Pánico escénico

El miedo como forma de vida. Como motor principal de tu día. Como cristal de las gafas que llevas puestas para ver el mundo. Como amigo inseparable que no deje de susurrarte ideas negativas al oído. Como fiel escudero que te hace más mal que bien.

Se dice que el miedo es bueno, que es una respuesta natural del organismo ante situaciones desconocidas o potencialmente peligrosas. Que es lo que nos ha permitido sobrevivir como especie. Que es aquello que nos protege de hacernos daño o, incluso, matarnos. De adentrarnos en lugares que podrían hacer peligrar nuestras vidas. O de acercarnos a quienes podrían dañarnos.

Pero el miedo, a veces, se pasa de precavido y nos hace daño. Porque, con la excusa de que él mira por nuestro bien, se nos sienta en el hombro – cual loro – y se pone a soplarnos cosas en la oreja. Y esas cosas, a veces, no son positivas. Bueno, nunca suelen serlo. Pero, en algunos casos, no nos hacen bien. Y ese miedo, fiel amigo, nos coge de la mano y no nos suelta. Y no le da la real gana de dejarnos en paz. De dejarnos vivir, de permitirnos seguir el camino que tenemos marcado, la decisión que hemos tomado.

A veces hay que aprender a convivir con él, a no tenerle miedo al propio miedo, a decirle que entiendes que te dice las cosas por tu propio bien… pero que sabes cuidar de ti mismo. Y que, aunque los argumentos que te da no son inciertos, puede que se esté precipitando pensando en lo peor. Y que siempre tomas decisiones basadas en hechos racionales. Que este paso que vas a dar es necesario, interesante. Que es una oportunidad, un reto, una ocasión para crecer y aprender. Que habrá muchos obstáculos en el camino, pero al final merecerá la pena.

Que tiene para rato, porque no piensas tirar la toalla. Así que: miedo, ponte cómodo, porque esto lo gana el que ría último… y aún no he empezado a reírme.

Abróchense los cinturones, que empieza la aventura.

Olores

Ves los anuncios… esa chica corriendo vestida con gasa rosa, melena rubia el viento, las olas del mar, una sonrisa, un hombre perfecto que la abraza y le da vueltas en el aire. Felicidad, amor, risas, sol, playa, alegría. Es un anuncio de perfume. Lo sabes porque cuando se ven imágenes de ese tipo y no entiendes bien de lo que va el tema, casi seguro que van a anunciar alguna fragancia.

No los culpas, no puede ser fácil tener que plasmar en imágenes lo que supone un perfume. Lo que se siente cuando vas andando por la calle y una nube de un olor reconocido te sacude. Cierras los ojos, paras en seco, te giras hacia esa fragancia. Quieres saber quién la lleva. Miras y… no, no es quien creías. Pero te ha venido su imagen a la mente, su voz, sus ojos, su sonrisa, su tacto. Su yo.

Porque los olores son tan personales que una de las cosas más difíciles es regalarle a alguien un perfume, por mucho que conozcas a la persona. Da igual que sea alguien cercano; sin su nariz y su forma de experimentar el olfatear ese frasco, es imposible saber si estás errando. Porque le puede gustar el olor dulce, o a jazmín, o a roble, o a césped recién cortado, o a bebé que acaban de sacar del baño. Pero, sobre todo, porque no hay dos personas que huelan igual usando la misma fragancia.

Ese perfume se funde con el olor de la piel de quien lo usa y se convierte en algo único, irrepetible, reconocible, inolvidable. Se convierte en su esencia, en el olor a tu amiga, tu mejor amigo, tu abuela, tu madre, tu vecino, tu amante, tu marido. Porque la piel que hay bajo esas pulverizaciones tiene un olor característico que le imprime al perfume recién sacado de la caja una personalidad, un carácter, una forma de ser y de existir en el mundo.

Y es que no hay nada más personal que el olor, más íntimo, más inimitable, más perdurable, más atractivo, más especial. Su olor. Tu olor.

Crece

Al principio piensas que no vas a poder, que es algo que siempre se te ha resistido por algo. Quizás no hayas nacido para eso, quizás sea pura torpeza. Puede que hicieras algo muy malo en otra vida y por eso en esta te impiden conseguir hacer esto bien. Y, por todo eso que te da vueltas en la cabeza, lo pospones. Lo dejas estar. Lo olvidas. Lo asumes con resignación.

