Brunetina y la vuelta

A Brunetina no le resulta desagradable volver… al cole, a la rutina, al otoño, a los abrigos, a las noches de mantita en el sofá delante de la tele pensando que va a salir a Rita. Y le viene pasando de siempre. Porque la sola idea de ir a por libros nuevos y poder encuadernarlos siempre le produjo entre emoción, impaciencia y alegría. Quizás había un punto de miedo… a lo desconocido, a las nuevas asignaturas, a los exámenes, al posible fracaso. Pero todo eso se veía superado por la emoción de saber que va a poder abrir la montaña de libros nuevos, uno a uno, y aspirarlos con los ojos cerrados. Ese olor a libro nuevo, a tinta. Esa promesa de aventuras por descubrir. Ese mundo nuevo. Ese cúmulo de emociones, de incertidumbre, de alegría por poder volver a ver tus amigos, contarles tu verano, preguntarles por el suyo, enseñarles fotos o juguetes, probar sus bolis de colores, prestarles tus fluorescentes, ver la pulsera nueva que compraron en el puesto de la playa o contarles la última peli que te llevó a ver tu hermano mayor.

Hay cosas que, afortunadamente, no se pasan con el paso de los años. Y esa expectación por el momento de la vuelta es algo que a Brunetina se le ha quedado grabado. Y año tras año, sin falta, vive las mismas sensaciones. Y por eso le cuesta unirse a la multitud de caras largas, quejas, lamentos, malos humores de todos aquellos que solo saben echar pestes cuando agosto llega a su fin y toca volver a la cotidianeidad del trabajo, las obligaciones, a la rutina que aparcaron cuando el sol derretía las aceras y nublaba el entendimiento.

Pero el otoño es un momento ideal para retomar las riendas de tu vida, para plantearte nuevos retos, comprarte una agenda nueva (o dos, por qué no), estrenar bolis de colores en el curro, instalarte esa app de aprender idiomas, darle por fin al boxeo, planear escapadas de fin de semana a todos esos sitios en los que eres incapaz de estar cuando hace cuarenta grados a la sombra. Es el mejor momento para volver a ver a aquellos que llevan dos meses tostándose en la playa y que te cuenten sus anécdotas, siempre con una caña fresquita en la mano.

Te puedes reinventar, renovar, mejorar, espabilar. Puedes animarte a cambiar el vestuario, mostrar tu mejor yo y vivir este momento de transición como lo que realmente es: una nueva oportunidad para pisar con fuerza y enseñarle al mundo todo aquello de lo que eres capaz.

Otoño: te estamos esperando. Bienvenido.

Brunetina y los viajes

A Brunetina le gusta viajar. Bueno, puede que esto suena a típica frase que uno dice para quedar bien en según qué sitios: entrevistas de trabajos, citas a ciegas, reuniones informales, encuentros con culturetas de pro. Pero en su caso, parezca o no frase hecha, es una realidad. Y quizás, puede, a lo mejor… influya su infancia. Porque todos sus recuerdos alegres, divertidos, emotivos, tuvieron lugar viajando o en el coche o en el extranjero – o cruzando España de norte a sur en coche para poder llegar a su querida feria.

No hay nada como un viaje en coche para dejarla en un estado de trance que no lo consigue ni la más preciada de las meditaciones actuales que tan en boga están. Es montarse en el coche, abrocharse el cinturón, acomodarse en el asiento (como los gatos, que andan dando con las patitas al cojín para dejarlo a su gusto, solo que sin las uñas) y sentirse más cómoda que en el sofá de su propia casa. Se gira, mira hacia la ventana, y se acomoda para pasar un buen rato bebiendo el paisaje. Le da igual que sean cinco minutos o tres horas, porque el poder de abstracción es tan brutal que llega a un nivel de abandono de su cuerpo que le hace perder la conciencia del tiempo. Y cuando toca bajarse, la tienen que avisar de que ya han llegado, de que están en el destino, de que hay que abandonar el coche.

Quizás sea por eso, por esa habilidad, sea la que más aguanta en viajes largos sin pedir una parada para beber, o ir al baño, o estirar las piernas. Aunque puede que no se trate de habilidad sino de entrenamiento. Porque cruzarte un país en el asiento trasero del coche con cinco años puede que imprima carácter – es más que probable. Y acabó por aprender a distraerse en la misma espera, por no impacientarse pensando en lo que quedaba para llegar al destino final, por disfrutar del camino en sí, de los paisajes por la ventana, de las gotas de lluvia que caen en los cristales, de las vacas pastando a lo lejos, de las ovejas lanudas paseando, de los coches que adelantan con gente dentro que saluda, de las nubes que hacen todo tipo de formas: caras, animalitos, figuras, corazones, pájaros.

Siempre le gustaron los pájaros, y le siguen gustando. Verlos volar es algo hipnótico: son elegantes, majestuosos, valientes… libres. Pero verlos andar, cuando lo hacen, es extremadamente divertido. Esa garza dando zancadas por la marisma con el fondo anaranjado y rosa de un atardecer en la bahía.

