Y al tercer día…

O a los tantos meses, ni idea. La cuestión es que Brunetina ha resucitado. Así, como lo lees. Se ha echado una siesta de esas en las que al despertar no sabes si llegas tarde al curro o es domingo, de las de pijama y orinal, de las de mirar el calendario al abrir el ojo y no entender si te toca ponerte el bikini o buscar el traje de fin de año. Ya me entiendes.

Total: I’m back, que diría Terminator. Sí, que no es una referencia millennial, pero poco importa eso ahora. Y cuando a una le apetece algo, y ese algo no es un delito ni hace daño a nadie, está como feo negárselo a su propio ser.

Eso sí, vaya por delante el aviso de que esto a partir de ahora no va a tener el orden de antes: ni vas a saber qué día se sube un post ni cuál de las dos secciones va a tocar esa vez. Pero habrá cosas que leer de vez en cuando, y sabes de más que estar informado es tan sencillo como suscribirse al blog. Vamos, un segundo de tu valioso tiempo que se te va en ello. Nada más que eso.

Y hablando de todo un poco, o de lo primero que se le pasa a una por la cabeza… Qué maravilloso el párrafo de la canción de Shawn Mendes Like to Be You:

I don’t know what it’s like to be you
I don’t know what it’s like but I’m dying to
If I could put myself in your shoes
Then I know what it’s like to be you

¿No sería fabuloso? El poder ponernos en el lugar de los demás. No ya poder, que no es que no seamos capaces – es que no nos apetece lo más mínimo. Pero es la mayor demostración de cariño y respeto de un ser humano a otro: ponerse en sus zapatos e intentar saber lo que se siente. Y luego, ya si eso, opinar. Una vez que uno haya entendido el dolor y las preocupaciones del que tiene delante. Empatizar, comprender, escuchar, prestar atención. Qué bonito sería tenerle tanto aprecio a alguien como para cantarle que lo que quieres es poder saber qué le pasa en la cabeza, qué le hace comportarse así. Qué maravilloso querer entender en lugar de criticar, acusar, tachar, descartar a las personas como pañuelos usados.

Y si ya encima dices:

Tell me what’s inside of your head
No matter what you say I won’t love you less
And I’d be lying if I said that I do

Es decir, que si me cuentas todo eso que tienes en el coco… todo eso que te angustia, que con muy alta probabilidad te haga sentirte ridículo y vulnerable, si me lo cuentas: ¿sabes qué pasa? Que no te voy a querer menos. No, eso no va a pasar. Porque estoy deseando conocer tus secretos y demostrarte que no son debilidades sino fortalezas.

Porque aquello que tienes en lo más oculto de tu ser es lo que te define y te hace único. Y es lo que quiero que me desveles para poder demostrarte que te quiero justamente por ello. Qué bonito, ¿no?

Qué bello es que te quieran así, y qué bonitas son las personas que te demuestran día a día que les importas, que eres especial y que te quieren gracias a (y no a pesar de) lo que tú consideras tus defectos.

Y qué maravilla que existan canciones que nos lo digan de una forma tan preciosa.

Nada, eso es lo único que tiene que decir Brunetina hoy.

Disfruta del viernes y de esas personas que valen su peso en oro por adorarte como eres y por no tirar nunca la toalla. Una ronda de aplausos a los pilares de nuestra existencia.

Y que viva el amor del bueno, el de verdad, el que no se va cuando se acaba la fiesta.

TGI, my friends!!!

Besos mil 🙂

 

SIN PRISA

Suena la alarma, la apagas (por la tercera vez), te desperezas, bostezas, vas hacia la ducha. Se suceden desayuno, acicalamiento, ropa, viaje en metro, trabajo, reuniones, obligaciones, compras deporte. No te da tiempo a nada, sabes que los días son demasiado cortos y que podrías llenarlos aunque tuvieran 70 horas.

Lo haces porque tienes que hacerlo, porque es lo correcto, porque es lo que toca, porque se supone que debes. Y si… ¿no fuera cierto? Si existieran otras opciones, otras formas de plantear el día, otras formas de vivir la vida, de exprimirla, de aprovechar cada segundo sin sentir que se te escapa como arena entre los dedos.

Para un momento y piensa: ¿qué harías si no tuvieras que seguir con esa rutina establecida? Con esos horarios, esos compromisos, esas obligaciones, esas pequeñas manías hechas rutina a base de repetición diaria. A lo mejor querrías dormir más, o despertar sin alarma, o quedarte mirando el sol por la ventana desde la cama mientras oyes el canto de los pájaros en los árboles vecinos. ¿Qué tal un desayuno homenaje? Un zumo recién hecho, una tostada de aguacate con huevos escalfados, un cuenco de granola con frambuesas y plátano, un batido con yogur, leer las noticias con la radio de fondo. Sin pensar en el paso siguiente, sin prisa.

¿Y si no tuvieras que ir a la oficina? Si pudieras dedicar la mañana a ir al gimnasio, a leer ese libro que te lleva esperando semanas sobre la mesa, a dar un paseo por el parque o por la playa. Si pudieras pensar lo que te apetece comer ese día, ¿tomarías algo recalentado en un taper? Quizás preferirías ir al mercado a por productos frescos y tomar algo hecho con cariño, con pausa, sin prisa. Algo que se sirve y se come con una copa de vino o una cerveza bien fría.

Por la tarde, quizás, pequeña siesta tras la comida. Y luego, a lo mejor, una serie, o película. O acercarte a esa exposición que llevas tiempo queriendo ver y rematar el día tomando algo con unos amigos en el bar que tienes en tu lista de pendientes.

Porque las mejores cosas de la vida no solo son gratis, sino que suelen llevar tiempo y no son amigas de la prisa, de la rigidez, de la ausencia de flexibilidad, de la falta de descanso, de la mente cerrada a nuevas oportunidades o formas de hacer las cosas. Es como el amor arrebatado de las películas. Ese galán atormentado, volátil, desquiciado. Ese hombre terriblemente atractivo de la pantalla que trata mal a toda mujer que se le acerca, ese protagonista que tiene un motivo oculto de su pasado que le hace despreciar al género femenino pero cuyo físico le hace ser perdonado por cuanta fémina huele sus feromonas a cien kilómetros de distancia. Es el personaje principal que todos tenemos en la mente, es ese chico que tan pronto quiere arrebatadamente como se olvida de ella y se va con otra, o se va de fiesta y olvida hasta de su propio nombre, pero que vuelve de rodillas y llorando. Es esa persona que no es de fiar, esa persona que se vale de sus encantos para poder atrapar a su presa, pero que luego no la valora lo suficiente como para dedicarle el trato que se merece. Y por eso, a partir del momento en el que consigue captar su atención y vencer su resistencia, se dedica a tener explosiones de amor seguidas de otras de odio, momentos de extrema pasión seguidos de discusiones y desprecios. Esa locura que lo hace especial, único, irrepetible… aunque no es de fiar. Es un amor impredecible, infantil, caprichoso, egoísta… no es amor. Son puros brotes de pasión que acaban en nada, porque lo que necesitas es a alguien que te tienda la mano cuando te caes, que te ayude a levantar cuando tropieces, que te ponga la mano en la frente cuando crea que tienes fiebre, que te vaya a la farmacia cuando te encuentras mal, que te sorprenda con tu piruleta preferida en un día malo, que te dé las buenas noches cada día de la semana, que te vea bien sin pintar, que se ría con tus chistes malos, que vea adorables tus manías, que no se asuste con los cadáveres que tienes en el armario. Alguien que haya venido al mundo para quitarte tus miedos e inseguridades, para demostrarte lo increíble que eres, para animarte a seguir tus sueños, para darte alas, para sacarte una sonrisa cuando más lo necesites. Un amor pausado, tranquilo, de fiar. Un amor real.