Pero una buena mañana piensas: ¿y si lo veo como un reto? Es decir: ¿y si pienso que no es algo que nunca vaya a conseguir sino algo que deba intentar con mayor dedicación? Solo se trata de trazar un plan y seguirlo paso a paso. Es decir, que si me lo propongo, lo consigo. ¿Por qué no? ¿Por qué no ponerle ganas en lugar de tirar la toalla?

Y lo haces: te paras a pensar, decides cómo lo vas a hacer y te ciñes al plan establecido. Al principio, con ciertas reticencias. Esto no puede ser tan fácil. No porque lo piense con fuerza me va a salir mejor que las veces anteriores. ¿O sí? Quizás mi propio derrotismo me impedía intentarlo con ganas, con la ilusión que se merece.

Así pasan los días, las semanas, los meses. Y una buena mañana te das cuenta de que sí, de que era cuestión de ponerle ganas. De que no era torpeza, sino falta de fe en tu propia persona. Y no puedes evitar sonreír mientras miras las nuevas hojas de tu planta. Bueno, de tus plantas, que ya son dos. Porque, viendo que no matabas a la primera, te animaste a tener una segunda. Y así descubriste que no se te daban mal las plantas, simplemente no sabías cómo tratarlas. Era una cuestión de aprender, de tener paciencia y ganas de hacerlo bien. Y la planta te lo agradeció creciendo, siendo cada mes más frondosa y alegrando a todo aquel que quisiera mirarla.

Porque las plantas también notan el cariño, las ganas y la paciencia. Y, si sabes escucharlas y entender lo que necesitan, te lo recompensarán con creces. Porque no se trata de ver cómo crece, sino de crecer con ella.

Es mental

Respiras un poco más fuerte, aunque no puedes percibirlo. Lo intuyes porque cuando estás a punto de adelantar a alguien, mira hacia atrás según te acercas. Se ve que tu aliento te precede. Coge aire por la nariz, expúlsalo por la boca. Intenta hacer respiraciones profundas, acompasar los latidos, calmar el cuerpo para poder cumplir con el plan establecido.

Un paso, otro más… ya no tienes piernas. Eres un robot en funcionamiento, se suceden los movimientos mecánicos, se mezcla el sudor con el calor, el cansancio, el agotamiento. No, eso no, aún no has terminado tu ruta. No puedes darte por vencida, no debes dejar que eso ocurra. Pero… cuesta trabajo. Te duele el costado, parece que no has respirado todo lo bien que creías. Y sientes la alergia, que te ralentiza. Te pican los ojos – eso es que te ha entrado sudor. Hablando de sudor, si te intentan abrazar, te escapas cual pastilla de jabón recién usada. Mira, justo a tu derecha, tres amigas tomando una caña en una terraza. Anda, a la izquierda, un perrito muy mono – tienes unas ganas tremendas de parar para acariciarlo. Jo, se te ha metido algo en el ojo. Vaya, te acabas de tragar un mosquito – eso te pasa por no cerrar la boca. Si se veía venir. ¿Y estos pasos? Me acabo de ver reflejada en ese cristal y parezco alguien que necesite que le concedan la extrema unción. ¿Qué sentido tiene esto? ¿Por qué lo estoy haciendo? No valgo, no sé, no puedo. No voy a ser capaz. Es un esfuerzo inútil. No sirve de nada. No me luce. No me gusta. No me lo estoy pasando bien. No mejoro. No avanzo. Mira aquel, me ha adelantado como si nada. Me duele todo, quiero parar, no pienso volver a correr, no sé qué hago aquí, no entiendo por qué pensé que esto era una buena idea, no sé hacerlo, no puedo, no nací para esto. Me ahogo, quiero parar, no puedo un segundo más.

Miras Runtastic y no vas tan mal, has recorrido mucho más de lo que esperabas y encima lo has hecho rápido. No puedes parar ahora, no lo dejes. No dejes que tu cerebro te engañe, te diga que eres incapaz, te impida cumplir con tu plan de entrenamiento. Venga, un último empujón y llegas a casa. No tires la toalla ahora, deja de buscar excusas. Dile a tu demonio mental que deje de ponerte palos en las ruedas porque no piensas parar. Tu cuerpo puede, estás preparada. Solo te queda lo más difícil: callar las voces de tu cabeza. ¿Sabes por qué? Porque el deporte no es físico, es algo mental.

