formas de vida y consideraban la soltería femenina una opción no sólo probable sino deseable. Por todo esto, Brunetina de vez en cuando se pone un capítulo de su serie preferida y se pasa media hora pegada a la pantalla disfrutando de una dosis de irrealidad adornada de Cosmpolitans, tacones de lujo y vidas sociales intensas. Soñar es gratis; ¿acaso no tienes tú una distracción que te ayude a evadirte de la realidad?

Bravo, Sarah Jessica Parker, por tantas historias divertidas sobre 12 centímetros en una ciudad llena de aventuras. Por tu arrojo, tu valor, tu independencia y tu coraje.

*Maybe some women aren’t meant to be tamed. Maybe they just need to run free until they find someone just as wild to run with them*

Brunetina y Mendruguito

Mendruguito es rosa, pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo llamo dulcemente: ¿Mendruguito?, y me mira desde su cesta blanca con ojos alegres, que parece que se ríe, en no sé qué idioma de los peluches.

Mendruguito cabe en las dos manos. Si se las pones bajo la espalda, esa espaldita que tiene, puedes acunarlo como a un cachorrito. Bueno, como a un osezno. Oseznos se llaman, ¿no es así? Claro que los oseznos tienen el pelo canela o marrón o gris… Bueno, tienen tonalidades entre las que elegir, aunque ninguna incluye el rosa de Mendruguito, no nos engañemos. Su pelaje es único en su especie. Así como su barriguita. Es redonda, abultada, achuchable, y de un blanco que contrasta con el resto de su cuerpo. La tiene adornada, no es un blanco apagado, aburrido, abandonado en el centro de su cuerpo; qué va. Tiene dos corazones. Dos bonitos corazones entrelazados en dos tonos de rosa que le recuerdan que es un peluche cuyo cometido es repartir cariño por el mundo – tarea nada fácil en los tiempos que corren.

Mendruguito está lleno de corazones, ahora que lo pienso. Los tiene en la barriga (dos, nada menos), pero no es el único sitio. Tiene otro en la nariz. ¿No os he hablado de su cara tan simpática? No sé cómo he podido pasarme eso por alto… Pues, sí: tiene una cara que hace que caiga bien a todos, les gusten o no los peluches; les importen poco, mucho o nada los osos de colores. Dos ojos saltones, vidriosos, muy abiertos. Los tiene de color negro, es cierto, aunque los párpados no podían ser nada más que de color rosa. ¡Cómo no! Pero es que esos ojillos traviesos, que miran de medio lado, con unas cejas muy altas en rosa fucsia son para comérselos. ¿Sabéis que tiene una sonrisa rosa? Sí, sin dientes, pero una sonrisa. Con sus tres pecas –rosas, eso es- a cada lado, en cada moflete. Pero, a lo que íbamos: tiene un corazoncito por nariz. La mar de bonito, no nos engañemos. Y es adorable verlo con esa cara tan divertida, esas cejas arqueadas, esas pecas… ¡y esa naricilla! Para darle el beso de esquimal que nos dábamos de chicas las amigas, creyendo que éramos muy originales y disfrutando de esa muestra de cariño tan tierna con nuestras más íntimas. Lo mejor es que la cabeza está coronada por un flequillo de tres pelos. Eso, como la barba que tiene tres pelos – tres pelos tiene mi barba. Pues eso tiene el señorito en la cabeza: una corona de tres pelos de color rosa. No se puede hacer grandes recogidos con lo que lleva, pero al menos no tiene que dedicarle mucho tiempo a su melena cuando sale de la ducha. Hay que ver el lado positivo de las cosas.