Quédate con quien puedas hacerte una bolita en el sofá a comer noodles y ver Netflix – olvida las lentejuelas, porque la pasión se le irá tan pronto como se enciendan las luces de la discoteca. Recuerda: sin prisa todo es mejor.

Limerencia

El amor obsesivo, la atracción irrefrenable por otra persona. Cierras los ojos y piensas en su cara, en sus labios. Los labios con los que te besa, te dice lo guapa que eres, lo bien que hueles, lo suave que estás. Esos labios por los que se te eriza la piel si se te acercan, de esa boca que sabe a miel, ese aliento que reconoces, ese sabor único. Sabor inconfundible, el sabor de estar en casa al fin, de no tener que buscar más.

Sus ojos negros, sus pestañas largas, su mirada. Esos dos ojos negro azabache mirándote, desmontándote, deshaciendo tus barreras. La mirada que te traspasa, la mirada limpia que te adora, la mirada que te desnuda, la mirada que te hace sentirte querida, atractiva, mujer. La mujer que eres a través de sus ojos, la persona única en el mundo que lo hace sentirse completo. Los ojos que miran con deseo, con avidez, con fruición, con pasión. Los ojos que miran suplicando cariño en un día negro, pidiendo clemencia cuando se han equivocado, reclamando cariño cuando más lo necesitan. Los ojos que se posan en ti y te ven de verdad, sin artificios, como eres – con tus defectos y tus virtudes. Los que te ven por quien eres y no quien finges ser de cara al mundo. Los ojos que saben lo que ven y lo veneran. Los ojos que te iluminan un día gris, que te dan los buenos días con sólo un gesto, que te hacen sentirte abrazada sin palabras. Ojos negros que hablan, que se comunican mirando de lado, de frente, entornados, muy abiertos, muy fijos, concentrados… siempre mirándote a ti. Ojos que te buscan en la multitud, en una plaza llena de gente en la que aún no os habéis encontrado. Sus ojos grandes, negros, almendrados, misteriosos o interesantes.

Esa sonrisa. A veces es una simple mueca, pero no necesitas más. Esos labios que se abren un poco y dejan ver su sonrisa, sus dientes blancos, perlados, alineados, perfectos. Esa cara única que podrías dibujar con los ojos cerrados, que tantas veces has recorrido con las manos, acariciado, recordado en la oscuridad de tu cuarto, al abrir los ojos por la mañana, al notar que te pesan los párpados por la noche. Sus ojos negros, sus labios, su sonrisa, su pelo negro ensortijado, su cara… él. La única cara que sabes que nunca olvidarás, da igual el tiempo que estés sin verla. La cara que te consigue tranquilizar sólo viéndola en la distancia, los rasgos que sabes de memoria, el rostro que encuentras en la multitud cuando llevas tiempo sin verlo y confundes su cara con otras – cuando te puede la impaciencia.

¿Dónde está? Por qué no me llama, por qué no contesta a mis mensajes, se habrá olvidado de mí, estará con otra, le habrá pasado algo, estará en la oficina, estará en casa, con los amigos, en el gimnasio, conduciendo. Por qué tarda tanto,  a qué hora dijo que venía, le gustará este regalo, me verá guapa con esta falda, y si no le gusta este perfume nuevo, me recojo el pelo, me lo aliso, me maquillo o no, dónde están mis tacones, será una cita informal o me visto de fiesta. Que no sepa que ando pensando en él, que no se me note, que no se me vea impaciente, no quiero parecer una loca, no quiero asustarlo, no quiero que huya, no quiero perderlo, no quiero que me lo quiten, no quiero que me lo roben, no puedo estar sin él, sentirá lo mismo que yo, tendrá miedo de perderme, me habrá echado de menos, se acordará de que es nuestro aniversario, me verá guapa cuando aparezca, será impuntual, estará deseando abrazarme, recordará mi sabor como yo el suyo.

¡Ya lo veo! Noto su andar pausado, tranquilo, de estar seguro de sí mismo. Su ropa impecable, su espalda ancha, sus brazos al son de sus pasos, sus manos. Esas manos fuertes, manos que acarician, abrazan, conducen, arreglan cosas. Sus manos. Sus ojos negros me han visto, me estaban buscando y se han encontrado con los míos. Leve sonrisa, giro de cabeza, acelera el paso, ya casi lo tengo delante. Un abrazo, de los que aprietan, de los que dejan sin aliento. Su abrazo. Un beso, suave, ligero, delicado. Su beso. Me recorre un escalofrío, empieza por la nuca y baja por toda la espalda, sigue por las piernas y llega a los dedos de los pies. Su olor lo impregna todo, mi ropa huele a él, mi pelo, mi bufanda. Me da la mano, entrelazamos los dedos, empezamos a andar. Yo a la derecha, él a la izquierda.

Un amor que levanta, que transporta, que transforma, que desgarra, que rompe en mil pedazos. Que te puede elevar a lo más alto o sumirte en la oscuridad de un pozo sin fondo. Un amor que trastorna, que descoloca, que desmonta todo lo que sabías hasta el momento, que te desfigura las siluetas de tus recuerdos, que te pone el mundo patas arriba. Que te hace querer ser mejor persona para poder merecer su cariño, que te convierte en celosa, que te hace darte cuenta de lo mucho que tienes y lo que podrías perder si se fuera. Un amor que lo inunda todo, que es una fuerza de la naturaleza. Querer por encima de todos, por encima de ti misma, más que a tu propia persona. Poner siempre en primer lugar a esa persona, saber de memoria su olor, su sabor, su tacto, sus luces y sus sombras. Anhelar su presencia en cualquier minuto del día, contar los segundos hasta el reencuentro. No ser nadie en su ausencia, perder la visión sin su luz que alumbre el camino, no saber andar sin el báculo que ofrece su presencia. Querer sin esperar nada cambio, hacerlo por el placer de dar, por la belleza de la adoración en sí misma.

Un amor que todo lo puede, un amor que mueve montañas. ÉL.

 

Brunetina y la coleta

Es curioso cómo te crees que las cosas cambian con los años, mejoran o maduran, y te equivocas. En eso anda pensando Brunetina, porque aquellas cosas del pasado típicas del patio del colegio… siguen siendo exactamente igual muchos años después. Y es, como poco, sorprendente. Ponte cómodo, estira las piernas, apóyate en ese cojín que esta historia te va a gustar. Hazme caso.