SIN PRISA

Suena la alarma, la apagas (por la tercera vez), te desperezas, bostezas, vas hacia la ducha. Se suceden desayuno, acicalamiento, ropa, viaje en metro, trabajo, reuniones, obligaciones, compras deporte. No te da tiempo a nada, sabes que los días son demasiado cortos y que podrías llenarlos aunque tuvieran 70 horas.

Lo haces porque tienes que hacerlo, porque es lo correcto, porque es lo que toca, porque se supone que debes. Y si… ¿no fuera cierto? Si existieran otras opciones, otras formas de plantear el día, otras formas de vivir la vida, de exprimirla, de aprovechar cada segundo sin sentir que se te escapa como arena entre los dedos.

Para un momento y piensa: ¿qué harías si no tuvieras que seguir con esa rutina establecida? Con esos horarios, esos compromisos, esas obligaciones, esas pequeñas manías hechas rutina a base de repetición diaria. A lo mejor querrías dormir más, o despertar sin alarma, o quedarte mirando el sol por la ventana desde la cama mientras oyes el canto de los pájaros en los árboles vecinos. ¿Qué tal un desayuno homenaje? Un zumo recién hecho, una tostada de aguacate con huevos escalfados, un cuenco de granola con frambuesas y plátano, un batido con yogur, leer las noticias con la radio de fondo. Sin pensar en el paso siguiente, sin prisa.

¿Y si no tuvieras que ir a la oficina? Si pudieras dedicar la mañana a ir al gimnasio, a leer ese libro que te lleva esperando semanas sobre la mesa, a dar un paseo por el parque o por la playa. Si pudieras pensar lo que te apetece comer ese día, ¿tomarías algo recalentado en un taper? Quizás preferirías ir al mercado a por productos frescos y tomar algo hecho con cariño, con pausa, sin prisa. Algo que se sirve y se come con una copa de vino o una cerveza bien fría.

Por la tarde, quizás, pequeña siesta tras la comida. Y luego, a lo mejor, una serie, o película. O acercarte a esa exposición que llevas tiempo queriendo ver y rematar el día tomando algo con unos amigos en el bar que tienes en tu lista de pendientes.

Porque las mejores cosas de la vida no solo son gratis, sino que suelen llevar tiempo y no son amigas de la prisa, de la rigidez, de la ausencia de flexibilidad, de la falta de descanso, de la mente cerrada a nuevas oportunidades o formas de hacer las cosas. Es como el amor arrebatado de las películas. Ese galán atormentado, volátil, desquiciado. Ese hombre terriblemente atractivo de la pantalla que trata mal a toda mujer que se le acerca, ese protagonista que tiene un motivo oculto de su pasado que le hace despreciar al género femenino pero cuyo físico le hace ser perdonado por cuanta fémina huele sus feromonas a cien kilómetros de distancia. Es el personaje principal que todos tenemos en la mente, es ese chico que tan pronto quiere arrebatadamente como se olvida de ella y se va con otra, o se va de fiesta y olvida hasta de su propio nombre, pero que vuelve de rodillas y llorando. Es esa persona que no es de fiar, esa persona que se vale de sus encantos para poder atrapar a su presa, pero que luego no la valora lo suficiente como para dedicarle el trato que se merece. Y por eso, a partir del momento en el que consigue captar su atención y vencer su resistencia, se dedica a tener explosiones de amor seguidas de otras de odio, momentos de extrema pasión seguidos de discusiones y desprecios. Esa locura que lo hace especial, único, irrepetible… aunque no es de fiar. Es un amor impredecible, infantil, caprichoso, egoísta… no es amor. Son puros brotes de pasión que acaban en nada, porque lo que necesitas es a alguien que te tienda la mano cuando te caes, que te ayude a levantar cuando tropieces, que te ponga la mano en la frente cuando crea que tienes fiebre, que te vaya a la farmacia cuando te encuentras mal, que te sorprenda con tu piruleta preferida en un día malo, que te dé las buenas noches cada día de la semana, que te vea bien sin pintar, que se ría con tus chistes malos, que vea adorables tus manías, que no se asuste con los cadáveres que tienes en el armario. Alguien que haya venido al mundo para quitarte tus miedos e inseguridades, para demostrarte lo increíble que eres, para animarte a seguir tus sueños, para darte alas, para sacarte una sonrisa cuando más lo necesites. Un amor pausado, tranquilo, de fiar. Un amor real.

Quédate con quien puedas hacerte una bolita en el sofá a comer noodles y ver Netflix – olvida las lentejuelas, porque la pasión se le irá tan pronto como se enciendan las luces de la discoteca. Recuerda: sin prisa todo es mejor.