A lo que iba: a Brunetina le gusta viajar. ¿Conocer un sitio nuevo? ¿Su comida? ¿Su cultura? ¿Su historia? ¿Sus gentes? ¿Su forma de entender la vida? Por supuesto, todo eso le fascina. Pero el viaje en sí mismo – en coche, barco, avión, tren, bus – es algo que la hace igualmente feliz. La impaciencia por lo desconocido, el no saber lo que te encuentras en el camino, el sentarse y mirar por la ventana en calma, sin obligaciones, sin prisas, sin preocupaciones. El placer del paisaje contemplado desde la mirada del turista. Sobran las palabras.

Brunetina y el sueño

Te pesan los párpados, te cuesta fijar la vista. Parpadeas, te frotas el ojo izquierdo, el derecho, te secas algunas lágrimas. Vale, de acuerdo, parece que ya puedo seguir leyendo. Ah, pues no puedo, no. Bueno, de acuerdo, cierro el libro este y me pongo una serie. Mira, esta serie es divertida, seguro que me espabilo. Títulos de crédito, saludos iniciales, un par de bromas. Ay, espera, que se me cierran los ojos. Vaya, parece que cada vez parpadeo más lento. No puede ser, no me estoy enterando de nada. ¿Qué acaba de pasar? Pues juraría que esa actriz es nueva, claro, como que parece que he parpadeado durante diez minutos… No me extraña que no me esté enterando de nada.

Apagas el portátil, lo cierras, te desperezas, te estiras, coges el móvil. Mira, me han escrito. Uf, me cuesta contestar algo ocurrente. Espera, una notificación… bah, ni soy capaz de entender esa foto. Mejor programo las alarmas y bloqueo el móvil.

No quiero dormirme, no quiero acostarme, no quiero darme por vencida. Pero es que ya ni siento los músculos del cuerpo, el cerebro hace tiempo que está soñando. Mejor apago la luz y me acurruco de lado. Un ratito, solo un ratito.

Y es que el sueño siempre fue la criptonita de Brunetina – no hay necesidad básica que pese más en su organismo.

Buenas noches.

BRUNETINA Y SU TÍA

Parece que fue ayer, por aquello de que el tiempo pasa volando (algo que de niña dices sin pensar, pero que de adulta sientes cual puñal que se te clava entre las costillas), pero el 25 de abril de 2016 Brunetina recibió la peor noticia que puede recordar en su no tan breve existencia: la muerte de su tía materna, su madrina, su segunda madre.

Son circunstancias cotidianas, al fin y al cabo, nadie está libre de venir al mundo tan solo como deberá abandonarlo – con suerte, en muchísimos años… con menos suerte, siendo joven aún. Pero resulta que eso que es tan cotidiano, tan natural, tan normal… parece que se te haga antipático cuando los astros se alinean y te toca a ti – no en primera persona, claro, pero pasando muy de cerca y notando el aliento de la señora de la guadaña en la oreja. Y, entre otras muchas cosas, sientes una rabia e impotencia que no se pueden expresar con palabras. Que sí, que lo intentas, y por eso existe este blog – como muestra, un botón, que dirían los clásicos. Pero esa noticia, que no te pilla por sorpresa, te deja un nudo en la garganta que te impide funcionar como una persona normal.

Ya no eres un ser humano, eres un robot. Porque esos miedos que te mantenían despierta por la noche, que te hacían correr con la nieve de cara, que te ponían a hacer listas de tareas por cumplir sin fin… esos miedos se han materializado. Y no hay nada ni nadie que pueda salvarte de la noticia que te acaban de dar: se ha ido. Sin mirar atrás, sin remedio, sin posibilidad de arrepentimiento. Tu tía, esa persona a la que conoces desde hace 35 años, acaba de abandonar la faz de la tierra.

Es curioso, porque no pasa como en las películas. No te pones a gritar, o a llorar, o a correr desconsolada por las calles de la ciudad. No. Simplemente cuelgas el teléfono y sigues andando, por el camino que ibas, en la misma dirección, con el piloto automático, sin tener la más mínima idea de dónde ibas y por qué. No ocurre nada, ¿sabes? Nada digno de mención, nada que pueda aparecer en tu serie preferida o en tu novela de cabecera. El mundo sigue exactamente igual – miras alrededor y nada ha cambiado. Nada. Los coches siguen circulando, la gente se cruza contigo (algunos se chocan, ofuscados, pero los pobres no saben el estado en el que te encuentras). La vida sigue, irónicamente. La suya, por desgracia, no. ¿Pero la de los demás? Exactamente igual que antes de que recibieras la llamada, esa llamada que no querías recibir pero que llevabas semanas temiendo que tendría lugar.