¿Te acuerdas de que en el cole siempre había un niño que te tiraba de la coleta? Sí, ese que te ponía enferma. Y que, cuando hacía eso, te hacía daño. Vamos, te incordiaba adrede con la única intención de darte el día. Te ofuscabas y encima tenías que oír: «los que se pelean se desean». Y pensabas: no veo la hora de que nos hagamos mayores y esto deje de pasar. Pues lo siento, amiga, porque eso no va a ocurrir. Repite conmigo: ¡error!

Ya no te van a tirar de la coleta, pero el equivalente es igual de frustrante (o más) y te sigue gustando igual de poco (o menos aún, si cabe). Resulta que de los creadores de «te tiro de la coleta porque quiero llamar tu atención y me gustas» llega «me río de ti porque me gustas y no tengo ni idea de cómo tratarte». En sus cines próximamente, en todos los idiomas y apto para todas las edades. Porque esto es algo que nos afecta a todos, amigos, y no podemos dejar de verlo.

Ese niño del colegio se fijaba en una niña y no tenía ni idea de lo que hacer: pobrecito, tan pequeño, la ve guapa y no sabe cómo comportarse. Como ellos se dedicaban a juegos un tanto más toscos que los de las niñas, carecían de la experiencia mostrando o verbalizando sentimientos, por lo que se dedicaban a llamar la atención de la niña en cuestión con gestos, a falta de palabras. Y esos gestos, por desgracia, solían ser: un empujón, una patada en la espinilla, un codazo, un rodillazo, un tirón de la mochila (que casi te hace caerte de culo) o el clásico tirón de la coleta. Y es que: ¿qué esperabas? Tu coleta con el pelo largo ondeando al viento era una auténtica provocación para todos, te lo estabas buscando. Pero, bueno, con perspectiva te ríes y lo recuerdas como algo simpático de niños. Pobres, perdónalos, que no saben lo que hacen.

Y ese niño va luego al instituto, a la universidad, consigue un trabajo. Ese no es un niño: es un hombre. Bueno, en teoría y sobre el papel, porque si fuera por su forma de actuar pensarías que estás ante un niño de colegio. Pero llamémoslo hombre y pongamos los puntos sobre las íes, no nos despistemos. Ese hombre se fija en una mujer aleatoria (a lo mejor eres tú la afortunada, amiga mía) y empieza a fantasear con ella. Hasta aquí, todo normal. Pero, en ese momento en el que crees que ahora dedicará su madurez a comunicarse con esa mujer, a conversar con ella, a comentarle cosas interesantes… vas y te equivocas. ¡Tu gozo en un pozo! No tiene ni idea de lo que hacer, lo que decir ni cómo comportarse. Le encantaría darte un codazo en las costillas según pasas, lo que ocurre es que eso se consideraría agresión.

Ese hombre totalmente perdido en el mundo de los adultos se pone a pensar… No, venga, no dramaticemos, no puede ser verdad que esto sea algo fruto de mucho razonamiento – preferimos pensar que es un acto reflejo fruto de su inexperiencia para relacionarse con el mundo que lo rodea. La cosa es que ese hombre decide que tiene que llamar la atención de esa mujer, y descarta cualquier medio lógico para ello. Así que, básicamente, se dedica a incordiar hasta que le hagan caso.

¿Cómo incordia? Pues tiene varias maneras, aunque no deja de sorprenderte. En vez de hablarte, habla cerca de ti con alguien para que notes su presencia pero que parezca que no sabe que existes. En vez de darte los buenos días o saludarte si os cruzáis, saluda a otra persona a tu paso. Cuando habláis, por casualidades de la vida (no porque él lo intente), te dice frases del tipo: ¿Cuándo has llegado? No te he visto – ¿Es esa tu amiga? A ver si me la presentas – Pídeme algo, que me estoy quedando sin bebida. Y cosas por el estilo. Si estás en grupo, hablará con el grupo (y no contigo). Si te haces algún cambio por el que todos te piropean, fingirá no haberse dado cuenta y se hará el indiferente. Si dices que te gusta el día, dirá que le gusta la noche. Si te gusta viajar, él defenderá que lo mejor es estar en casa. Lo importante es llevarte la contraria, que quede muy claro que no se fija en ti, que no respeta lo que dices y que tiene su propia opinión contraria a la tuya, por supuesto. Y es primordial el anti-piropo. Si te están diciendo que llevas unos zapatos preciosos, él hará alguna gracia ofensiva al respecto (lo que sea, pero que quede claro que se está riendo de ti para que te dé rabia).

Y ese hombre… No tiene ni pajolera idea de lo que está haciendo. Y se sorprenderá de que otros se harten de ligar y a él no le den ni la hora. Pero, amigo, eres muy mayor y estás haciendo el tonto. No se trata de hacer sufrir a una mujer para que se fije en ti, se trata de hacerla feliz para que te coja cariño. Reírte de su ropa no es una forma de hacer que no deje de pensar en ti, es un método infalible para que piense que eres un estúpido sin modales. No escribirle cuando te escriba no hará que enloquezca de amor y de deseo, sino que la hará pensar que eres un cretino pagado de sí mismo. No saludarla si te la cruzas no hará que corra a tus brazos, sino que la dejará pensando en lo impresentable que eres. No estás consiguiendo que se vuelva loca por ti, sólo está deseando no cruzarse más contigo en la vida por lo inútil que eres.

Y te añado una cosa: si esas tácticas te funcionan con alguna mujer, sal corriendo en cuanto puedas. Porque ningún adulto en su sano juicio disfruta cuando lo tratan mal, lo ningunean o lo ridiculizan. Si se enamora así, está como una cabra harta de papeles y puede que una mañana amanezcas muerto. Pero, vamos, con esa actitud lo más probable es que amanezcas solo (como siempre) y sin perspectivas de cambio.

¿La quieres enamorar? Trátala bien, cuídala, mímala, dale su espacio, interésate por sus gustos, intenta compartir aficiones, crea vínculos duraderos que os lleven a buen puerto. Y deja los comportamientos de patio de colegio para los niños, anda.

Brunetina y Marlon

Hey, Stella!! Le resuena esa frase a Brunetina en la cabeza. La grita el actor a pie de escaleras, le vocea a su mujer. Su pantalón de tiro alto, la camiseta ajustada que puso de moda (no James Dean, no, la puso de moda él), sus malos modales, su acento indescifrable, su afición por la bebida, su falta de refinamiento.

Es Marlon Brando en «Un tranvía llamado deseo». Es EL ACTOR. Así: con mayúsculas. Porque no se le puede nombrar de otra manera. Parte de su atractivo reside, quizás, en su pertenencia al cine de antes, al cine clásico, al de la época que pasó y ya no es demasiado probable que vuelva (aunque si es cierto que la historia es pendular, no podemos descartarlo). Esa época dorada en la que los hombres tenían mal carácter y peor beber, y las mujeres vivían en un estado permanente de histeria. Ellos eran muy duros y ellas, muy femeninas. Ambos bandos sabían jugar bien sus cartas para conseguir lo que se proponían, no existía el sexo débil: eran sólo maneras diferentes de jugar esa mano.