Se siente

Ese libro no se lee, se siente… El tacto de su portada, el olor de sus páginas, el sabor tras aspirar el aroma de la tinta negra sobre el blanco de sus hojas recién sacadas de la imprenta. El sonido cuando lo dejas en la mesita de noche, no queriendo separarte de él pero sabiendo que no puedes retrasar más el ir al baño, a por agua, a contestar el teléfono, al supermercado, a sacar al perro, a tender la ropa… a hacer cualquiera de las anodinas tareas cotidianas durante las cuales seguirás pensando en él, en ellos, en lo que viven, en lo que están sintiendo, en lo que les depara el destino. Ese vivir cotidiano que te aleja de las añoradas páginas que te transportan a otro mundo y te abstraen de una realidad que ya no te interesa.

Te interesa él, sus recuerdos, su familia, su pasión por esa melena pelirroja y por las palabras. Las calles de ese pueblo de infancia, la necesidad de escapar del lugar de nacimiento, la sed por beber la modernidad fuera de un entorno marcado por la guerra, la posguerra, el hambre, las envidias, el miedo a lo desconocido, la desconfianza ante un idioma que aparece en cada esquina en canciones que desafían el orden establecido – interpretadas por seres melenudos, con pelo de chica y movimientos obscenos, con una legión de seguidoras que se desgañitan y desmayan a su paso, que se olvidan del pudor y los buenos consejos maternos en la presencia de chicos totalmente desconocidos y claramente lascivos.

Esa inevitable necesidad de huir de lo conocido para encontrarse a uno mismo en lo desconocido. El descubrimiento, con el paso de que los años, de que el abandono solo era una forma de conseguir madurar para entender que tu familia lo es todo – que eres quien eres gracias a ese pueblo, esos orígenes, esas raíces que repudiabas pero que ahora te definen más que nunca. Entender que tenías que irte para poder volver. Y ver a ese abuelo en esa casa – olerlo, sentirlo y querer abrazarlo. Su abuelo, tu abuelo.

El libro que venera todos los sentidos es, sin duda, «El jinete polaco», del creador de realidad ensoñadora más potente que haya existido nunca, y a su vez poeta en prosa, Antonio Muñoz Molina.

GRATIS

Las mejores cosas en la vida son gratis… O casi.

Una ducha hirviendo tras un entrenamiento o un largo día en la oficina (o ambas cosas). Abres el grifo y dejas que caiga el agua caliente, sientes que te baja por la espalda, se te destensan los hombros, se relaja el cuello, todos los músculos se te destensan y respiras mejor que nunca.

Recibir un mensaje de esa persona que siempre te hace sonreír en el día que más lo necesitas, sobre todo cuando esa persona ni sabe que estás teniendo un mal día y parece que haya acertado porque un ángel de la guarda le ha hecho saber que necesitabas apoyo.

La sensación de llegar a casa y poder quitarte los tacones de doce centímetros, que amas, pero que las últimas dos horas te estaban pareciendo una tortura mucho peor que andar sobre cristales rotos.

El primer bocado de tu plato preferido, algo en lo que llevas pensando todo el día y que al fin puedes comer con total tranquilidad. Lo pinchas, te lo llevas a la boca, cierras los ojos…

Los primeros acordes de tu canción preferida, la sensación que recorre  de placer todo tu cuerpo cuando vas canturreando cada frase. El sentir cómo todo tu cuerpo está pendiente de cada nota.

Despertarte sin que suene la alarma, con el sol entrando por la ventana y la temperatura justa en la que debes dormir con edredón pero sin helarte.

Cuando en mitad de la noche te despiertas pensando que no has oído la alarma, pero ves la hora y te das cuenta de que aún te quedan dos horas por dormir. Y te giras, cierras los ojos y caes en brazos de Morfeo con una sonrisa.

La nieve en el día más inesperado, que te saca de tu mal humor y te hace sentirte cual niña de colegio. Sólo puedes mirar con emoción y hacer fotos para poder recordarlo.

El abrazo que no esperas, el piropo cuando sientes que nada te queda bien, las palabras amables cuando te hacen falta.

Que la manicura te quede perfecta y no puedas dejar de mirarla.

La lluvia cuando te apetece mirarla desde la ventana.

El dos por uno en la máquina de snacks.

Levantarte con buena cara.

El olor a tu perfume preferido.

El perrito que te saluda por la calle.

Ese bebé que te sonríe en el metro.