Mendruguito tiene cuatro patitas. Bueno, tal y como se las han distribuido, parece que tenga dos brazos y dos piernas. Pero, seamos realistas, son cuatro patas. Perdón: patitas. Que nuestro amigo no es de grandes dimensiones. Las dos patitas superiores (o bracitos, por qué no) son muy flexibles. Cualquiera diría que las tiene así porque quiere ir de mano en mano repartiendo abrazos. Lo que pasa es que con esa barriga rechoncha y esos brazos cortitos no se puede permitir abrazar a mucha gente. Pero, no pasa nada, él tiene la sana intención de consolar a quien lo necesite. Y es digno de alabanza, ¿no? Pues, ojo, que lo que no os podéis perder son sus dos patitas inferiores. Son robustas, fuertes, pero flexibles. Lo mismo le permiten andar (no sin cierta ayuda) que sentarse a ver la tele un rato (¿qué pasa? ¿No le puede gustar ver la tele a Mendruguito?). Pero, ante todo, las plantas de los “pies” las tiene adornadas por… corazones. Os lo cuento tal cual es. No me invento nada. Aquí, el muchachito, tiene los pies bordados con sendos corazones. La silueta es de un rosa fucsia, como el de las cejas, y el interior es de una tela de un rosa un poco más oscuro que el resto del cuerpo. Claro, es que necesita unos pies resistentes para ir por las casas repartiendo amor, no se nos olvide su cometido que comentábamos antes.

Mendruguito es una bolita rosa totalmente espachurrable que le alegra el día a cualquiera. Te acompaña viendo series en el portátil o un programa cutre de la tele en el sofá de casa. De hecho, lo hace todo en silencio, con su eterna sonrisa de peluche y sus patitas superiores dispuestas a abrazarte. Pero no te atosiga, no te exige cariño ni te reclama atenciones. Solo está – que no es poco. Y se deja querer cuando lo necesitas, porque él intuye que te hace falta, pero siempre finge no saberlo y te deja que te creas tu mentira de adulto independiente que sabe valerse por sí mismo. Pero Mendruguito es mucho más listo que tú y por eso espera que vayas a buscarlo, sin decirte nada al respecto cuando te desmoronas o necesitas abrazarlo para poder dormir toda una noche sin sobresalto alguno. Tampoco se queja si amanece en el suelo o se ha visto obligado a dar volteretas de madrugada. ¿Sabéis por qué? Porque es un oso amoroso que tiene un corazoncito al lado de la cola, justo donde la espalda pierde su digno nombre. Uno que reza “Care Bears”- aunque de lo usado que está el pobre, apenas puede leerse ya su apellido familiar. Pero a él no le pesa, porque te tiene tanto cariño que sabe que el nombre que le des es lo de menos. Dale un abrazo, con eso le vale.

Ese es Mendruguito.

Brunetina y el cine

Lleva Brunetina unos días pensando si quedar con su amiga para ir al cine, pero mira la cartelera y no sale de su asombro. De un tiempo a esta parte parece que ya no haya películas nuevas. Da la impresión de que todo son remakes o películas al estilo de temporadas pasadas. Como si todo estuviera inventado ya y sólo tuviera cabida el reciclar lo vivido en otras décadas.

Con lo cual, si lo piensas, no vas al cine a ver “la nueva de…” sino alguna versión actual de todas las pelis de acción del pasado. Y, si no se cumple esa premisa, se trata de una película ambientada en otra época. Lo que nos gusta ahora llamar “cine nostálgico”. ¿Es que ya está todo inventado o es que vivimos en una sociedad de nostálgicos? Existe la posibilidad de que el público objetivo haya cambiado, por lo que todo aquello que se produzca para entretener deba satisfacer unas necesidades diferentes, moldeadas por las circunstancias presentes. Si la juventud cada vez comprende un margen mayor de edad, si los 40 son los nuevos 30, que son los nuevos 20. Si la edad para tener hijos se posterga, si los óvulos se congelan (pensando en embarazos en la cuarentena bien avanzada, algo inimaginable hace un par de décadas). Si las personas compran una casa cada vez con más años. Si compartir piso ha pasado de ser algo propio de estudiantes a una circunstancia normal en treintañeros (largos). Si todo eso es nuestro día a día, es más que probable que los productores, directores, maestros del entretenimiento en general se encuentren ante un público maduro pero de costumbres marcadamente juveniles. Quizás, y sin que nadie se sienta ofendido (no es la intención), se trate de personas con ciertas características infantiles, con una necesidad imperiosa de recordar tiempos mejores. ¿Cuáles? Su infancia. Y, ¿cuándo tuvo lugar? En los años ochenta. Y, ¿qué se veía en esa década? Se consumían películas como Rocky, E.T., Tiburón, Los Goonies. Y se salpicaba de éxitos de tiempos pasados, como es el caso de Ben-Hur.

