Brunetina y el mar

A Brunetina no le gusta la playa, vaya eso por delante. Y no es que tenga algo en contra de la arena, o del mar y sus olas. Es que solo de pensar en tener que ponerse al sol a las cuatro de la tarde en julio, rodeada de familiones, con niños corriendo alrededor llenándole la toalla de arena, señoronas contando el cotilleo de la Esteban a voces a sus amigas, grupos de adolescentes oyendo trap a toda pastilla en el móvil mientras intentan encontrar la pose que más abdominales y biceps les saque – mientras ellas se hacen el selfie de rigor poniendo morritos y sacando pecho, la orilla llena de algas, el mar lleno de basura, la arena – que te abrasa los pies – con sus correspondientes colillas y latas de resfrescos abandonadas, el coche aparcado a 3km porque era imposible dejarlo cerca de la playa – con gorrilla o sin él… solo de pensar en ese escenario le hace querer abrir el armario e irse al mundo de Narnia de cabeza, con un buen abrigo de plumas y una bufanda a juego.

Pero el mar, ay, eso ya es otra cosa. Porque estar en el sofá tirada y pensando en por qué hace 40 grados y cuándo volverá el frío… mientras alarga la mano para coger el mando a distancia del aire acondicionado, no es vida. Lo que realmente apetece es coger un bañador retro, una toalla, un capazo y salir hacia la playa. Y encontrar aparcamiento a la primera, nada de levante, un poco de sol – pero no en exceso-, tener una sombrilla, poder plantarla cerca de la orilla, para que la brisa marina le refresque la piel mientras ve las olas romper y a las gaviotas de lejos. ¿Número de personas en la playa? Pocas, y silenciosas. Un señor mayor dando un paseo por la orilla, una mujer tomando el sol en su hamaca, una parejita en la orilla intentando entrar en el agua de a poquitos, tres niños haciendo un castillo de arena con la concentración de un adulto haciendo un sudoku. Una amalgama de personas, vidas cruzadas, sensaciones, situaciones… con el mar de fondo. El mar frío, sin algas, limpio. Las olas rompiendo con fuerza, pero no tanta como para que ondee la bandera roja. Ir hacia ellas poco a poco, sin prisa, respirando el aire puro y evitando molestar a los niños del castillo en el camino. Poner los pies en el agua y sentir el frío recorrer desde la punta de los dedos hasta la nuca. Esa sensación de frescor, de alivio, de disfrutar del descanso de guerrero en la naturaleza. Y entrar en el agua sin prisa, esquivando las olas, yendo de lado para evitar el impacto directo. Y, en un momento dado, soltarse la coleta y zambullirse de cabeza. Y bucear. Sacar la cabeza, mirar alrededor, y nadar. Parar de nadar y quedarse flotando, dejando que la marea te meza y te abrace con sus partículas de sal. Cerrar los ojos y sentir la mayor de las relajaciones. Y sentir, solo sentir… los pies, las piernas, las manos. Y abandonarse.

Porque a Brunetina el mar sí que le gusta.

Brunetina y Manolito

Hace ya años de esto, pero Brunetina se acuerda como si hubiera ocurrido ayer. Quizás porque todo aquello que te pasa de niño se magnifica y deja huella en tu cerebro. O quizás porque le gustan tanto los animalitos que ese tipo de anécdotas siempre están más en la superficie, cercanos, tiernos, al alcance cuando una tarde con los amigos le apetece contar algo simpático de cuando era pequeña.

Al tema: Brunetina tenía un ratón. Sí, eso es. En la casa de Cardiff resulta que había un visitante y se hizo uno más de la familia. Hubo que ponerle nombre, claro, porque no se puede vivir en amor y compaña sin tener forma de llamarlo. Manolito, se llamaba. Algo muy castizo, claro, en honor a los orígenes y fruto de ese pesar que siempre acompaña a los exiliados, ese amor por la patria y añoranza por volver.

Manolito era como se supone que deben ser los ratones: pequeño, tímido, escurridizo y amante del queso. Y por eso le ponían queso, para que él saliera a tomarse una tapa de vez en cuando. Y a Brunetina le encantaba observarlo, llamarlo, ponerle la comida.