La señora a la que ayudas a cruzar la calle y te da las gracias como si fueras lo mejor que le ha pasado en mucho tiempo.

Los pitillos que te quedan como un guante.

Ver tu bolso preferido.

Estrenar ropa.

Usar por primera vez un cepillo de dientes.

Un enjuague bucal refrescante.

Un vaso de leche con galletas de chocolate.

El inicio del fin de semana.

Un brindis con los amigos.

Que te inviten a un plan improvisado.

Pensar en un viaje con amigos.

El bostezo de un hámster enano.

Tu programa de radio preferido.

Su voz. Al oído.

Ver a esa persona entre el bullicio.

El arcoíris.

El bus que llega justo cuando estás en la parada.

Estar recién depilada.

La piel sedosa.

El peinado perfecto.

La mariposa que se cruza en tu camino en plena ciudad.

El sonido de las gaviotas.

El cielo azul.

Las nubes con formas de animales.

Las pelis de animación.

La escena de tu peli preferida.

Sentarte tras un día eterno.

Un gesto de cariño de alguien inesperado.

Tu peluche de infancia.

Tu revista preferida recién comprada.

El olor a libro nuevo.

Un edificio bonito.

Un paseo por tu ciudad preferida.

El sonido de las olas del mar.

Ver la mariquita que te anuncia que llega la primavera.

Que tengas el cambio justo para la máquina.

Que te inviten a una caña.

Salir del curro.

Que te admiren.

El suelo limpio.

Andar descalza.

Tu programa preferido en la tele.

Ver tu serie en calma.

Un chiste malo contado por alguien muy bueno.

Huevos fritos con jamón y patatas.

Las sábanas recién puestas.

Que te cuiden cuando estás mala.

Cumplir con tu entrenamiento.

El trabajo bien hecho.

Un buen libro.

Unos pies suaves.

La expectación de antes de quedar con alguien.

Tontear, ligar.

Reencontrarte con alguien que hace mucho que no ves.

Tener un ataque de risa tan grande que no puedas dejar de llorar.

Los memes.

Los emails chorra.

Que los planes salgan bien.

La puntualidad.

Que te echen de menos… y te lo digan.

Que te quieran, y querer de vuelta.

Que te expliquen algo que nunca has entendido y, al fin, comprenderlo. Ver la luz.

Hacer castillos de churros en la orilla de la playa.

Los gatos callejeros.

Tener energía.

Darle algo a alguien y que le encante.

Un tinte recién puesto.

Una minifalda.

Que te toque la ventanilla en el tren.

Poder sentarte en el bus.

Que te den los buenos días – con ganas, mejor aún.

Estar viva.

 

 

 

ADICCIONES

Hay quien es adicto a diferentes sustancias no legales, a aquellas de las que se habla en las noticias (los medios, que se suele decir ahora). A todo aquello que relacionamos con fin de semana, noche, fiesta, descontrol, juventud, despreocupación, desenfreno. Y que se suele justificar con un «carpe diem» o «si sé cuándo parar». Y si bien esas sustancias tienen mala prensa, hay otras de curso legal que también nos causan estragos: el tabaco, el café, el alcohol, la cafeína. Hasta de las patatas fritas de bolsa se dice que tienen ingtredientes secretos para hacerlas adictivas.

Y, sin embargo (sin embargo, te quiero – que diría Sabina), la mayor de nuestras adicciones es el móvil. Ese pequeño apéndice, esa prolongación de tus manos. Ese dispositivo que contiene tu vida en tan poco espacio. Le depositamos tal grado de confianza que nos sirve de memoria, de guía espiritual, de brújula y de conexión con el mundo exterior. En él tenemos fotos, recuerdos, contactos, aplicaciones de música, de planos, de ciclos, de salud, de comida a domicilio, de compras online, de ofertas, de promociones, redes sociales, retoques digitales, filtros, calendarios, recordatorios… Es el cerebro que reposa en nuestras manos. Es el que buscamos cuando creemos que hemos perdido el bolso, por el que se nos para el corazón cuando creemos que no está en el bolsillo. Es aquel por el que nos tiramos al suelo para salvarlo de un golpe que podría ser letal.