La sensación, tan desagradable, es de estupor. Ante la muerte no sabemos lo que hacer, lo que decir, lo que sentir. Y nos quedamos como entumecidos, catatónicos, sorprendidos, asombrados. De repente eres consciente de la fugacidad de la vida y de tu propia mortalidad y se te congela el mundo alrededor. Es como si te hubieran quitado un brazo, o una pierna, o un órgano, o una oreja. Es como que, de repente, sigues tu camino faltándote algo – aunque no sabes muy bien el qué. Es una sensación muy desagradable, rara, incómoda. Es un sentimiento que no entiendes, que no eres capaz de expresar con palabras, que no puedes comunicar a los que te rodean. Algo que no es como imaginabas y ante lo que no sabes reaccionar.

Así que sigues tu camino, de manera un tanto automática, cual sonámbula… y pretendes que las cosas sean como antes, como siempre, como han sido y como serán. Porque, por algún motivo que desconoces, no puedes llorar, ni desahogarte, ni sacar fuera lo que sea que se supone que llevas dentro. Y te vas, a casa, y sientes que te sobran las paredes, los muebles, los brazos, las piernas, los ojos, el corazón y el cerebro. Así que sales. Te vas a una terraza y te pides una cerveza, esperando que lo que te comentan sirva para distraerte de lo que realmente ha ocurrido. Porque la verdad es que no eres muy consciente de lo que ha pasado.

Y al día siguiente vas a trabajar, y no quieres hablar del tema. Te dan el pésame, te quieren comentar cosas… Pero, para qué mentir, lo último que te apetece es hablar de eso, de lo que ha pasado, de ella, de su ausencia, del viaje sin retorno. Y pocos días después estás en un tren camino de casa, recorriendo un trayecto que se te hace nuevo porque nunca te había pasado llegar y no verla. Y llegas, y no la ves, y te montas en otro bus, y te vas a la feria. Y pides comida, y bebida, y oyes, y hablas, y posas en fotos, y bailas. Pero, de repente, notas que ese agujero en el estómago que tienes desde el lunes se agranda. Empieza a ser demasiado grande, se ensancha, se amplía y parece que estés en un centrifugado de una lavadora. Y en el momento más tonto de la tarde… empiezas a llorar sin consuelo. Las lágrimas te caen por la cara y ya no eres capaz de seguir con el piloto automático. Sólo quieres llorar, sacar la rabia que llevas dentro, el dolor, la pena, la impotencia, el desgarro. Y te vas a casa.

Poco sabía Brunetina entonces que ese momento, justo ese, era en el que empezaría a curarse. Porque es imposible salir de un pozo sin haber tocado fondo, porque solo puedes empezar a vivir la vida sin alguien cuando realmente le digas adiós, la llores, la dejes ir. Porque la vida sin ella es otra, pero no indigna de vivir. Porque su recuerdo merece que, al menos, intentes hacer las cosas con la misma pasión que siempre las has hecho.

Porque tu tía no está, pero su recuerdo no te abandona. Y por él, por ella, has sido capaz de crear este blog. Porque ha pasado un año y has conseguido escribir esto sin derramar una sola lágrima.

La vida sigue, irremediablemente.

BRUNETINA Y LOS RECUERDOS

Me acuerdo del día en el que me monté en el coche para irme a Gales.

Me acuerdo del viaje de ida hablando un idioma ficticio.

Me acuerdo de mi primer viaje en Ferry, y de los delfines en alta mar.

Me acuerdo de los viajes eternos a Almería.

Me acuerdo de los pelos de Tara cuando abríamos las ventanas en el coche.

Me acuerdo del azulejo que nos decía que habíamos llegado a Almería y de cantar (siempre, sin excepción) «un inmenso coral es tu hermosa bahía».

Me acuerdo de olor a Nenuco en el coche y del peine que salía del bolso de mi madre para ponernos guapos llegando a la calle San Juan Bosco.

Me acuerdo de mi abuela llorando en la ventana – a moco tendido.

Me acuerdo de Tara a dos patas mirando la vida pasar en Almería.

Me acuerdo del pobre Trueno, que se ponía de color gris nada más llegar.

Me acuerdo de un señor mayor con un trapo de cocina al hombro y preparando café en cafetera italiana (señor que, por cierto, me daba bastante miedo).

Me acuerdo de la caja de los cuentos que tenía mi abuela, y de cómo me llevaba a por ellos a escondidas… como si fuera a enseñarme un tesoro (lo era, de hecho).

Me acuerdo de cómo me llamaba La Ratita Presumida.

Me acuerdo de todas las muñecas, sobre todo una que tenía morena, de pelo largo, con las manos en alto sujetando un velo de gasa en tonos rojos.

Me acuerdo de mi hermano persiguiendo a mi abuela en silencio, esperando que le diera dinero para ir al cine.

Me acuerdo de cómo todas las pelis se estrenaban en Almería mucho antes que en El Puerto.

Me acuerdo de la mesa de pimpón y de los sudores de los que jugaban.

Me acuerdo del arroz con leche, y de la rabia que me daba que no me gustaran los dulces.

Me acuerdo del bacalao con tomate, de las patatitas redondas crujientes por fuera y cocidas por dentro.

