Cómo

A ver cómo se hace, porque yo no lo sé.

¿Cómo se dice adiós cuando no estás preparada?

¿Cómo asimilas una noticia que no te apetece oír?

¿Cómo aceptas lo que se veía venir?

¿Cómo avanzas fingiendo normalidad?

¿Cómo te despides si no tienes a quién decirle hasta pronto?

¿Cómo describes la sensación de frío interno?

¿Cómo cierras capítulo sin una punzada en el estómago?

¿Cómo te vas sin avisar?

Sin hacer una última foto, de esas que te gustaban. Siempre me quejaba, pero era el único recuerdo tangible de nuestros encuentros. Sin un último piropo, porque me decías miles. Sin un último abrazo, porque te encantaba mostrar afecto y cariño. Sin saber el último artilugio que habías reparado, porque te encantaba arreglar cosas. Sin poder felicitarte el primer día del año, porque era tu santo.

No lo sé, la verdad. Ni idea.

 

Pertenencia

Pertenecer a un sitio, a una tierra, a un lugar, a una familia, a un grupo de amigos, a un trabajo, a una persona.

El arraigo, ese sentimiento tan visceral y difícil de explicar con palabras. El sentirse parte de algo, el tener la sangre mezclada con la tierra que te vio nacer, el que te duela lo que duele a un paisano, el palpitar del corazón acelerado cuando sientes que ha habido una catástrofe natural en el sitio del que dices ser.

La sensación de pertenencia a alguien. La paz de considerar casa a otro ser humano. La tranquilidad del cálido abrazo de quien te comprende. La liberación del bastón humano que no te deja caer. El placer de saber que es tu roca cuando tú solo puedas ser arena que se escapa entre las manos. La seguridad de que conozca tus mayores sombras y las acoja como suyas, haciendo que salga el sol por entre las nubes cuando te envuelve con su paciencia y amor.

¿El hombre es un lobo para el hombre? Puede, pero en realidad no somos islas.

No man is an island.

Solo

La soledad no es un sentimiento, es una realidad. No es una percepción psíquica, es un sentir físico. Es una punzada, un agujero en las entrañas, un dolor agudo en el estómago, un nudo en la garganta, un remover de las tripas, un desgarro. Es tangible.

La soledad es un frío interno, es un escalofrío repentino, es una corriente de aire cuando no tienes manta, es una bofetada sin mano, es un vacío que no se llena, es un sabor metálico en la boca, es un palpitar en las sienes, es un latido que el corazón se salta.

La soledad es miedo, es terror a la nada, es rechinar de dientes, es la almendra amarga cuando te disponías a comerte tu último fruto seco, es un bote de leche que caduca, es un café de pie en la barra del bar con prisa, es un periódico que nadie te lee por encima del hombro, es una comida que no compartes, es un viaje que no cuentas, es un palo para hacer selfies, es un asiento en el cine entre grupos de personas, es medio limón seco en el frigo.

Solos están los árboles sin sus hojas, los bebés cuando sus padres les dejan en la cuna, los ancianos cuando se va la familia el domingo tras la visita de rigor, los perros que esperan a su dueño en la puerta del hospital, los libros que abandonas en la montaña de cosas pendientes, los calcetines que se separaron involuntariamente de su compañero, los camareros limpiando el bar antes del cierre, los señores desayunando el carajillo en el bar de siempre, los muertecitos en el cementerio.

Solas están las manos que nadie acaricia, las estrellas que nadie mira, las sonrisas que no se perciben, las caras de tus compañeros de vagón del metro, las abuelas a las que nadie va a ver ya, las personas… todas.

La soledad es el grito que no das en medio de la noche cuando te despiertas bañado en sudor frío tras una pesadilla. No lo des… Nadie puede oírte.

 

No importa

A veces parece que es el fin del mundo, que lo que te acaba de pasar es lo peor, que no tiene remedio, que es insufrible, insuperable, irremediable, insoportable (y suma todas la palabras propias de una drama queen que se te ocurran). Y, bueno, vale… en ese momento es algo que realmente te duele, te incomoda o, en definitiva, te rompe el día.