Nos hemos acostumbrado tanto a él que dejamos que piense por nosotros, que nos haga la vida más fácil. Así que le dejamos que nos avise de eventos o de cumpleaños. Le pedimos ayuda cuando tenemos que ir a un punto, que nos diga la ruta, la forma de llegar, el tiempo que nos llevará. Tiramos de él cuando no tenemos ganas de cocinar y queremos ver lo que nos ofrecen a domicilio. Le hacemos caso cuando nos dice que va a llover o que suben las temperaturas. Dejamos que nos recomiende música que oír camino del trabajo o vídeos para amenizar viajes en tren. Esperamos que nos ayude a embellecer una foto que ha salido sólo regular, confiamos en que tenga nuestros billetes de avión cuando nos vamos de viaje. Tiene tantas fotos de tantos momentos, tantos recuerdos. Hay dentro tantas charlas con amigos, conocidos, familia. Tantos momentos impagables, irreemplazables, inolvidables.

Y, de repente, un día: se apaga. La pantalla se pone en negro y esa prolongación de tu cuerpo no es capaz de volver a encenderse. Y, como condenado a muerte, ves pasar tu vida delante de tus ojos como si fueran fotogramas de una película. Y, dentro del shock, no quieres creerte lo que está ocurriendo. En pocos segundos imaginas todos los escenarios en los que este problema tiene solución – puede que se haya quedado sin batería, seguro que se arregla cargándolo, fijo que ha sido un reinicio automático, si no se puede romper, si a mí esto no me puede pasar… Pero me está pasando. ¿Qué hago? ¡Tengo toda mi vida ahí! ¡No puede ser! ¡No puedo respirar!

Te sudan las manos, se te acelera el pulso, te cuesta respirar… estás viviendo tu peor pesadilla. Lo que suele pasarle a otra gente y siempre piensas: me pasa eso a mí y no vivo para contarlo. Pero vas a tener que hacerlo, porque ese dispositivo no parece querer volver del viaje sin retorno y te toca buscar soluciones. Pruebas primero a reanimarlo de varias maneras, aunque eso no funciona. Y pasas al plan B: buscar un teléfono antiguo que sustituya al que se ha ido a dormir sin decir adiós. Y, mientras lo buscas, piensas en cómo vas a poder hacer para vivir tu día a día sin algo con lo que ni eres capaz de levantarte por las mañanas. Y piensas lo fácil que era todo de niña, las ganas que te entran de no ser adulta, de poner hacerte una bola bajo el edredón y dejar que te lo resuelvan todo tus padres. Lo que se añora ser una niña de colegio cuando la vida te pone a prueba y espera de ti que seas una persona madura y responsable que resuelve sus propios problemas. Qué duro es el mundo de los adultos.

Cuando entregas su cadáver en la tienda y se lo amortajan y lo mandan a la morgue… Se te queda una sensación de vacío inesperada. No podías suponer que sentirías algo así por un simple teléfono. Pero es que no es sólo eso: es tu memoria externa, es tu mejor amigo, es tu Sancho Panza. Y a ver quién hace el camino sin él a tu lado, no va a ser igual. Y, según te pones las gafas de sol para afrontar la mañana cual zombi que no ha pegado ojo por un artilugio eléctrico, te dices: siempre se van los mejores. Y emprendes tu camino sola, a pasos cortos, con la certeza de que mañana será mejor. Que lo que no te mata te hace más fuerte. Que no hay mal que por bien no venga. Declaras día de luto oficial. I will survive.

 

LUCES Y SOMBRAS

Qué complicados somos y qué poco lo sabemos. Cuánto nos gusta pensar que somos gente sencilla, cercana, simpática, fácil de conocer. Y qué pocas ganas tenemos de darnos cuenta de que no llevamos razón en absoluto. Nos equivocamos de cabo a rabo.

Estamos tan convencidos de que somos buenas personas, cariñosas, adorables, que se preocupan por los demás y se desviven por ellos, que olvidamos la realidad: nadie nos conoce, ni siquiera nosotros mismos. Y tenemos días en los que estar a nuestro lado es un verdadero placer: somos atentos, cercanos, serviciales y educados. Pero también existen los días en los que quien tenga que aguantarnos merece un premio a la mayor de las paciencias – seremos antipáticos, estaremos serios, contestaremos poco y mal, no estaremos de acuerdo con nada y querremos a la vez que nos dejen y nos hagan caso. Querremos que nos lean la mente, en definitiva.

Luces y sombras – eso es lo que nos define. Porque las personas no somos libros abiertos sino cuadros impresionistas de Monet con pequeños trazos que de cerca nos marean, pero de lejos nos enseñan un paisaje precioso. Porque somos bellos, nuestros pequeños defectos nos hacen únicos y especiales. Nuestras manías nos convierten en quienes somos y nos distinguen de los demás. Porque no somos planos, páginas con pocas letras – somos complejos, inconstantes, inaccesibles, herméticos, distantes, defectuosos.