Me acuerdo de Mario y Rosa, de Holly, de Picasso.

Me acuerdo de los perros del vecino, que se colaban en nuestro jardín para jugar con nosotros.

Me acuerdo de los parques, de lo verde, de lo bien que olía siempre.

Me acuerdo de ser la única que sabía escribir con letras unidas y de que me sacaran a la pizarra a demostrarlo.

Me acuerdo del temor a la vuelta, de querer seguir en Cardiff y volver a El Puerto sólo en vacaciones.

Me acuerdo de cruzarnos España para volver a la feria.

Me acuerdo de Elsa, de Paloma, de Zorayda… de estar todas juntas planeando tonterías.

Me acuerdo de los cumpleaños masivos, de la piñata, de no coger ni una cosa.

Me acuerdo de ser la nueva, la diferente, la guiri (y de no querer serlo).

Me acuerdo de irme al cuarto a jugar cuando ponían «V» porque me daba pesadillas si veía la serie.

Me acuerdo de llorar siempre que veía «Autopista hacia el cielo».

Me acuerdo de acostarme siempre pensando en levantarme mayor, porque sólo me rodeaba gente de más edad y quería ser como ellos.

Me acuerdo de la micro cámara de fotos con las que hice las peores fotos de la historia.

Me acuerdo de pillarme dos dedos con el capó del coche (por torpe) y de perder ambas uñas, y de molestar a todos retransmitiendo cada paso del proceso.

Me acuerdo de la piscina, de las clases de natación, de ver a los mayores jugando a las cartas, de Marco Polo, del trampolín, de las volteretas hacia ambos lados, de bucear y que te escocieran los ojos si se habían pasado con el cloro.

Me acuerdo de mi tía echándome demasiada crema para el sol y sentirme como un pescado, que si te intentan agarrar, te escapas de entre las manos de quien sea.

Me acuerdo de que me dijeran «di algo en inglés, anda».

Me acuerdo de Ben, que me parecía el más guapo del mundo.

Me acuerdo del fantasma de la casa y de que Blacky no quería subir a la otra planta porque ella también tenía miedo.

Me acuerdo de Blacky, de Manolito, de Currito.

Me acuerdo de unos ratones blancos en una jaula en la bañera del cuarto izquierda.

Me acuerdo de la alegría de tener al fin cuarto propio.

Me acuerdo del sonido de la campana del recreo y de los gritos de los niños más pequeños.

Me acuerdo de los pinos, cuando no eran asfalto y bancos.

Me acuerdo de la resina en las manos cuando intentaba, torpemente, subir a los árboles.

Me acuerdo de tener siempre heridas en las rodillas.

Me acuerdo de posar en todas las fotos y de preocuparme mucho por si salía guapa.

Me acuerdo de mi melena larguísima y brillante.

Me acuerdo de mis sandalias rosas, que yo creía que tenían tacón.

Me acuerdo del patinete.

Me acuerdo de tantas cosas…

 

BRUNETINA Y EL GRAVY

Parece que fue ayer, la verdad. Sobre todo porque, como suele ocurrir con muchos olores, ese sabor no se olvida con facilidad. De hecho, si Brunetina cierra los ojos, es capaz de recordar el olor, el sabor y hasta la textura del gravy.

Hace muchos años de esto, sí, pero el tiempo es relativo… Bueno, lo es nuestra percepción del mismo – una hora dura una hora, otra cosa es que haya minutos que se nos hagan horas (ese mirar cada instante el reloj del móvil y ver que sólo han pasado un par de minutos, ese querer detener el tiempo cuando se está en buena compañía y ver que se nos escapa como arena entre los dedos). Que nos desviamos, al tema que nos atañe: el gravy. Esa salsa de carne y verduras que tomaba de pequeña como si de oro líquido se tratara. Y quizás, probada de adulta, no le habría hecho ni pizca de gracia… Pero es lo que tiene la infancia – que todo lo magnifica y hace que la comida sea un recordatorio de un estado de ánimo, que un sabor agradable sepa a sonrisa, que una comida con tus amiguitas sea un momento único e irrepetible que te deje un sabor de algodón de azúcar en la boca.

Es la hora del lunch y hay que ir hacia el comedor escolar. Brunetina va con su amiga, Rachel (ya la conocéis), de la mano, con ese andar típico de las niñas – que más que andar es dar saltos de duendecillo. Contentas, sonrientes, de la mano, felices. Y, según se van acercando a ese comedor enorme lleno de mesas, con unas pequeñas escaleras para acceder y una ventana lateral por la que se llega a la comida, ya lo nota. Lo huele, lo percibe, lo siente… y se pone tan contenta que da palmaditas con las manos. ¡Hay gravy! Ya ves, qué cosa tan tonta. Y ese alimento tan British, tan del Reino Unido, tan ajeno a la cultura española… a ella la hace feliz. Casi seguro que es porque es algo que relaciona con ir a comer con sus amigas, pero la cuestión es que le encanta. No se puede decir que sea difícil contentarla.