Porque, por desgracia, no podemos controlar lo que nos rodea. Y por mucho que intentemos seguir todas las pautas recomendadas (madrugar, un desayuno healthy, trabajar con ganas, socializar, deporte, tareas de la casa), hay cosas que se escapan a nuestro control. O personas. O situaciones. O conversaciones. O lo que sea.

Porque, muy a nuestro pesar, lo único que podemos controlar es… nada. Es así. Te puedes hacer amigo de tu rutina y aferrarte a ella, pero alguna vez que otra te fallará. Y ahí tendrás que ser capaz de adaptarte a lo que haya ocurrido para sacarte de tu rueda de hámster.

Porque, como bien sabemos, el día a día está lleno de pequeños obstáculos que saltar. Y nos empeñamos en quejarnos, en sofocarnos, en darles todo el protagonismo que no se merecen. Que sí, que son un incordio. Pero, no, no merece la pena estar con un disgusto, un sofoco, un dolor de tripa o de cabeza, un cabreo estúpido porque algo no ha salido como esperábamos.

No importa. En serio, hazme caso: no importa. Vale, tómate un rato y lo vives con toda su intensidad: te enfadas, se lo cuentas a alguien, das un grito por la ventana o diez vueltas a la manzana. Lo has hecho, ¿verdad? Pues ya está, deja que se vaya. No le permitas que se quede dentro de ti, porque ya me dirás qué se ha merecido ese disgusto, esa persona, esa situación para ser parte de ti. Nada, lo que ha hecho es torcerte el día. Así que coges y lo enderezas, que eres muy capaz de ello.

¿Sabes por qué? Porque no importa, en serio. Lo que importa es quien te ha ayudado a desahogarte, quien te ha hecho reír, quien te ha mandado el gif de gatitos, quien te ha mandado el tuit del día, quien te ha dado un abrazo, quien te ha escuchado, quien te ha llamado, quien te ha buscado, quien se ha disculpado, quien te ha sacado del bucle ese en el que te habías instalado.

¿Y lo demás? Lo demás no importa.

Roto

Para los japoneses existe una forma de vida que se centra en la búsqueda de la belleza en las imperfecciones del día a día, en aceptar el ciclo natural de la decadencia. Es lo que ellos llaman wabi-sabi. Es decir, que desde su perspectiva, todo aquello que te marca, te agrieta o te lesiona es una parte natural de lo que llamamos vivir.

Tan arraigado se encuentra este concepto en su cultura, que a la hora de reparar vasijas y demás objetos que se hayan podido agrietar o romper, usan polvo de oro. Esta técnica, kintsugi, se encarga de reparar esos objetos embelleciendo sus imperfecciones y no escondiéndolas. En ningún momento se plantean el tirar el objeto o en intentar devolverlo a su estado original. Es tan relevante esa marca que quieren realzarla añadiendo oro o plata, de manera que el objeto luzca orgulloso su magulladura.

¿Por qué no somos capaces de ver la vida de esa manera en occidente? Si algo se rompe, lo tiras. Si un regalo no te gusta, lo cambias. Si esa prenda tiene dos años, la donas. Si tienes una cicatriz, la escondes. ¿Por qué escondes tus magulladuras? ¿Por qué intentas sonreír cuando te apetece llorar? ¿Por qué quieres mostrar al mundo una alegría que no sientes? ¿Por qué te haces el fuerte cuando en realidad eres vulnerable? ¿Por qué fingir entereza cuando estás roto?

Gran parte de la belleza de la vida es que es total y absolutamente impredecible, como las personas. Y lo que hoy te hace feliz, mañana te puede llevar a un abismo de lágrimas sinfín. Y quienes te vitoreaban podrán despreciarte. Igual que un trabajo mediocre puede dar lugar a tu gran oportunidad laboral. Una enfermedad te puede hacer descubrir una fortaleza en ti que desconocías. Un problema te puede desvelar a un gran amigo que no sabías que sería tu punto de apoyo. Un mal fin de fiesta te puede llevar a una mañana espectacular en la que el deporte que has podido hacer te libera las endorfinas que no te daría todo el alcohol de la fiesta de la que te fuiste. Un baño en el mar helado te puede llevar a una paz mental inusitada y que desconocías que necesitabas.