Somos frágiles. Tenemos miedo de que el mundo que nos rodea no nos acepte porque nuestra autoestima es tan baja que nos impide entender que alguien pueda querernos con todas estas manías, todos estos defectos, estas taras, esos esqueletos que llevamos escondidos en el armario. Porque ya no somos niños, porque la vida ha hecho lo que ha querido con nosotros y porque hemos dado tanto tantas veces recibiendo nada a cambio o, lo que es peor, recibiendo insultos, patadas, desprecio. Recibiendo indiferencia cuando regalábamos amor. Y eso nos fue arañando el alma, encogiendo el amor propio. Cada ataque externo nos dejó una marca dentro, una marca que se une a otras, a otras y a otras más. Y que nos recuerda que no está en nuestra mano controlar cómo se comportan los demás. Y que, muchas veces, por mucho amor que demos… la persona al otro lado puede no tener absolutamente ningún interés por ver nuestros esfuerzos y el tiempo que le dedicamos.

Y nuestra fragilidad se convierte en cinismo. Porque perdemos, poco a poco, la fe en el ser humano y nos cuesta creer que haya personas puras de corazón, semejantes dispuestos a apoyarnos, a ayudarnos, a sentarse para mirarnos con ternura y darnos la mano. Nuestra mente de niño está enterrada bajo años de realidad desagradable y nos impide creer en los demás. Y nos hacemos duros, por fuera, y fingimos indiferencia, dureza. Hacemos comentarios crueles porque por dentro sufrimos, porque tenemos miedo de hacer el ridículo, porque preferimos atacar primero a ser sensibles y que todo se vuelva en nuestra contra. Porque tenemos miedo de sentir.

El cinismo nos lleva a actitudes impostadas, a personalidades fingidas que nos colocamos como el que se pone una chaqueta para protegerse del frío. Tenemos tanto miedo que no somos capaces de mostrar nuestra cara amable al mundo y salimos a la calle con coraza, con muchas capas, con muchas mentiras que ni nosotros mismos nos creemos. Y no queremos ver que nadie puede ayudarnos así, que no se nos ve la cara amable y que a los demás les va a costar mucho trabajo tendernos la mano, pararse a mirarnos a los ojos y ver lo hay que en nuestra alma.

Pero a veces hay personas que te paran, se cruzan en tu camino y te miran fijamente a los ojos. Y te ven, ven toda tu lucha interior y la entienden. Y te dan un abrazo, de esos que duran un poco más de lo normal, de esos que no son por compromiso. De esos que te hacen sentirte querido, valorado. De los que hacen que la coraza se rompa en mil pedazos y puedas sacar fuera lo que te ocurre, lo que te preocupa, lo que te está haciendo que lleves toda la semana ladrando a cualquiera que se te acerque. Y empiezas tu proceso de curación, te pones cara a cara con tus sombras y les dices que no tienes miedo, que no vas a dejar de quererte porque el camino se haya vuelto tortuoso, que vendrán días mejores en los que estas lágrimas sean sólo el recuerdo de un mal sueño.

Y esa persona te habrá demostrado que te quiere por tus luces y tus sombras, que tu fragilidad no es algo malo, que eres simplemente humano y necesitas cariño. Que nadie puede avanzar en este camino sin ayuda de otros y que muchas manos que se tienden en tu camino lo hacen para ayudarte, no para utilizarte ni ningunearte.

Entenderás que eres difícil pero que merece la pena dedicar todo el tiempo del mundo a quererte, a desenredar los nudos que llevas años creando dentro de ti. Al fin te verás a través de sus ojos y comprenderás lo que es el amor.

LA POCILGA

Cómo olvidar a Clint Eastwood entrando en el saloon tras ver el cadáver de su amigo y diciendo: «Who owns this shithole?» (¿quién es el dueño de esta pocilga?). Hay frases de película que no se olvidan, hay fotogramas que permanecen en la memoria para siempre.