Es de color marrón, o canela. La textura es un tanto líquida, aunque espesa. Y huele a… quizás algo similar a las pastillas de caldo de Avecrem (aunque puede que sea un olor más intenso). Se la ponían por encima al puré de patatas que acompañaba a los guisantes y la carne. Brunetina, la carne, como que no puede decir que sea su comida preferida. Salvo contadas excepciones, suele preferir el pescado. Pero, a lo que iba, que la salsa iba con el puré de patatas y aquello sabía tan bien que intentaba comerlo muy lento para que le durara. Arriesgaba, quizás, que la seño le preguntara si no le gustaba y le metiera prisa… Pero no importaba en absoluto: los placeres se disfrutan mejor con pausa, con calma, poco a poco, sin que le vengan a una metiendo prisa estropeando el momento. Y tomaba pequeñas porciones con el tenedor: pincha, rebaña, escurre y a la boca. Cierra un poco los ojos, sube la lengua al cielo de la boca, deja que el sabor inunde las papilas gustativas. ¡Aaaaaah, qué rico! Unos segundos antes de coger otro poco, vamos a disfrutar del sabor en la punta de la lengua un poco más. ¿Por qué nos lavamos los dientes tan rápido al acabar de comer? Es una pena, porque solemos dejar para el final el bocado perfecto, el que tiene un poco de todos los sabores del plato, el que hemos reservado como remate de una comida perfecta. Y lo único que se nos ocurre, tras eso, es salir corriendo a por una pasta de menta que nos borre esa memoria. Una pena que vayamos con tanta prisa en este mundo moderno, ni tiempo de saborear la comida tenemos.

A Brunetina es que la comida siempre le ha parecido algo muy serio – desde pequeña. Y cuando va por Inglaterra y le viene ese olor como dulzón, a guiso, a puré de patatas… Cierra los ojos, aspira y siente el gravy sobre la lengua. Está sentada en esa sillita minúscula del comedor escolar, tiene 5 años, su amiga Rachel está a su lado y Miss Head comprueba que no le falte de nada. Sólo con eso ya se siente como en casa. Es que, de hecho, está en casa. En su segunda casa. Porque Brunetina es galesa y andaluza – lo mejor de cada sitio.

Por eso quiere aprovechar para felicitaros San Valentín y recordaros que es un momento ideal para celebrar – amistad, amor, matrimonio, amor fraternal… lo que sea. Coge a esa persona y vete a cenar algo rico porque es algo serio la comida. Muy serio.

 

BRUNETINA Y EL VIAJE

Va en el coche, en el asiento trasero, a la izquierda, justo detrás del conductor. Brunetina se dedica a mirar por la ventana, a ver el paisaje, a hacer dibujos con el dedo índice en la ventanilla… Le encanta estar así, sin hacer nada. Ir en el coche en silencio mirando por la ventana le gusta mucho – algo que le seguirá gustando toda su vida, quizás porque se curtió de pequeña y ahora lo asocia a recuerdos positivos de su infancia.

Como decía: mira por la ventana y ve pasar el paisaje, los coches, la vegetación los animales. Mira el cielo y empieza a pensar a qué le recuerdan las nubes. Cree ver un perro, sí, un perrito. Tiene las orejas levantadas, como si hubiera divisado una presa (quizás un gato), la boca abierta y la lengua fuera. ¡Cuánto me gustan los perros!, piensa Brunetina. Suele pensar que nunca va a tener la suerte de que le regalen uno – aunque quizás está siendo demasiado melodramática… otro rasgo de su carácter que la acompañará toda la vida, sin duda. Qué sabe ella de la vida a sus tiernos 4 años, veamos. Poca cosa. Así que eso de creer que la mala suerte le impedirá tener nunca un perro al que hacer monerías es sólo su mente jugando a saberlo todo demasiado pronto. Claro que, a día de hoy, su mente también juega a saber mucho. Y, no nos engañemos, no sabe de la misa ni la mitad. La edad no te hace sabio, eres el mismo pero con más años. Tu esencia permanece igual para toda la vida. Brunetina seguirá soñando despierta e imaginando cosas que poco tienen que ver con la realidad.

Pero, no nos distraigamos. El coche, el asiento, la ventana trasera y las nubes. Oye la conversación de sus padres en la parte delantera. Su padre, conductor designado, anda al volante diligentemente. Su madre ocupa el asiento del copiloto con un mapa en la mano. Hablan sobre el camino que hay que coger, sobre si deberían parar a comer algo. Puede que los niños estén cansados, a mí no me vendría mal un café bien cargado, estirar las piernas no estaría de más, qué tal un bocata de jamón o de queso. Vamos a parar ahora, que cuando salgamos de España, a ver qué nos encontramos.