¿Hay mejor ejemplo de este boom que la serie Stranger Things? Personas de cuarenta años viendo una serie infantil de chavales en bici en busca de bichos de otra dimensión. Vamos, Los Goonies, E.T., Carrie y cualquier novela de Stephen King. Mete todo eso en una coctelera y sale la serie, sin lugar a dudas. Pero, ¿quién va a culpar a los que producen estos éxitos? Si las personas con capacidad adquisitiva para poder ir al cine o suscribirse a portales de pago que ofertan series tienen esa edad y viven como eternos adolescentes, ¿no les vas a ofrecer lo que piden a gritos? Porque los que les siguen en edad se han criado con nuevas tecnologías y es mucho más probable que estén interesados en ver algo en el portátil de casa o en la última aplicación para el móvil que en ir al cine. No se criaron haciendo cola para ver la nueva de Los Cazafantasmas. No tenían la ilusión de contar los días hasta que se estrenara en el cine de su ciudad. Porque muchos tuvimos que esperar meses para ver la película de turno, y bien sabemos que no hay nada que avive el deseo como el retrasarlo. Saber que llega, pero no tener una fecha concreta. Saber que otros pueden ver la peli mientras tú vas ahorrando para el día en el que la estrenen. Además, cuando sus padres les den dinero (que les dan mucho más que antes, eso no cabe duda), no lo van a invertir en una entrada de cine y en una bolsa de palomitas (que, por cierto, cualquier día va a ser más barato comprarse un Ferrari que algo para picar en el cine de turno). Lo gastarán en cualquier otra cosa que les interese mucho más. Tienen internet, ya no es tan emocionante el estreno de cine. Los Youtubers son mucho más divertidos. Y ofrecen inmediatez, likes, temas de conversación en el recreo. Y encima se pueden mandar comentarios o vídeos por chat. O publicarlos en las redes sociales. Son todo ventajas.

Aunque si el ir al cine queda aparcado… mejor no mencionemos a los pobres libros. Que sí, que parece que resurgieron cuando se pudo leer en dispositivos electrónicos de todo tipo. Y que hay mucha gente que lee mucho, sin duda. Pero ahora, si no ves series… no eres nadie. No eres cool, no estás in (ya no se dice “en la onda”, avisados quedáis). ¿Qué has hecho el fin de semana? ¿Te quedaste el sábado en casa leyendo un libro? ¿Sólo? ¿Sin mirar el móvil? ¿Sin hacerle fotos? ¿Sin contarlo por chat? ¿Sin decirlo en Twitter? Eres un loser, amigo. Sí, lo que oyes. Lo de leer ya no despierta el asombro o aprobación ajena, más bien eres un apestado del que la gente tiende a alejarse poco a poco y mirando con pena… Pobre, seguro que de chico le pegaban en el cole. No es culpa suya, es que el mundo lo ha hecho así.

Y en realidad, a Brunetina no le extraña todo esto. No le parece tan raro. ¿Realmente tenemos tiempo para tantas distracciones que se nos ofrecen? Es materialmente imposible poder estar a tantas cosas a la vez. Con lo cual, debes escoger una y ceñirte a ella. La que sea – aunque, con el vago que todos tenemos dentro, suele ganar la más cómoda y accesible. Si te pones a juguetear con el móvil, ya tienes el día hecho: chats, apps de ligue, redes sociales, YouTube, juegos varios, selfies, filtros de fotos. Si tiras de portátil, lo mismo más series y películas. Y, si eres el niño que nunca crece, escoge la peli que se te antoje esa semana y ve a verla con tus amigos – para luego ir a cenar a algún lugar de moda, preferiblemente algo que fusione lo que sea con lo asiático (puede que sepa a culo de mono, pero es de un moderno que te rilas).

Hay que ver lo que me enrollo. Creo que voy a pillar entradas para la de Woody Allen. Puestos a ver lo de siempre, vamos a hacerlo con ganas. Nada como una panda de neuróticos para sentirse menos loca una misma.