Somos vulnerables, torpes, indecisos, débiles, inseguros, frágiles, rencorosos, orgullosos… imperfectos. Somos humanos. Y escondemos todos esos rasgos porque los consideramos defectos de los que avergonzarnos, sin saber que en realidad es algo que todos compartimos y que demuestran que estamos vivos. Y que esconder tus heridas no las ayuda a cicatrizar, sino más bien lo contrario. Son tus heridas de guerra, las que te recuerdan que fuiste y saliste victorioso. De acuerdo, no sin un rasguño, pero estás aquí para contarlo y eso es extremadamente positivo.

Haz una pequeña labor de auto-observación, busca esas grietas que cargas cual vasija japonesa y disponte a rellenarlas de polvo de oro. Porque a partir de ahora vas a no negarlas al mundo, empezando por aceptarlas tú mismo. No eres perfecto, y no lo necesitas. Estás vivo y es lo que importa. Aprende a lucir tus recuerdos con el pleno convencimiento de que ellos son lo que te hacen tú, lo que te moldea y te ayuda a seguir dando pasos en la dirección correcta.

Estás roto, sí, ¿y qué?

No intimidas

Hazme caso: no es así. El que seas una mujer atractiva, inteligente, con un buen trabajo, con aspiraciones, inquietudes e intereses… no intimida a nadie. Bueno, salvo a las personas inseguras, claro. Porque alguien que no está muy seguro de su propia valía preferirá fijarse en alguien que considera inferior, una persona que no le robe su propio brillo, que no cuestione sus aficiones, que no resalte su propia falta de valía.

Deja de creer en esas cosas: la gente no lleva razón. No porque lo digan otros va a tener malor que lo que tú bien sabes. Porque no hay ningún hombre en el mundo que tenga una cita con una mujer guapa, con conversación, divertida, y diga: «no quiero volver a verla nunca más en mi vida». Y si necesitas verlo desde otra perspectiva para que tenga más sentido, dale la vuelta a la tortilla. Piensa en una cena con un hombre culto, atractivo, interesante, con conversación, con las ideas claras… ¿querrías volver a verlo? Eso es, no lo olvides.

Pero considera otro escenario: una persona que se gusta tanto, que se tiene a sí misma en tan alta estima que no hace otra cosa que no sea hablar de sus ocupaciones, opiniones, intereses, hábitos. Alguien que se pasa la cena contando sus historias, hablando de «su libro». Alguien que es incapaz de pararse a escuchar, de quedarse callada esperando que la otra persona tenga un momento para participar. Alguien tan inseguro que no sabe más que hablar de sí mismo. Esa persona, hombre o mujer, no le gusta a nadie. Esa mujer que necesita ser constantemente el centro de atención en realidad es alguien lleno de inseguridades, asustado porque no se considera lo suficientemente interesante como para gustar si no es siendo la protagonista en cada momento. Ese hombre que se cree que atrae contando todas sus anécdotas no es consciente de que lo que transmite es falta de autoestima y un gran complejo de inferioridad.

Sé la persona tan segura de sí misma que sabe que aquel que tienes al otro lado necesita su espacio – que lo escuches, que le preguntes por lo que le interesa, que le hagas reír, que le hagas sentir que es importante para ti. Porque cuando nos separamos recordamos cómo nos ha hecho sentir la otra persona: importante, querido, apreciado, escuchado… alguien. Nos hace sentir que somos especiales y que no solo merecemos su tiempo, sino que además disfrutan a nuestro lado. Porque en realidad eso es lo que todos queremos: sentirnos bien, que nos den cariño, cobijo, que nos quieran con nuestros defectos e inseguridades. Que nos den nuestro espacio y nos dejen brillar con luz propia.

Y ahora, ve a hacer feliz a alguien, pero recuerda: no intimidas. No dejes que otros intenten robarte tu brillo con semejante afirmación. Nunca.