Recuerda Brunetina un reportaje sobre la vida de Marlon, uno de esos que ves por casualidad en la 2 como quien no quiere la cosa en una tarde-noche que te pilla en el sofá, sin planes y sin muchas ganas de mirar el móvil para socializar. Una de esas raras noches en las que, por algún extraño motivo, no te molesta quedarte en casa. Y disfrutas de la nada, de la ausencia de planes, de la parada inesperada en el ritmo frenético de la capital. Bueno, lo ves o te lo recomiendan, lo que toque en ese caso. La cuestión es que en él se contaba su vida, su infancia, sus problemas, su final tan complicado. Pero llamaba la atención su verdadera obsesión por las mujeres, su incapacidad para contener su afán de conquista ante toda falda que pasara. Bueno, no mintamos, no toda falda; que no se le conocen conquistas feas. Pero, sin lugar a dudas, su perdición eran las mujeres. Y eso que vicios no le faltaban – era la suya una naturaleza viciosa de nacimiento (puede que reforzada por ese padre ausente y esa madre alcohólica, no parece que fueran factores que ayudaran a su desarrollo como un niño carente de problemas). La cosa es que en ese reportaje llamaban la atención dos cosas, o tres. Por una parte: cómo se camela a la entrevistadora cuando le anda preguntando algo serio, cómo consigue desmontarla hablándole de que con ese flequillo no se le ven bien los ojos… Se lo aparta de la cara, la mira pícaro y ella olvida por completo lo que está haciendo allí y qué se supone que debe decir. En otro instante, según lo entrevistan por la calle, pasa una chica joven y atractiva en minifalda y él no sólo la ve sino que la llama y le hace algunos comentarios que no sólo no le sientan mal sino que la hacen sonreír y sentirse deseada. Todo un experto en la materia, sin duda. Una bendición para sus innumerables amantes y una cruz para sus mujeres, obviamente. Sale en el documental una de esas parejas: una mujer elegante y guapa, a pesar de no ser nada joven cuando la entrevistan – pero hay bellezas que no consiguen aplacar ni el paso de los años ni los golpes de la vida. Y esa mujer guapa, elegante, discreta y consciente de su belleza pasada y presente cuenta que sí, que fue pareja de Marlon. Y, como por todos es sabido que no era hombre de una sola mujer, le preguntan por cómo lo llevaba ella, cómo soportaba eso de su pareja, y ella cuenta algo en esta línea:

«Yo llevaba un tiempo con él y no lo estaba pasando bien, era un hombre difícil y una pareja complicada. Mis amigos querían algo mejor para mí e intentaban presentarme hombres. Me mandaron a una cita a ciegas a la que acudí porque sabía que en el fondo llevaban razón; debía intentar buscar a un hombre mejor, una pareja fiel. Y fui a esa primera cita sin saber quién sería él. Y llegué y era… Elvis. Sí, el mismísimo Elvis. En sus comienzos, jovencito. Era un buen chico de pueblo, inocente, torpón. No había ningún tipo de química, era un chico del montón, no había nada que hacer. Y en cambio Marlon… era Marlon. Te miraba y se te olvidaba el mundo exterior. Sabía qué hacer para tenerte. Volví corriendo a sus brazos.»

Ese era él: el hombre. Guapo, de ceño fruncido, de sonrisa pícara. No tenía nada que ver su cara de enfado con su sonrisa de niño travieso. Y, con todo eso, su cara de persona pensativa y profunda seguía siendo igual de bella (o más) que la risueña. Porque tuvo una infancia difícil, pero nunca fue una persona carente de profundidad, de capas, de matices, de aristas. Era alguien introspectivo, con un nivel de auto exigencia muy alto. Se exigía tanto a sí mismo que intentaba dañarse para que se le respetara. Intentaba sacar arte de su sufrimiento. La falta de autoestima de su madre, que la llevaba a tener relaciones con hombres que la maltrataban, hizo mella en él. Disfrazó su alta sensibilidad de fortaleza y fingió ser un hombre sin escrúpulos. Pero era un actor apasionado por su profesión y dedicado a su carrera. Se implicaba al extremo para bordar el papel que le tocara y no paraba hasta hacerlo todo lo bien que podía. Eso lo hacía un compañero de reparto difícil, pero: ¿acaso conoces a algún genio con un carácter dulce y afable?

Serio, profundo, risueño, pícaro, con mal genio, cariñoso, adulador, conquistador, pendenciero, adicto a la vida. Sus adicciones y su auto disciplina lo llevaron a una espiral de auto destrucción – cómo olvidarlo llorando cuando intentaba explicarle a los periodistas la muerte de su hijo. Vivió la vida al límite y la vida le devolvió palos, tortas, patadas y puñetazos. Porque en esta vida hay que llegar al final hecho pedazos, cojeando y con cicatrices – no como un pincel sin un mísero rasguño. Porque sólo se vive una vez.

Ese es un hombre, piensa Brunetina, el que puso de moda la camiseta ajustada. No James Dean, el niño escuálido y asustadizo que no hubiera llenado ni la talla 12 de niños de Zara…

Tu hogar

El lugar en el que más cómodo te sientes, el sitio en el que no llevas ninguna coraza, allí donde duermes a pierna suelta, donde conoces y te conocen, donde no te examinan ni evalúan, a donde vas cuando pones el piloto automático: tu hogar.

Curioso pensar que un hogar no es tanto un lugar en sí sino una sensación, una percepción, un sentimiento de protección y comodidad. Y eso hace que el hogar pueda ser casi cualquier sitio, no ya diferente para cada persona, sino susceptible de variaciones para una misma persona a lo largo de su vida. Puede ser la casa de tu abuela con su olor a arroz con leche, puede ser la casa de tu madre y su ejército de croquetas o la casa de tu tía con su salmorejo.

La cocina: ese santuario de la casa en el que tantas cosas pasan mientras observas lo que cocinan o te piden ayuda como pinche. Hay imágenes que cuesta olvidar, por muchos años que pasen. Aun cuando los protagonistas ya las han olvidado: tu cerebro de niña lo ha grabado a fuego y tu memoria a largo plazo no te falla. Y esa niña se cuela en la cocina en la que su abuela anda entre fogones y se coloca detrás, subida a un taburete para observar tranquilamente en silencio. Y ve cómo esa señora pequeñita, rechoncha, coqueta y bien vestida se coloca unas gafas para poder quitarle las espinas al bacalao. Unas gafas que nunca lleva en público porque cree que la afean – y ella nunca dejaría que no la vieran arreglada, guapa y femenina. Oliendo bien, con su pelo de peluquería (con un baño de color, que ella no se tiñe) y su falda demasiado corta. Nada de escote, eso sí, pero las piernas de porcelana sin una sola imperfección brillan al sol mientras su paso corto e insinuante mueve de un lado a otra la falda. Una forma de andar que no pasaba desapercibida para nadie: ellos y ellas. Una mujer de las que ya no quedan, de las que ya no se llevan: coqueta, aniñada y femenina. Cariñosa, sin dobleces, risueña e inocente. Una mujer que dedicaba toda una mañana a su plato estrella: bacalao con tomate. Ese plato que sólo cocinaba para hacer sentir a su familia el calor del hogar. Esa familia a la que sólo veía en ocasiones contadas y por las que lloraba a mares cuando se despedía. Se asomaba a la ventana, pañuelo en mano, y se despedía con la otra mano. Le gustaba ver el coche yéndose, quizás para poder convencerse de que la dejaban por unos meses y ya no tenía que llenar el frigo de todo tipo de caprichos.