Brunetina y las modas (I)

¿Os habéis dado cuenta de la angustia que tiene la gente con Pokémon Go? Que si es un comecocos, que si la juventud ha perdido el norte, que si a ver cómo es posible que esas personas sean los que nos vayan a pagar la jubilación.

Ok, parece que es el fin del mundo. Parece que nadie recuerde nuestras distracciones (altamente intelectuales) del pasado. ¿Nadie se acuerda de a qué dedicábamos las horas de clase en el instituto? Nos dio por coger el boli Bic (casi siempre sin capucha y mordido, a medio gastar) y dedicarnos a intentar hacerlo girar en una sola vuelta perfecta sin que se nos cayera de los dos dedos con los que sujetábamos. ¡Tachán! Magia, sorpresa. A eso dedicábamos horas, no nos engañemos. Coge el boli, sujétalo con fuerza, apoya bien, decide los dedos que vas a utilizar para impulsarlo y… ¡a por ello! Una, dos, tres, cuatro… cien mil veces. Ay, que se me cae. Vaya, es que no me da la vuelta completa. Oye, ¿me ayudas? Que no me sale bien.

Un boli Bic mordido dando vueltas en la mano con la que escribieras. Esa actividad altamente intelectualoide era nuestra pasión. La nuestra, la de todos los que nos echamos la mano a la cabeza porque las personas que nos rodean saquen su teléfono y cacen unos animalitos de colores andando por la calle lanzándoles una bola. ¡Se acaba el mundo! ¡La gente ya no le da vueltas al boli Bic! ¿Qué va a ser de nosotros?

Qué agoreros somos, y qué poco originales. Llevan las generaciones quejándose de las nuevas ideas/distracciones/avances/ocurrencias toda la vida, desde que el mundo es mundo. Me imagino al primero que vio un mechero y pensó: la humanidad está perdida, lo bueno era frotar dos palitos y soplar, para que siete horas después saliera algo de calor (o una llama, aunque lo dudamos). Y cuando inventaron la fregona, esa señorona de armas tomar diciendo que a ver cómo iban a quedar los suelos, que lo suyo es ponerse de rodillas y frotar con un cepillo. Que al que algo quiere, algo le cuesta.

¿Sigo? Por mí, encantada. No será por falta de ejemplos. Nuestros antepasados se dedicaban a ir al circo y ver cómo unos bellos animales se zampaban a los pobres mártires del momento (cristianos en su mayoría, aunque a falta de un buen cristiano… el primer despistado que pasara se caía al foso). Luego están los que se zampaban banquetes en los que había tanta comida que necesitaban vomitar para poder seguir la fiesta. No, no se les ocurría que a lo mejor no era sano. Lo seguían haciendo y encima se les aplaude por ello. Con el paso del tiempo se nos fueron ocurriendo distracciones varias, aunque (para nuestra desgracia) las que más gustaban eran las que tuvieran mucha sangre/tortura/sufrimiento. Cuando nos creíamos más avanzados, dejamos de lado la tortura… aunque seguimos entreteniéndonos haciéndoles barbaridades a los animales. Como no se queja, siempre es más fácil tirar a la cabra de lo alto del campanario que echar a un pobre a los leones. ¿Os fascinan los petardos? ¿Sí? Pues enhorabuena, hay una fiesta dedicada a quemar unas figuras (muy bien diseñadas, dicho sea de paso) que anima a los participantes a celebrar con cohetes ese santo durante esa semana. Una actividad peligrosa, que a los humanos les crispa los nervios y a los animales los llena de pavor y provoca que hagan verdaderas locuras presas del pánico. No hablemos de correr por adoquines borrachos perseguidos por toros bravos, porque no quisiera herir sensibilidades (en exceso). Eso, señores, es lo que nos entretiene y aplaudimos. En nuestro día a día, sin temblarnos el pulso. Así somos y así seremos.