Intangible

Cuesta trabajo definirlo, porque todo aquello que tenga que ver con sensaciones o sentimientos nunca es fácil de explicar. Y tampoco es sencillo conseguirlo o perseguirlo. Cuanto más te preguntas cómo ha ocurrido o por qué no está pasando, más te alejas de ello.

¿No te has dado cuenta de que hay personas con las que tienes una conexión instantánea y otras a las que no entiendes por mucho que habléis el mismo idioma? Y no es una cuestión de atención o interés, porque de hecho suele ocurrir que le dedicas más tiempo a aquellas desconexiones con el objetivo de conseguir arreglarlas o mejorarlas. Olvidas que no se trata de atenciones, de mimos o de horas invertidas. No es una cuestión de ponerle ganas… es que hay relaciones que están destinadas al fracaso mucho antes de nacer.

Te niegas a ello, por supuesto. Con esa manía humana de querer razonarlo todo, meditarlo, analizarlo, diseccionarlo y arreglarlo. Se te mete entre ceja y ceja que te vas a llevar bien con el universo entero, con todos los habitantes del planeta tierra. Pero estás pasando por alto que hay algo intangible en las relaciones que ocurre… o no. Esa chispa que se enciende y que hace que te comuniques con alguien con una siemple mirada, y que otra persona sentada a su lado no te entienda ni aunque le escribas un libro de instrucciones de 300 páginas. Y es algo tan agradable, a la par que recíproco, que los dos acabáis hablando de cualquier cosa que se os pase por la cabeza sin notar que lo estáis haciendo, olvidando que pueda haber otras personas alrededor.

¿No es bonito? Mágico, incluso. Lo fácil que es a veces que dos cerebros conecten y se retroalimenten, se contagien el entusiasmo por haberse encontrado, se distraigan, entiendan, animen, gusten. Lo inesperado, la sorpresa, el encuentro fortuito que te alegra la tarde, que te hace querer quedarte más tiempo aunque deberías irte, que te haga pensar que mereció la pena salir del sofá y pisar la calle, andar en busca de ese yo complementario en una cabeza ajena que haría de un día normal una tarde inolvidable.

Quizás gran parte de su belleza radique precisamente en su carácter aleatorio, en la imposibilidad de provocar una sensación así de manera premeditada. En un mundo lleno de tecnología donde todo se puede reducir a algoritmos y meter en bases de datos artificiales, una conexión humana contra todo lo previsto te demuestra que, como ya sabías, las mejores cosas de la vida son gratis. E inexplicables.

Feliz semana.

Nos equivocamos

Pasamos tanto tiempo de nuestra vida diaria ocupados en actividades mecánicas, en tareas de esas que realizamos sin pensar, que se nos olvida que la vida es eso justamente que nos está ocurriendo. No es el plan de futuro, ni la quedada del sábado, ni el viaje a Islas Mauricio del próximo noviembre. Es ahora, es esto, es hoy, es este preciso minuto en el que andas leyendo las cuatro palabras que me he animado a juntar tras las vacaciones.

¿No te da pena a veces? Pensar que te pasas toda tu existencia corriendo de un lado a otro, sin darte ni cuenta de que solo rellenas huecos, víctima del horror vacui que nos domina a todos en esta sociedad moderna de tecnología, inmediatez y todo tipo de dispositivos que no nos conectan, sino que nos hacen cada vez más torpes, insensibles, asociales, inhumanos.

Sin querer, como por una bendita casualidad de esas que se dan a veces en la vida, te encuentras en otro lugar y no se parece nada a la ciudad en la que vives. Y, sin saber cómo ni por qué, dejas que el ambiente local se te contagie, se te pegue a la piel, te entre en los pulmones al respirar, se meta en los tímpanos en forma de voces calmadas, pájaros cantarines sin prisa, coches que pasan sin más preocupación que la de llegar pronto a la playa para poder tomar el sol y darse un baño bien merecido. Y te das cuenta de que nos equivocamos: lo importante no es ir corriendo de una parte a otra, lo verdaderamente interesante es disfrutar de la nada. Simplemente dejar que lo que te rodea te marque el paso, el rumbo, el ritmo.