Se van de España, sí, están emigrando. Todo eso que ve por la ventana desaparecerá. Todo ese paisaje conocido pasará a ser un recuerdo. A Brunetina la espera lo desconocido: otro idioma, otro país, otra gente, otros coches, otra forma de conducir, otra vida. Con sus cortos años, apenas le ha dado tiempo de saber bien qué es esto de vivir… pero ya lo va vislumbrando. Y es plenamente consciente de que se avecina algo totalmente nuevo. Se ha despedido de sus amigas en su ciudad natal, de su seño, de sus vecinos, de su cole. Vaya, el cole, a ver qué tal va eso. Porque lo mismo el de allí no le gusta tanto. Vete tú a saber. ¿Y a su hermano? Mira a la derecha y ahí anda, sentado, mayor, digno. Bueno, claro, que a la edad de Brunetina cualquiera puede parecer mayor. Y se alegra de tenerlo ahí, piensa que todo va a salir bien. Si algo no fuera como debiera, ya se encargaría su hermano de defenderla. Esto es pan comido, esta aventura está controlada.

Va a volver a mirar por la ventana, pero parece que le están hablando, Sus padres, su hermano. ¿Qué? Que si sabes hablar inglés, que te va a hacer falta. Y Brunetina contesta que sí, y todos se parten de risa. Ella piensa que no entiende por qué se ríen… claro que sabe el idioma. Y empieza a balbucear para sí misma palabras inventadas que se preparó con su amiga, pensando con total convencimiento que eso era la lengua que iba a necesitar allí. No entiende que eso despierte las risas de su familia. De hecho, muchas veces dice algo y los ve reírse… y piensa que es que no la están entendiendo, porque lo que ella cuenta es algo muy serio.

Claro que sabe inglés, faltaría más. Esto va a ser muy fácil – irá al cole y usará esas palabras para hacer nuevas amigas.. Verás qué sorpresa se llevan cuando vean que la española ya lo trae todo de serie. A ver si al final le van a pedir ayuda sus padres o su hermano, que todo es posible. Este viaje se pone interesante, a ver si llegamos ya. No puedo con la impaciencia. Bueno, voy a jugar al «veo-veo» con mi hermano, o a disparar a conductores de camiones, así se nos hace más ameno lo que quede.  No está mal esto de viajar en coche, me relaja.

Brunetina y las vacas

Pues, así a lo tonto, a Brunetina se le echan encima las vacaciones de navidad. Parece que fue ayer cuando cogió el teclado para escribir su primer post y ahora… ¡se acaba el año!

Se suceden las comidas, los encuentros con amigos de la toda la vida, la visita de familia que vive lejos, las llamadas de gente a la que se ve poco durante el año. Es el momento en el que todos quieren un trocito de una, y una quiere poder estar con todos.

Es tiempo de reencuentros, de celebrar, de dar cariño y de recibirlo. La agenda se llena de comilonas, de encuentros en los que sales con alguna copa de más y una indigestión totalmente planeada.

Se acerca el día de ponerse a preparar las uvas, de tararear la canción de Mecano mientras oyes la tele de fondo y piensas en que lo más probable es que se te atragante alguna uva, como todos los años, y acabes sin poder seguir las campanadas como Dios manda.

Y se avecina peligrosamente la noche de Reyes, la ilusión de la cabalgata y la emoción de regalar y de abrir tus propios regalos.

Por eso y por todo más, Brunetina necesita unas vacaciones. Unos días para poder reponerse, ver a todos los queridos y añorados y llenar el buche.

Os desea que tengáis las mejores navidades posibles, que os quieran y os hagan reír a carcajadas. Que os den abrazos de esos que cortan la respiración y regalos de los que te hacen brillar los ojos. Que las navidades sean la antesala del mejor de los años. Que el año nuevo traiga salud, dinero y amor – que son las tres cosas que hay en la vida. Y que en 2017 nos veamos de nuevo, vía blog, para seguir contando tonterías de las nuestras. Gracias por todo.

Nos vemos la semana del 9 de enero.

¡FELIZ NAVIDAD!

¡FELIZ 2017!

Brunetina y los cumples

Le parece a Brunetina esto de cumplir años, entre otras cosas, curioso. Sobre todo porque no hay dos personas que lo vivan de la misma manera – pero una persona suele vivirlo igual durante toda su vida, independientemente de los que años que le caigan.

Si haces repaso mental, puedes comprobar que te vienen a la mente diferentes formas de afrontar el día: con ilusión, con ganas, con miedo, con pasotismo. La gente suele ser o de los que celebran por todo lo alto, cumplan los que cumplan y caiga quien caiga, o de los que no quieren que nadie sepa que es su día porque ni piensan celebrarlo, ni quieren regalos, ni disfrutan siendo el centro de atención.