Y yo planteo lo siguiente: ¿a qué tenemos tanto miedo? ¿Por qué nos creemos que estar cuatro horas pegado al sofá viendo series de Netflix o vídeos de gatitos en YouTube es mejor que jugar a cazar bichos con el móvil? Al menos ellos se están moviendo, y eso nadie puede negar que sea positivo. Andar es bueno para la salud. Sí, andar sin mirar puede llevar a que te atropellen y te mueras (pero eso es otro asunto, quizás tenga que ver con la selección natural – y no hace falta meterse en camisas de once varas).

Es un fenómeno, una moda – claro que sí, como otra cualquiera. La que corresponde ahora porque vivimos pegados a los móviles y aquel que inventara un juego que aunara internet, teléfono y paseos tenía el éxito asegurado. Y esas personas que juegan no molestan, o no a mí, al menos. Porque están con su teléfono, consumiendo sus datos, paseando por donde les place y parándose a hacer fotos cuando les apetece. No gritan, no insultan, no atacan a nadie, no atracan, no roban, no estafan, no destrozan el mobiliario urbano. En definitiva: están empleando su tiempo en lo que les viene en gana sin meterse en vidas ajenas, no creo que merezcan ser linchados.

Intentemos, por una vez, ver la cara buena de la situación: gracias a ese juego muchas personas se han levantado del sofá. Gracias a ese juego muchas personas han socializado con otras en un parque. Gracias a ese juego cientos de personas quedan para hacer algo en común en una plaza. Ese juego no nos ha hecho más solitarios sino al contrario. Es la primera vez que un avance tecnológico nos anima a juntarnos, a comunicarnos, a hablarnos para compartir trucos, a intentar vivir en sociedad gregaria y no como islas. Por lo tanto, yo aplaudo al invento y le doy la bienvenida a la sana intención de hacernos ser menos asociales. Eso sí, por favor, que empiecen a mirar por dónde andan y que no dejen los coches en mitad de la carretera para ir a cazar algo. Porque eso, sí, es de anormales. Por favor: jueguen con cabeza.

Brunetina y el Tinder

Esto, quieras que no, es curioso. Me ha costado llegar hasta aquí, pero me he instalado la aplicación. Una de ellas, porque resulta que existen miles. Qué locura, ¿cómo es posible que en 5 años con pareja me haya quedado tan desfasada? Antes las cosas no funcionaban así, pero se ve que ya no estoy a la moda. Y siguiendo la sabiduría popular de «renovarse o morir», aquí me tienes.. con un perfil creado en una app para ligar. Yo, a mi edad y estas alturas de la vida. Sí, en esas me encuentro.

Cómo cambian los tiempos, las vueltas que da la vida. Aunque, si la historia es como un péndulo y solo vamos de un lado al otro, ¿volveremos a las costumbres pasadas? Podría ser, creo. Porque volvieron los cardados, los Hombres G, Raphael, el Dúo Dinámico, Pokémon, los calentadores y hasta los bodies. Vale que no ha vuelto el melón con jamón, pero quizás ese plato viejuno estaba condenado al ostracismo desde su creación.

Ya nadie pide salir. No ocurre, es así. ¿No recuerdas cuando el chico tenía que pedir salir a la chica? Ella se quedaba un poco cortada, ponía cara de total inocencia y al final decía que sí con un hilo de voz. En algunos casos hasta se ruborizaba. ¿Conoces a alguien que se ruborice a día de hoy? Piénsalo bien, es muy probable que se fusile al amanecer a quien ose a ser mínimamente tímido. No se estila, no se lleva, no está a la moda. Se considera una señal de debilidad. Lo que antaño era algo dulce y encantador, ahora es una clara muestra de inhabilidad social y de incapacidad para encajar con los estándares impuestos por los tiempos modernos. Porque en el mundo que nunca se calla, los tímidos están condenados al fracaso. En el mundo que premia el ego desmedido, los reservados son los apestados. En el mundo que aplaude al que insulta, grita, presume, habla sin saber, ridiculiza… el introvertido es un ser incomprendido que merece ser señalado y ofendido. ¿Influye que seamos adictos a los realities de televisión? Es muy probable, aunque no puede ser lo único que nos haya llevado a este punto, a este nivel de degradación y estupidez colectiva.