Las gafas, que se me va el santo al cielo… Se las ponía para poder quitarle la espinas al bacalao y que no se le escapara nada. La vista cansada es algo inevitable según pasan los años, aunque todos sabíamos que lo suyo era más miopía que otra cosa – pero ella nunca lo admitiría, faltaría más. Ya he comentado su adorable coquetería. Y desde el taburete la veía afanada en las espinas y en su famoso tomate. Tenía un truco, como los buenos magos, para que supiera de manera que segregabas saliva sólo con la anticipación. Pero me siento incapaz de revelarlo, eso pasa de mago en mago: no se cuenta. Y, de repente, se giraba y me veía. Sonreía, rápido se quitaba las gafas. Me preguntaba cuánto llevaba allí y yo le mentía (me encantaba observarla sin que ella lo supiera, nunca quise decírselo… y ahora creo que fue por pura timidez), y corría a lavarse las manos y a prepararme el desayuno. Lo que quisiera, porque a su parecer siempre estaba delgada y siempre podía comer más. Creo que en eso todas las abuelas coinciden porque al acercarse el nacimiento de su primer nieto las mandan a un curso especial de amor extremo e incondicional que te impide ver los defectos y te lleva a querer sobre proteger a ese nuevo miembro de la familia. Y no se les suele dar mal, creo que a todas les podían dar matrícula de honor.

En otra cocina veo a mi madre con su legión de croquetas: la vigilo igual que a mi abuela. Sentada, sí, y paciente. A ella no la asusto, pero me sorprende su constancia, su perseverancia, su capacidad para no distraerse ante una tarea tan ardua. Su habilidad para dedicarle horas a la bechamel, sus fracasados intentos de enseñarme: no gires así, que se corta – ve siempre en la misma dirección – más lento, no hay prisa. Y esas famosas croquetas me hacían comerme (no demasiado bien) los garbanzos previos. Esos garbanzos que siguen sin gustarme, pero que eran la mejor antesala de las croquetas. No he vuelto a tomar unas croquetas con tanta carne, pero noto el sabor en la boca si me concentro y cierro los ojos.

Son lugares, sensaciones, situaciones. Pero, sobre todo, un hogar es una persona. Esa persona ante la que no te disfrazas, esa persona que es como la sensación a sábanas recién puestas. Como el olor a césped recién cortado. Como el madrugar sin despertador con el sol entrando por la ventana. Como desperezarse en la cama y saber que tienes todo el día por delante por planear y descubrir. Como el olor a chocolate caliente. Como el olor a pelo recién lavado. Como el olor a bebé tras su baño. Como el olor a tu comida preferida.

Es esa persona que cuando te abraza te desmonta, deshace tus nudos, acaba con tus miedos, aniquila tus dolores, fulmina tus penas y ahoga tus preocupaciones. Ese es tu hogar.

Desconsuelo

Esa es la palabra correcta: desconsuelo. Es una sensación viscosa, que se pega a las manos, los brazos, te baja por las piernas y te llega hasta los pies. Te los adhiere al suelo y te impide moverte. Estás como en una pesadilla: te persiguen, tienes a alguien detrás que viene a por ti -un asesino despiadado- y eres incapaz de correr, de andar, de girarte, de coger algo del suelo para defenderte, de gritar a pleno pulmón para pedir auxilio. Tu propio grito te ha despertado y te encuentras bañado en sudores fríos, incorporado en la cama, con la respiración entrecortada y confundido.

El desconsuelo no pide permiso, no es una visita cortés que anuncia su llamada previamente por teléfono (o email, o chat… lo que convenga en estos tiempos y sus nuevas tecnologías). Es la vecina cotilla que nadie ha invitado, es la persona que llama a la puerta y a la que nadie quiere abrirle, es la suegra pesada que levita cual espíritu malvado al andar por el pasillo. Y, sobre todo, aparte de incómodo, pesado, molesto, intruso… es que llega para quedarse.

Se va poniendo cómodo en el sofá y te va a costar mucho trabajo echarlo. De hecho, lo mejor es que vayas asumiendo que no piensa irse a ninguna parte. Habrá días que te moleste más y otros en los que olvides su existencia. Pero será como esa minúscula mancha de humedad en el cuarto de invitados: empezó siendo un lunarcito sin importancia y se está convirtiendo en un nubarrón que anuncia una tormenta perfecta. Es tu parásito: vive de ti y lo nutres. Cada vez tiene más fuerza gracias a la que te roba cuando no estás pendiente. Es tu Conde Drácula particular, por mucho que seas más de comics manga o de películas de ciencia ficción. Este señor no va a abandonarte… nunca.

Le das poder, se alimenta de ti, se nutre de tu miedo. De tu dolor, de tu vacío, de esa ausencia que te hizo una herida tan grande que sólo conseguiste continuar rellenando el hueco con cemento. Cogiste todos esos sentimientos y los enterraste. Una carretilla, una mezcla: cemento listo. Y venga, a echarlo encima de todo ese dolor que guardaste en un agujero que hiciste con gran paciencia en el sótano. ¿Qué hacer si no? ¿Cuál podía ser la mejor solución? Pues eso: a enterrar y olvidar – nunca mejor dicho. Porque la vida continúa y los días se suceden, sin que puedas hacer nada para remediarlo, sin que puedas volver atrás en el tiempo y hacer o decir cualquiera de esas tonterías que se te clavan en la mente como puñales.

Es lo que dictan los cánones: es lo correcto. ¿A que sí? Porque, al parecer, lo correcto es lo que te digan todos a coro. Lo que te repiten los que te rodean. Y sonríe, y no te pongas así, y tómate otra, y sal a divertirte, y ve a comprarte algo bonito, y deja de quejarte. Eso: deja de quejarte. Deja de decir esas cosas porque nos mueves los cimientos a los demás. Porque nadie está preparado para ese dolor, y mucho menos para ayudarte a superarlo. Porque está mal visto mostrar ese tipo de sentimientos. Porque en un mundo ávido de experiencias extremas, todo está bien visto menos mostrar sensaciones reales de sufrimiento. Porque los libros de autoayuda ahora se llaman motivacionales. Porque tienes que quererte, gustarte, defenderte, levantarte, reírte de las desgracias. Porque estorbas si no lo haces. Porque eres un incordio que le desmonta a todos los demás sus mundos felices de mentira apoyados sobre naipes. Porque, a nada que rasques un poco, se cae el decorado y haces que se escapen sus temores de sus cajas de pandora personales. Porque, para poder ayudarte a ti, tendrían que enfrentarse a sus propios miedos. Y eso es pedir demasiado.