Porque nos preocupamos demasiado por cosas tan insustanciales… sin querer ver que lo único que vale es un abrazo, un plato de comida, un buen vino, una caña helada, un ataque de risa tras oír un chiste malo, charlar con la panadera sobre una empanada, agradecer el piropo del quiosquero, admirar la fachada de esa iglesia por la que pasas a diario, acariciar al perrete que se te acerca moviendo la cola, sonreír al ver a esa niña intentar darle de comer a las palomas, tener un techo bajo el que dormir y un peluche al que abrazar cuando no te apetece salir de casa. Porque la vida está en esas pequeñas cosas.

Hemos vuelto en Sweet Limerence… Bienvenidos.

Sin salida

A veces la calle está cortada, o no tiene salida. Así que avanzas hacia la nada, quizás sin saberlo, quizás por dejadez ni viste la señal que te avisaba de que ese camino no llegaba a ninguna parte. Bueno, sí que llegaba, pero a un final, a un punto de no retorno… no te llevaba a otra calle, no había giros, salidas, escapatoria. Y te encuentras, de repente y sin previo aviso, en una calle que has recorrido en su totalidad y a la que no le queda ni un centímetro más que pisar. Has parado en todos los puntos, admirado los paisajes, las vistas, saludado a los viandantes, acariciado a los perros que se te cruzaban, te has hecho selfies y has charlado con el frutero. Pero se te ha acabado.

¿Qué hacer? ¿Dónde ir? ¿Cómo actuar? ¿A quién acudir? ¿Qué dirección tomar? ¿Cómo hacerlo? ¿Cuándo? ¿Pedir consejo? ¿Hacer caso a esos consejos? ¿Reflexionar? ¿Meditar? ¿Parar y ver la vida pasar? ¿Esperar? ¿Rezar? ¿Darle vueltas a todo? ¿No pensar en nada? ¿Dejarlo estar? ¿No hacer nada? ¿Ponerlo todo patas arriba? ¿Darle la vuelta a la tortilla? ¿Resignarte? ¿Pelear? ¿Crear un camino nuevo? ¿Desandar lo andado? ¿Borrar tus propios pasos?

Puede que una calle sin salida sea justo lo que necesitas, lo que te lleva a crear tu propia salida, a poner las baldosas y pisarlas, una a una. A no dar nada por hecho, a no fosilizarte, a no confiar en el inmovilismo, a retarte, a cuestionar tus propias decisiones, a desconfiar de la rutina, a inventar una nueva. Es muy probable que la ausencia de salida sea una escapatoria en sí misma, una señal de alarma, una oportunidad.

Para. Descansa. Mira hacia atrás. Recuerda lo bueno. Guarda lo malo como lecciones aprendidas. Levántate. Sacúdate el polvo. Saca pecho. Respira. Sonríe. Y da tu primer paso en el nuevo camino que vas a inventar. Actúa.

Descompresión

La alarma. El atasco. El bus. El taxi. El coche. La bici. La moto, El código de entrada. Los emails. El móvil. La reunión. La llamada. El ascensor. Las escaleras. El taper. La merienda. La fruta. El super. Las colas. El calor. El sueño. La casa. La fregona. La limpieza. La sartén. Las horas que pasan volando. Las noches en vela. El madrugón. Las ganas de siesta. La fecha de entrega. El plazo que se acorta. El cambio de opinión. Los planes improvisados. El metro que no llega. El que se va en tu cara. El abono caducado. El taxi que pasa de largo. La terraza llena. El chorro de agua que te empapa las gafas. La bebida caliente. La cubitera sin hielos. El último helado del congelador. Las colas. El sudor. El peinado que se cae. El golpe de viento que te levanta el vestido. La lluvia repentina que te pilla antes de llegar a casa. La caca del perro en el portal. El camión de la basura haciendo ruido. El afilador a una hora inesperada. El tapicero y sus altavoces. El vecino gritón. La vecina con tacones. El ruido, el calor, el bullicio, el estrés.

El olor a mar. Los gorriones cantando. Unas gaviotas de lejos. El aire fresco en la piel. La comida recién hecha. La siesta improvisada. El silencio. El paseo por la playa. La tapa con amigos. Las risas. La paz.