Pero, volviendo al tema en cuestión: ¿antes se ligaba diferente o es sólo la típica frase que uno dice cuando se hace mayor? Al fin y al cabo, el mismísimo Sócrates dijo que los jóvenes eran unos maleducados y no respetaban la autoridad. ¿Es posible que las apps sean menos dañinas de lo que uno piensa? ¿Es una simple evolución basada en las nuevas tecnologías? Antes las personas se conocían por amigos comunes o charlaban en eventos: museos, cines, bares, teatros. Ahora todo el mundo anda con la nariz pegada a la pantalla del smartphone chateando y dando likes en Facebook o Instagram – por no hablar de Snapchat y sus selfies con orejas de gato. Es más que lógico que eso derive en un cambio en la forma de socializar y, por ende, en la de cortejar o ligar. Cualquiera dice cortejar en los tiempos que corren, aunque la palabra es preciosa, no creo que debamos perderla. De hecho, me voy a proponer ponerla de nuevo de moda.

Bueno, que me despisto. Si ahora nos conocemos vía móvil, lo normal es que contactemos con las personas que nos interesan de la misma manera. Claro que puede parecer el mercado de la carne. Porque antes te presentaban a alguien de manera fortuita (o no tanto, pero daba esa impresión) y ahora tienes que instalarte una aplicación para ligar y llenarla de fotos en bikini, de copas, de fiesta, haciendo deporte. Un compendio de imágenes (retocadas, no se te olvide el filtro) por las que una persona que no te conoce absolutamente de nada y no tiene tiempo para hacerlo (está a la vez mirando eso, Face, Instagram, el chat y haciendo la compra, aparte de quedando para ir al gym luego con sus colegas) tiene que sentirse atraída hacia a ti y querer entablar una conversación. Y si tienes suerte y le gusta lo que ve, entonces empieza lo bueno. Y lo llamas «lo bueno» por decir algo. Porque te toca hablar con una persona a la que no conoces absolutamente de nada sobre algún tema lo suficientemente insustancial como para no ser una antigua pero lo suficientemente divertido como para resultarte atractiva. Y no olvides que estás sobre la cuerda floja. No serías la primera acosada en la web, con lo cual, recuerda estar pendiente a sus frases para no caer en la trampa de darle tu número de móvil a un desconocido y acabar con una foto (no pedida) de sus genitales en el móvil. Que puede que a estas alturas de la vida no te asuste, pero quizás no te resulte apetecible cuando estás en la cola de Starbucks a las 11am esperando para pedirte un Frapuccino que te quite el calor y la sed.

Una vez superadas todas esa barreras y concienciada de que vas a poder charlar con alguien interesante, caes en la trampa de pecar de modosita y le preguntas: «¿estudias o trabajas?». Error imperdonable de novata. Existe una probabilidad altísima de que haya un pantallazo de esa conversación en varios chats de grupo. El chico tiene la clase de no reírse abiertamente, sino de contestarte que eres un poco clásica en tus preguntas. Claro, ya has metido la pata. Si es que tenías que haberle dicho que si tiene abdominales, que si le gusta el deporte o si hace algo esa noche. Pero no lo has hecho y te has ganado una medalla a la más torpe de las aplicaciones de ligue.

Y lo peor no es eso, lo peor es que te da exactamente lo mismo. El no tener la foto sexy, el no haber hecho el posado con morritos, el no salir en una foto de grupo de fiesta en Ibiza, el no encajar en lo que se espera de ti. Porque a ti lo que te gusta es que te cortejen, y que te saluden, y que te digan que tienes una sonrisa muy bonita, y que te abran la puerta, y que te inviten a cenar, y que te pregunten por tus aficiones, y que no te manden fotos de torsos desnudos. Porque, tirando de clásicos y haciendo caso a Rhett Butler en «Lo que el viento se llevó», lo que le quieres contestar a tu amiga que te llama antigua por no ser adicta al Tinder es: «Francamente, querida, me importa un bledo». Para luego responderle a su pregunta de cuándo vas a ponerte al día: «Ya lo pensaré mañana… Mañana será otro día». Ay, Escarlata, ¡cuánto daño me has hecho!