Una palmada en el hombro, un abrazo a tiempo, una sonrisa a medias, un piropo. Pero… deja de recordarlo. No digas en voz alta lo que te pasa cuando veas su cara en cada esquina, cuando un día dedicado a su persona te haga recordar su desaparición repentina e irremediable. Cuando el día en el que necesites contarlo no corresponda comunicarlo. Porque se trata de seguir bailando, tocando las palmas, sonriendo, aprovechando esa pena para hacerle una fiesta.

¿Sabes qué permanece? El desconsuelo. Ese no te abandona… hasta el día en el que seas tú quien se vaya para no volver. Y, sin quererlo, le empiezas a tener aprecio. Y comprendes que sea tu amigo más cercano. Porque esa persona ya no está y te sientes como el veterano de guerra al que le amputaron la pierna y se despierta a veces queriendo rascarse el pie, sintiendo la rodilla. Da igual los años que pasen: su pierna sigue ahí. En su mente, claro. Igual que la persona a la que quieres que se ha muerto.

La muerte. Eso de lo que nadie habla y que es lo único que nos une a todos. Sólo que en la actualidad preferimos hablar de los placeres inmediatos, disfrutarlos, difundirlos, compartirlos… y sonreír mucho. Porque parece ser que la melancolía no está bien vista. El dolor no está de moda. El duelo no tiene su lugar en la vida moderna. Porque hemos evolucionado tanto que hemos perdido la habilidad de saber cómo enfrentarnos al viaje del que no se vuelve. A la despedida definitiva. Al final.

Pero tienes al desconsuelo. Ese agujero en lo más hondo de tu ser que en determinadas ocasiones te araña el alma y hace heridas – que duelen, que sangran, que escuecen, que dejan huella. Es el vacío de la persona que se murió y no volvió. Y tienes que aprender a vivir con ello. Sabiendo que habrá momentos en los que ese cemento no servirá de nada y podrá salir todo el dolor a la superficie. Porque ya lo decía el adorable Victor en Frankenweenie: «I don’t want him in my heart. I want him here with me.»

Se nos olvida

Estamos tan ocupados con nuestras vidas, con nuestro trajín diario, con nuestros problemas insustanciales, con la preocupación de turno de la semana… que se nos olvida dar las gracias. Se nos pasa por alto que es necesario, de vez en cuando, sentarse, hacer repaso mental y agradecer a aquellos que nos apoyan lo mucho que hacen por nosotros.

Los grandes olvidados de esta ecuación son los padres. Siempre, sin excepción. Porque son los que te aman desde el día que naces hasta el día que ellos, por desgracia, desaparecen (siempre que la naturaleza siga su curso y seas tú el que más tiempo dure sobre la faz de la tierra, aunque esto es algo que nunca se puede garantizar y nos puede llevar a sorpresas desagradables en las que preferimos no pensar). Son tu primer lazo con el mundo, los que te crean, los que te imaginan, los que te esperan con impaciencia durante cuarenta largas semanas, los que más ganas tienen de verte la cara y de darte tu primera abrazo, tu primer achuchón, tu primer beso. Y, sin embargo, son los que nunca reciben una palabra dando las gracias por su labor. Quizás porque se presupone que la naturaleza los lleva a amar incondicionalmente, quizás porque no aprendemos lo que es querer así hasta que nos vemos en sus zapatos (y ni por esas, a veces), quizás porque nos da vergüenza… Esa estúpida vergüenza que nos permite decir maravillas al primero que pasa por la puerta, pero nos impide dedicarles palabras de amor a los que más cerca tenemos. Quizás es que seamos siempre el eterno adolescente que vive en esos años de intento de búsqueda de la propia identidad por oposición a la paterna.

La consecuencia de todo esto es que, en muchos casos, nos damos cuenta demasiado tarde. De lo mal que lo hemos hecho, de lo poco que hemos reparado en ellos o de la ausencia de empatía para con su situación. Lo cual no deja de ser verdaderamente triste: no tener un momento en toda tu vida en el que realmente dedicarles un homenaje.

Y ya sabemos que «tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor». Pero, en mi humilde opinión, teniendo salud y estando arropado por mucho cariño, lo del dinero pasa a ser un simple vehículo que te permita obtener lo básico – todo aquello que te vista, alimente y entretenga sin verte obligado a vivir en la calle o tener que mendigar favores ajenos. Pero la salud, por mucho dinero que tengas en el banco, no la puedes tener. Y el amor tampoco podrás comprarlo. Tenemos salud por ahora, así que dediquemos unos momentos a devolver algo de amor a la fuente de cariño incombustible de la que venimos.

Recuerdo, de pequeña, que a veces me sobresaltaba la impresión de ser la niña más afortunada del mundo. Y no exagero en esta frase. Había días que era tan extremadamente feliz que me daba pena que otros niños no tuvieran unos padres como los míos. Sentía un amor tan grande, un apoyo tan incondicional… que creía imposible que otros vivieran con esa misma suerte. Nunca di por hecho que lo mío fuera lo común, aunque dudo que me sintiera capaz de verbalizarlo y expresárselo así a mis progenitores. Pero esa sensación de la que hablo me sobrecogía y me hacía sentir físicamente el amor. Para mí el cariño se hacía algo tangible.

Siempre fui una niña tímida, algo reservada, con dificultad para socializar y hacer amigos nuevos. No se me entienda mal: no era un ser esquivo. Simplemente era que mi mundo interior era tan rico, tenía una fantasía tan pronunciada, que la vida real no era tan brillante ni divertida como aquello que estaba en mi cabeza… o en mis libros. Ese es un tema interesante: yo me afané por los libros desde muy pequeña. Veía a mi padre, ese hombre que para mí englobaba (y engloba) todas las virtudes de un señor real, leyendo horas y horas, estudiando, ampliando su mente… Y me era imposible no imitarlo. Quizás esa adoración me hacía querer parecerme algo a él – cosa que sé que nunca será posible, porque estoy muy por debajo de su nivel en todos los aspectos (el humano, el intelectual y tantos otros). Pero, gracias a su pasión, pude hacer de esa costumbre suya tan saludable algo muy mío. Y aún a día de hoy, cuando todo va mal, cuando la semana o el mes o la circunstancia de turno se me hace insoportable… Sé que puedo coger un libro, desconectar el cerebro y vivir en ese mundo de fantasía el tiempo que viva pegada a sus páginas. ¿Qué mejor consuelo hay que ese?

Mi otra obsesión era parecerme a esa mujer tan guapa, elegante, divertida e inteligente que era (y es, obviamente) mi madre. Aprovechaba cualquier oportunidad con mis amigas para robarle las pinturas, quitarle los tacones, los bolsos, la bisutería de mil colores. Aún recuerdo mis primeras sandalias de tacón: eran de color rosa y tenían una suela que a mí me hacían pensar que no eran planas. Recuerdo perfectamente el ruido que hacían por el pasillo cuando me las ponía. Igual que recuerdo su habilidad para hacerme creer que los Reyes eran mágicos y que ellos no tenían nada que ver en el proceso… Creo que no habrá habido niña con más ilusión por el 6 de enero. La noche de antes era incapaz de pegar ojo, pero no quería salir al salón a ver mis regalos por miedo a ver a los Reyes y que me quedara sin nada. A día de hoy sigo viviendo la noche de antes con el mismo nivel de emoción – no creo que haya muchos padres capaces de hacer llegar la magia hasta la edad adulta.