Y es que el cine te transporta a otro lugar, te permite vivir otra realidad y olvidarte de lo que te rodea durante varias horas. Cómo no sucumbir a ese billete a otro mundo, a otras vidas, a otras mentes, a otros cuerpos. Ese mundo que no es el tuyo, que no puede serlo. Un mundo en el que nada de lo que ocurre puede afectarte en exceso. En el que los dramas se acaban cuando se encienden las luces, en el que las muertes no son reales, en el que los amores siempre acaban bien… y que aun cuando acaban mal, no te deben afectar en exceso porque cuando pongas el primer pie en la calle todo eso ha quedado atrás. Todo ese mundo irreal se queda dentro de la sala, en la butaca, en el reposabrazos al que te agarrabas cuando no podías creer lo que le estaba pasando al protagonista.

Las películas tienen el poder de hacerte entrar en otra realidad y formar parte de ella durante unos minutos. Todo queda aparcado cuando entras en la sala: el trabajo, tu ruptura, la lavadora que tienes que poner, la entrega a la que no llegas, la cita con el dentista, las facturas, la multa que te va a llegar por pasarte de velocidad para llegar a esa cena con tus amigas, la gotera del baño que no vienen a arreglar los del seguro. Cualquier circunstancia que te preocupe o presione o frustre pasa al cajón del olvido cuando el acomodador te indica tu butaca. Y es algo que te ocurre sobre todo en la sala. Puedes ver películas en casa y quedarte absorto, pero el proceso de ir a un sitio concreto a disfrutar del visionado le añade un plus de hermetismo: todo lo que ocurra en ese lugar tiene única y exclusivamente que ver con la película; no es el salón donde ayer tuviste que recoger el pipí que se había hecho tu perro, o donde recibiste la llamada con malas noticias ayer justo cuando te ibas a la cama. Es un lugar neutro dedicado al disfrute de la emisión.

El proceso empieza antes de salir de casa, porque tienes que decidir lo que ponerte. Dependerá mucho de con quién hayas quedado – puede que escojas tus mejores galas o algo más cómodo, de diario. Y por el camino irás anticipando la ilusión del encuentro con tu sala preferida. Una vez que llegues podrás saber que estás en buenas manos por el olor a palomitas y el ruido de la gente expectante. Irás hacia tu sala, entrada en mano, con una sonrisa de oreja a oreja. ¿Te gustará esta vez? ¿Le darás la razón a los críticos? ¿Será el final que esperas? ¿Estará guapo tu actor favorito?

Te sientas, colocas las cosas, te acomodas, miras que el móvil esté en silencio. Palomitas, refresco, asiento mullidito… lo tienes todo. Sólo esperas que no se siente alguien delante que te tape media pantalla (no, por favor, no esta vez). Y… se apagan las luces. ¡Bien! Ves perfectamente la pantalla, te hundes un poco en el asiento, te preparas para ver los tráilers que te vayan preparando para la película, que te hagan ir desconectando de todo lo que has dejado aparcado fuera. Se tes escapa un pequeño suspiro y te quedas mirando fijamente la pantalla.

Fotogramas, colores, sonidos, música, paisaje… historias, en definitiva. Algunas no tienen nada que ver con tu vida y, aún así, la película consigue que te mimetices con los personajes, que empatices con ellos, que sientas lo que ellos sienten y que te afecte como si te estuviera ocurriendo a ti. Si es algo que te ha pasado, en mayor o menor medida, tardarás aún menos en meterte de lleno en lo que estás viendo. Ya tendrás ideas preconcebidas de cómo se sienten los personajes y lo vivirás con mayor intensidad, teniendo un debate interno sobre si tú actuaste igual o sobre si deberían ellos comportarse de otra manera. Eres parte de la trama, te llega lo que está ocurriendo. Y tanto lo vives, tanto lo sientes, tanto lo palpas; que se convierte en un proceso catártico. Ríes, lloras, aplaudes, te entusiasmas. Te dejas la piel por ellos, porque te han cogido suavemente de la mano y te han llevado a un mundo en el que puedes sentir cualquier cosa, puedes vivirla con toda la intensidad que necesites y salir airosa.

Se encienden las luces y estás en tu butaca, parpadeando, sin saber muy bien cómo poner palabras a lo que has vivido. Porque muchas veces los sentimientos apenas tienen palabras, cuesta elaborar frases que los definan como se merecen. Y miras alrededor para ver las caras de los demás y saber si lo han vivido como tú. Y piensas: qué bonito es el cine, cuánto nos permite sentir sin movernos de esta sala. Qué pena que sólo pensemos en ello cuando cierra nuestra sala favorita – aquella en la que vimos tantos taquillazos de niños, aquella que nos enseñó a soñar. La que nos convirtió en quienes hoy somos.