A Brunetina le encanta celebrar su cumpleaños. Puede que influya que de pequeña le montaran unas fiestas impresionantes, pero la cosa es que según se va acercando el día de cumplir años, se pone nerviosa, ansiosa y feliz. La noche de antes apenas puede dormir, a la espera de amanecer en su día. ¡El día que vino al mundo! Y es que, de pequeña, el cumpleaños era un día muy especial en el que todos la mimaban y le permitían hacer lo que quisiera. Por eso la víspera era tan emocionante… Al fin y al cabo, a las 12 de la noche ya se podía decir que estaba de cumpleaños, con lo que los minutos previos se hacían larguísimos. Para su fiesta conseguía una serie de tarjetas con las que invitar a sus amigas del cole a su fiesta, que con muchas ganas y planificación preparaba su madre. Esas tarjetas solían ser de color rosa, o de princesitas, o de hadas – todo muy de niña, acorde con su edad y con los tiempos. Y esa fiesta tenía hasta piñata. Chuches, medias noches, tarta y refrescos para los niños. Bebidas más espirituosas para los adultos que habían traído a esos niños.

Los cumpleaños en la edad adulta se suelen ver de otra manera, pero eso es sólo en teoría. Porque, quien los ha vivido con plena ilusión en su infancia, los vivirá igual el resto de su vida. Y probablemente los celebre con alguna fiesta, una comida especial, un viaje o cualquier actividad que le guste y que le haga sentir ese día como una celebración de su llegada al mundo.

Hay que celebrar tu cumpleaños, te lo dice Brunetina, hazle caso. ¿Sabes por qué? Porque el mundo es mejor desde que estás tú, porque hiciste muy felices a tus padres y a tus abuelos con tu llegada. Porque tu aparición en el hogar fue un rayo de esperanza, y porque los niños siempre vienen con un pan bajo el brazo. Y con tus monerías, tus balbuceos, tus gateos… animaste la casa e hiciste sonreír. Tienes muchas fotos que lo demuestran – en color o en blanco y negro. Y debes creértelo. Porque, con el paso de los años, fuiste fuente de alegría e ilusión para muchas otras personas: hermanos, primos o amigos. Hubo quien se enamoró de ti y quien vio el brillo de tus ojos como la imagen más bella. Y eso sigue existiendo a día de hoy, y todos los años que quedan por venir.

Hay personas a las que les alegras el día con solo ver tu sonrisa por las mañanas. Hay quien es feliz oyéndote contar tus historias. Hay quien disfruta de ir contigo al cine o a tomar una caña. Hay quien consigue olvidarse de sus problemas cuando le das un abrazo. Hay quien no entiende su semana sin llamarte por teléfono para contarte todo lo que le pasa o le preocupa. Hay quien no querría viajar con otra persona que no fueras tú. Hay quien disfruta más de sus horas de gym gracias a que las comparte contigo. Hay quien es feliz probando la cocina que le haces, incluso cuando está mala. Hay quien se siente mejor cuando le das unas palabras de ánimo. Hay quien empieza el día mejor si lo saludas. Hay algún animalito que está deseando que lo acaricies. Hay ciudades que iluminas con tu presencia. Hay bares que te necesitan entre sus clientes. Hay libros que están deseando caer en tus manos. Hay ropa que cobra vida cuando te la pones. Hay canciones que suenan mejor cuando las canturreas, aún desentonando. Hay casas que te echan de menos cuando te ausentas. Hay libretas que cobran vida cuando las usas. Hay móviles que se quedan inertes cuando no los llevas contigo.

No eres consciente de lo mucho que aportas al mundo, de cómo lo haces un mundo mejor. Y por eso, y por timidez, y por no querer llamar la atención… Te ocultas, dices que no quieres celebrar, que no te gusta tu cumpleaños. Y estás en tu derecho – no a todos nos gustan las mismas cosas. Pero, piensa algo: ¿alguien te ha dicho que tenga que ser una fiesta multitudinaria? No, ¿verdad? Puedes aprovechar que es tu día para dejarte mimar, que te regalen cosas bonitas, que te den cariño o que te inviten a comer. Haz eso que tanto te gusta y para lo que nunca tienes tiempo. Date ese masaje que siempre aplazas. Visita esa ciudad que tanto te apetece. Queda con esa persona a la que tanto echas de menos. Mímate, quiérete, dedícate el día.

Es tu día y te mereces que sea especial, que sea diferente a los demás. El mundo es un lugar diferente, mejor, desde que apareciste en él. Las personas que te rodean te lo pueden confirmar. Así que, ya sabes: sacúdete esa pereza, sal del sofá y recuérdale a todos que te quedan muchos años por delante de dar, recibir, compartir y disfrutar. Porque la vida son dos días, y lo que merece la pena es llegar al final despeinado y hecho pedazos – no totalmente niquelado y sin un rasguño. ¡Felicidades!

Brunetina y el anuncio

Estaba Brunetina tumbada en el sofá viendo la tele y, como quien no quiere la cosa, se vio el nuevo anuncio de la lotería de navidad. Le puso atención, por aquello de que todos los años da que hablar, pero no se pudo sentir más decepcionada. ¿Están seguros de que eso es lo mejor que podían haber hecho?

Tradicionalmente se trataba de un anuncio que apelaba a la patata y que conseguía emocionar a todos. Consiguieron que se nos olvidara el famoso «calvo» haciendo otros anuncios tiernos o simpáticos. Pero quizás el querer estirar tanto la cuerda haya hecho que se rompa.