Y, sin lugar a dudas, mi mayor temor era defraudarles en cualquier cosa que hiciera o pensara. Igual que a día de hoy sigo pensando a veces: no debería, qué van a pensar mis padres. Para luego darme cuenta de que es un pensamiento absurdo: siempre me han apoyado y animado en todo lo que he hecho, así que cualquier cosa que me anime a probar no será más que otra oportunidad para que me feliciten.  Aunque, no os confundáis, nunca fueron excesivamente generosos en sus elogios: había que ganárselos. Sudando la gota gorda a veces. A base de tortas, otras muchas. Pero sabía tan bien el halago cuando te lo ofrecían; porque eras consciente que te lo habías ganado a pulso. Además, ese intentar ponerte al límite y hacer que te auto examines cada vez que tomas un camino te forja un carácter más duro, más capaz de adaptarse a los cambios. Y eso, sin duda, es algo por lo que estar más que agradecido.

Así que: gracias. Por el cariño, el apoyo y la entrega infinita. Os quiero.

Brunetina y el Tinder

Esto, quieras que no, es curioso. Me ha costado llegar hasta aquí, pero me he instalado la aplicación. Una de ellas, porque resulta que existen miles. Qué locura, ¿cómo es posible que en 5 años con pareja me haya quedado tan desfasada? Antes las cosas no funcionaban así, pero se ve que ya no estoy a la moda. Y siguiendo la sabiduría popular de «renovarse o morir», aquí me tienes.. con un perfil creado en una app para ligar. Yo, a mi edad y estas alturas de la vida. Sí, en esas me encuentro.

Cómo cambian los tiempos, las vueltas que da la vida. Aunque, si la historia es como un péndulo y solo vamos de un lado al otro, ¿volveremos a las costumbres pasadas? Podría ser, creo. Porque volvieron los cardados, los Hombres G, Raphael, el Dúo Dinámico, Pokémon, los calentadores y hasta los bodies. Vale que no ha vuelto el melón con jamón, pero quizás ese plato viejuno estaba condenado al ostracismo desde su creación.

Ya nadie pide salir. No ocurre, es así. ¿No recuerdas cuando el chico tenía que pedir salir a la chica? Ella se quedaba un poco cortada, ponía cara de total inocencia y al final decía que sí con un hilo de voz. En algunos casos hasta se ruborizaba. ¿Conoces a alguien que se ruborice a día de hoy? Piénsalo bien, es muy probable que se fusile al amanecer a quien ose a ser mínimamente tímido. No se estila, no se lleva, no está a la moda. Se considera una señal de debilidad. Lo que antaño era algo dulce y encantador, ahora es una clara muestra de inhabilidad social y de incapacidad para encajar con los estándares impuestos por los tiempos modernos. Porque en el mundo que nunca se calla, los tímidos están condenados al fracaso. En el mundo que premia el ego desmedido, los reservados son los apestados. En el mundo que aplaude al que insulta, grita, presume, habla sin saber, ridiculiza… el introvertido es un ser incomprendido que merece ser señalado y ofendido. ¿Influye que seamos adictos a los realities de televisión? Es muy probable, aunque no puede ser lo único que nos haya llevado a este punto, a este nivel de degradación y estupidez colectiva.

Pero, volviendo al tema en cuestión: ¿antes se ligaba diferente o es sólo la típica frase que uno dice cuando se hace mayor? Al fin y al cabo, el mismísimo Sócrates dijo que los jóvenes eran unos maleducados y no respetaban la autoridad. ¿Es posible que las apps sean menos dañinas de lo que uno piensa? ¿Es una simple evolución basada en las nuevas tecnologías? Antes las personas se conocían por amigos comunes o charlaban en eventos: museos, cines, bares, teatros. Ahora todo el mundo anda con la nariz pegada a la pantalla del smartphone chateando y dando likes en Facebook o Instagram – por no hablar de Snapchat y sus selfies con orejas de gato. Es más que lógico que eso derive en un cambio en la forma de socializar y, por ende, en la de cortejar o ligar. Cualquiera dice cortejar en los tiempos que corren, aunque la palabra es preciosa, no creo que debamos perderla. De hecho, me voy a proponer ponerla de nuevo de moda.

Bueno, que me despisto. Si ahora nos conocemos vía móvil, lo normal es que contactemos con las personas que nos interesan de la misma manera. Claro que puede parecer el mercado de la carne. Porque antes te presentaban a alguien de manera fortuita (o no tanto, pero daba esa impresión) y ahora tienes que instalarte una aplicación para ligar y llenarla de fotos en bikini, de copas, de fiesta, haciendo deporte. Un compendio de imágenes (retocadas, no se te olvide el filtro) por las que una persona que no te conoce absolutamente de nada y no tiene tiempo para hacerlo (está a la vez mirando eso, Face, Instagram, el chat y haciendo la compra, aparte de quedando para ir al gym luego con sus colegas) tiene que sentirse atraída hacia a ti y querer entablar una conversación. Y si tienes suerte y le gusta lo que ve, entonces empieza lo bueno. Y lo llamas «lo bueno» por decir algo. Porque te toca hablar con una persona a la que no conoces absolutamente de nada sobre algún tema lo suficientemente insustancial como para no ser una antigua pero lo suficientemente divertido como para resultarte atractiva. Y no olvides que estás sobre la cuerda floja. No serías la primera acosada en la web, con lo cual, recuerda estar pendiente a sus frases para no caer en la trampa de darle tu número de móvil a un desconocido y acabar con una foto (no pedida) de sus genitales en el móvil. Que puede que a estas alturas de la vida no te asuste, pero quizás no te resulte apetecible cuando estás en la cola de Starbucks a las 11am esperando para pedirte un Frapuccino que te quite el calor y la sed.

Una vez superadas todas esa barreras y concienciada de que vas a poder charlar con alguien interesante, caes en la trampa de pecar de modosita y le preguntas: «¿estudias o trabajas?». Error imperdonable de novata. Existe una probabilidad altísima de que haya un pantallazo de esa conversación en varios chats de grupo. El chico tiene la clase de no reírse abiertamente, sino de contestarte que eres un poco clásica en tus preguntas. Claro, ya has metido la pata. Si es que tenías que haberle dicho que si tiene abdominales, que si le gusta el deporte o si hace algo esa noche. Pero no lo has hecho y te has ganado una medalla a la más torpe de las aplicaciones de ligue.

Y lo peor no es eso, lo peor es que te da exactamente lo mismo. El no tener la foto sexy, el no haber hecho el posado con morritos, el no salir en una foto de grupo de fiesta en Ibiza, el no encajar en lo que se espera de ti. Porque a ti lo que te gusta es que te cortejen, y que te saluden, y que te digan que tienes una sonrisa muy bonita, y que te abran la puerta, y que te inviten a cenar, y que te pregunten por tus aficiones, y que no te manden fotos de torsos desnudos. Porque, tirando de clásicos y haciendo caso a Rhett Butler en «Lo que el viento se llevó», lo que le quieres contestar a tu amiga que te llama antigua por no ser adicta al Tinder es: «Francamente, querida, me importa un bledo». Para luego responderle a su pregunta de cuándo vas a ponerte al día: «Ya lo pensaré mañana… Mañana será otro día». Ay, Escarlata, ¡cuánto daño me has hecho!

Ponte en su piel

Ponte en mi piel, eso te diría él. Estás cansada de rodeos, de que no hable, de que hable de cosas inconsistentes, de que no conteste, de que llame en exceso, de que no verbalice lo que le pasa, de que sea hermético. Que sí, que estás cansada de muchas cosas. Pero tienes ese amigo de toda la vida que te dice de buenas a primeras (harto de tus quejas, súplicas y lamentos): ven conmigo, dame la mano, siéntate aquí y deja que te cuente. Por una vez: ponte en mi piel.

Cuando naciste, te mimaron. Eras la princesa de la casa, te vestían de rosa y te regalaban peluches. Te daban besos y abrazos y corrían a auxiliarte cada vez que llorabas: cuando te caías saltando a la comba o cuando tu amiga del alma no te quería dar gusanitos. Lo hacían y te consolaban porque era lo normal. ¿Sabes lo que es oír que los chicos no lloran? ¿Te imaginas que cuando llorabas tus amigas se hubieran reído de ti? ¿Te hubieran llamado «niña» y te hubieran ridiculizado? Claro que eso iba a ser poco comparado con los balonazos, motes o insultos que te iban a dedicar. Porque no puedes ser blandito, tú no lloras, tú no tienes sentimientos… tú eres un niño y los niños no lloran. Eso lo hacen las niñas, no lo olvides. ¿Acaso has visto llorar a tu padre? Claro que no, porque es un hombre. ¿A que a tu madre sí la ves llorar? Ya, pero es que ella es sensible y cariñosa. Es una mujer, entiéndelo y no lo cuestiones. Ella expresa sus sentimientos abiertamente, de hecho, a veces no se le tiene en cuenta que lo haga en exceso porque… puede que esté en uno de sus días del mes. Pero ese es otro tema y todavía eres demasiado joven para comprenderlo.

Y van pasando los años. Y como empezaron pronto a explicarte cómo funciona el mundo: aprendes. Vaya que si aprendes: eres el más duro del patio del colegio. Y juegas al fútbol, y metes goles, y vas en la bici haciendo el loco, y dices tacos (los primeros que vas aprendiendo), y te ríes de las niñas, y le haces muecas a la seño cuando no mira (es una mujer, no debes respetar su autoridad), y llegas a casa siempre con la ropa llena de barro de pelearte con tus amigos. Y, ante todo, te ríes de los blanditos del cole. Eso es primordial. Eres el macho alfa: toca reírse del que es menos tosco, menos bruto, menos callejero, menos arriesgado, menos hombre. Porque de eso se trataba, ¿no? De ser muy bruto, de no sentir (o no hacerlo ver) y de ganar en todo lo que suponga un enfrentamiento físico. Y te premian por ello porque te lo has aprendido de memoria. Vaya que si lo sabes… cualquiera diría que de niño se rieron de ti por llorar al caerte en un charco y ponerte perdido de fango. De ese niño no queda nada – ya te has encargado tú de enterrarlo en el olvido.

Luego llega la adolescencia y las hormonas toman el mando. Eso ya no tiene freno. Porque antes podías decir que eras tú quien escogía ser chulo o duro o viril, pero es que ahora no te queda más remedio. No haces más que vivir cambios y ahora… o te haces un hombre o te quedas fuera de la manada. Así que te armas de valor y dejas que manden las hormonas. Tus primeras borracheras, tu primer cigarro y la bici pasa al olvido: ahora necesitas una moto. Para que te respeten tus amigos (ante todo) y para ir al botellón, hacer el caballito, ir sin casco (obvio) y ligar. Porque esas niñas de las que te llevas riendo desde pequeño ahora resulta que te gustan. Ya no son tan niñas, claro y la atracción es obvia. Pero es muy importante que te fijes en la que tiene más: tetas, culo o ganas de juerga. Porque a ver quién te respeta si te fijas en la tímida de la clase. Pero, oye, nada como llegar al grupo y decir que te has ido con la que tiene más de la clase. No me hagas entrar en detalles porque sabes perfectamente a lo que me refiero. Y en casa… intratable. No dejas que te tosan, tu madre es una histérica insoportable y tu padre un chulo que se cree que puede darte órdenes. Que les hables, te dicen. ¿Que les hables de qué? Si no te pasa nada. ¿Se creen que eres una cría? Pasando de ellos, a hacer lo que te dé la gana. No te entienden, son unos carcas. Además, recuerda: cuanto más duro, más te respetan.

Y van pasando los años y vuelves a ser tú. Más maduro, quizás (eso es cuestionable), pero intrínsecamente tú. Ya se pasó la rebeldía, ya te acostumbraste a tu cuerpo (que por fin dejó de estar dominado por las hormonas) y ya te importa menos lo que dice la manada. Ahora te interesan más los amigos cercanos y te importa menos la visión externa que se pueda tener de ti. Aunque, tampoco exageremos, no quieres que te tomen por una nenaza. Eso es algo que se te grabó a fuego de pequeño. Te lo aseguro, no se olvida. Y… te enfrentas a la realidad. A que ahora lo que se lleva es mostrar los sentimientos. ¿Qué sentimientos? En serio, te van a volver loco. Toda la vida aprendiendo a ser duro para que ahora te digan que lo realmente atractivo es un hombre sensible. ¿Sensible? Por favor, ponte en mi piel: ¿tú serías capaz de acertar con las mujeres? Porque sois un misterio, créeme. Si les abres la puerta, eres un antiguo. Si las invitas a cenar, un clásico. Si las acompañas a casa, eso es que tienes otras intenciones no confesables. Pero si pasas tú primero eres un maleducado. Si no invitas, un rata. Si las dejas irse solas, un egoísta que no se preocupa por ellas. Y qué decimos del teléfono; eso ya es indescifrable. Si escribes, es que no tienes valor de llamar. Si llamas, es que la estás agobiando, Si es al día siguiente: un desesperado que no tiene vida y no sabe ligar. Si esperas varios días: un chulo que sabe jugar demasiado bien sus cartas. Y así hasta decir basta. Y nunca sabes cómo acertar. Porque, hagas lo que hagas, metes la pata. Eres un salido o un rata o un antiguo o un pardillo. La cuestión es que nunca estás a la altura, pero todo esto te ocurre a la vez que el universo entero espera que seas tú quien dé el primer paso. Y, dime tú a mí, ¿qué paso es el que tengo que dar? ¿No te parece normal que me bloquee? ¿No crees que llevo toda la vida intentando adaptarme a lo que se esperaba de mí y ahora estoy inhabilitado para leer mentes? ¿Crees que es fácil ser yo? Entiéndeme: estoy paralizado.

Así que, piensa en todo lo que te acabo de contar. Y la próxima vez que vayas a poner verde a un chico, reflexiona: ¿crees que es sencillo para él? Hazle un favor, te lo pido: ponte en su piel.