Este año ponen a una señora de avanzada edad que, según empieza el anuncio, está preparándole al nieto el desayuno. ¿Es el nieto un niño pequeño que no sepa hacerse un Cola Cao? No, señores, es un niño ya mayorcito que bien podría encargarse de hacerle él el desayuno a su abuela – si es que tiene algo de modales, que se ve que no va sobrado. Tan impresentable es que permanece en el sofá cuando ella le trae la bandeja, no da ni las gracias y sigue enfrascado en cualquier conversación estúpida que esté manteniendo vía móvil. Que todos tenemos cierta adicción a los chats y redes sociales, pero sabemos soltar la maquinita cuando nuestra abuela está dejándose los riñones preparando comida que ni necesitamos, ni hemos pagado, ni nos merecemos. Un mínimo de vergüenza torera, por favor. Vaya imagen damos presentando a un joven con esas formas.

No contentos con el inútil del nieto… Se ve que los que preparaban el anuncio (o decidían en qué se invertía dinero estas navidades), cogen el bote de Cola Cao pero le quitan la pegatina. Parece que no había dinero para pagar por poner ese bote en el anuncio – se ve que tienen otros gastos más importantes (quizás no en marketing o publicidad, porque el anuncio les ha quedado para llorar… pero de la pena que da cuando se ve esa birria).

Una vez que superamos el shock del inútil de metro ochenta y la señora esclava que es su abuela, se dirige ella hacia la tele para ver que le ha tocado. Obviamente, no ha sido así – la pobre mujer se ha confundido con el sorteo del año pasado y no sabe ni en el día que vive. Y el simpático del nieto no la saca de su error. ¿Para qué? Si es una vieja chocha y a nadie le importa lo que piense. Y en esa línea de pensamiento tenemos a todos los que participan de la pantomima, guardia civil incluida. Todo el maldito pueblo riéndose en la cara de una pobre señora que cree que le ha tocado la lotería.

Existen dos opciones para que la señora se equivocara: o parece demencia senil o, simplemente, tiene la torrija en todo lo alto. Y no sé si es más hiriente reírse de un demente o de una persona totalmente despistada por culpa de su edad. Porque en este país que ha adoptado la corrección política anglosajona no se puede decir nada de aquellos que no sean como la mayoría – por religión, costumbres o habilidades mentales o físicas – pero se puede uno pitorrear de la gente mayor porque se les tiene cero respeto. No le faltes al borderline, pero trata como idiota a una muer de 80 años. Claro que sí.

Nosotros, que tan modernos nos creemos, que tan internacionales nos vemos, que tan liberados estamos… somos los mismos de la época del destape y no tenemos la más mínima idea de lo que es la clase, el buen gusto o el respeto. Y por eso nos hacen un anuncio que es una verdadera basura y lo aplaudimos (muchos, a lo mejor otra gente también se saca los ojos con la cucharilla del café cada vez que se topa con semejante aberración). No es tierno, no es amable y no es bonito. Engañar a una señora por el simple hecho de que es mayor… es tratarla como si fuera tonta y no supiera lo que hace. Y ese final en el que el hijo va a hablar y ella lo calla, que te deja pensando que ella lo sabe pero finge por ellos… tampoco es bonito. Porque los ve más tontos que a sí misma, y no habla por no cortarles el rollo.

Querer a alguien no es mentirle ni reírle las gracias, sobre todo cuando eso implica que uno haga el ridículo delante de todo el dichoso pueblo. Querer a tu abuela es no dejar que sea tu esclava sino darle un beso y un abrazo cuando te hace el desayuno. Querer a tu madre es no dejarla que vaya de vecina en vecina haciendo el más espantoso de los ridículos. Quererla es decirle que no, que se ha equivocado, que vaya pena, que ojalá nos toque. Y decirle que te la llevas de comilona a ella y a toda la familia como premio, para festejar que la quieres y que os tenéis los unos a los otros. Y que a lo mejor al día siguiente podéis cantar que os ha tocado, si es que os toca. Pero que, por ahora, tenéis lo único que no se compra con dinero: el amor.

Respetar al público es hacer un anuncio de calidad, con buenos actores, con una historia bonita y emocionante. No buscar la lágrima fácil y no tirar de estereotipos manidos de posguerra. Querer a tu público es ofrecerles algo de calidad que les incite a comprar tu producto, que les haga tenerte respeto y querer invertir en aquello que les ofreces. Porque la navidad no es un puñado de gente triste y gris que monta un espectáculo de mentira para complacer a una loca, no. La navidad es mucho más que eso. Y con su maldito anuncio la empañan y la mancillan. Y le quitan su verdadero significado.

¿Y sabéis lo que cree Brunetina? Que tener un poco de honestidad es dimitir como jefe de esa campaña o directivo aleatorio que la aprobara, porque es una basura y tu empresa merece alguien que tome mejores decisiones. Ese es el espíritu navideño.