Pero toda buena historia tiene un final, porque nada es para siempre, porque todo lo bueno algún día se termina. Y le explicaron a Brunetina que Manolito tenía que mudarse, que su familia estaba fuera, que había que ayudarlo a salir de la casa. Y se pusieron todos manos a la obra: vamos a poner queso en una caja, que entre, y así salimos y lo dejamos con la caja abierta en la calle para que vaya a buscar a los suyos. Y tenía sentido. Así se hizo, de hecho. Brunetina iba con su hermano y la caja, con Manolito dentro, pero notó que no se movía. ¿Por qué no se mueve? Y su hermano le dijo: es que se está haciendo el muerto, no veas si es listo Manolito, vamos a soltarlo fuera y nos escapamos de puntillas, para no molestarlo. Y, en cuanto no nos vea, se irá como una bala. Y ella, feliz, convencida, sonriente. Corriendo a casa de puntillas, que no nos oiga Manolito.

Qué sorpresa fue para Brunetina descubrir la realidad muchos años después en una comida familiar. Contaba ella la historia a su manera, como la había vivido, como solemos hacer con los recuerdos. Y, por desgracia, descubrió que Manolito no se había hecho el muerto, no. El pobre ratón no era tan buen actor como ella creía. Aunque en su momento creyó ciegamente en lo que le contaron – quizás porque deseaba que fuera verdad, quizás porque su familia estaba tan sorprendida como ella de que Manolito no hubiera resistido el entrar en la caja del quesito trampa.

Manolito: allá donde estés, se te echa de menos. Espero que te estén dando buen queso y agua fresquita, que era lo que más te gustaba.

Brunetina y los consejos

Hay muchas cosas que te dicen a lo largo de la vida. Son pequeñas recomendaciones que sueles anotar mentalmente para cuando las necesites. Pero Brunetina tiene dos consejos, muy sencillos, que aplica casi diariamente. Consejos que puede que sean útiles a casi cualquier persona – niño o adulto.

Son, a saber:

  • Las cosas, de una en una. Gran consejo materno, fruto de unos arrechuchos de Brunetina en los que se quejaba de no poder abarcarlo todo (estudiando o trabajando, sirve en ambas circunstancias). Su madre, con esa sabiduría que da crear vida, le dijo: «me da igual que tengas cien cosas pendientes, no puedes hacerlas todas a la vez. Así que las apartas todas y las vas cogiendo de una en una. Solo tienes que encargarte de una cosa, la que tengas delante. Olvida por completo las demás». Y Brunetina pensó que era la mejor idea que había oído nunca. Y es que no le faltaba lógica. Porque solemos querer terminar todo a la vez, poniendo en práctica es mala manía que tenemos de aparentar que podemos hacer muchas cosas a la vez. Y, al final, por tanto obsesionarnos con abarcarlo todo… hacemos poco y mal, aparte de acabar derrotados y frustrados por no haber cumplido con nuestras propias expectativas.
  • No se te olvide respirar. Consejo paterno que se basaba en la idea de: «cuando te agobies, necesitas darle un chute de oxígeno al cerebro. Así que vete a un sitio aparte, cierra los ojos y toma aire. Pero tómalo de verdad, llena los pulmones, y luego lo expulsas. Muy lentamente, disfrutando de cada segundo. Así, hasta tres veces. Y verás como te calmas». Brunetina pensaba que esto sonaba demasiado sencillo para poder funcionar, pero – como siempre ante los consejos de sus padres- se equivocaba. Y descubrió que el oxígeno al cerebro es como el sol a las flores. Y que era tan sencillo como tomarlo a conciencia, poco a poco y durante unos segundos. Pura magia.

Y con esos dos consejos vive Brunetina cualquier tropiezo en su día a día, cualquier preocupación, disgusto, despiste o comedura de coco. Esos consejos que suelen llamar de otra manera, mucho más comercial que lo que se lee arriba – algo del tipo mindfulness o meditación. Pero, no os dejéis llevar por palabras salidas de mentes marketinianas… Estaba todo inventado ya de antes: las cosas de una en una, y no se os olvide respirar.

Porque los mejores consejos siempre vienen de los que trajeron al mundo y te lo dieron todo. Algo que olvidas de adolescente, pero que sabes bien de adulto. Y que nunca olvidarás.

Brunetina y el sueño

Te pesan los párpados, te cuesta fijar la vista. Parpadeas, te frotas el ojo izquierdo, el derecho, te secas algunas lágrimas. Vale, de acuerdo, parece que ya puedo seguir leyendo. Ah, pues no puedo, no. Bueno, de acuerdo, cierro el libro este y me pongo una serie. Mira, esta serie es divertida, seguro que me espabilo. Títulos de crédito, saludos iniciales, un par de bromas. Ay, espera, que se me cierran los ojos. Vaya, parece que cada vez parpadeo más lento. No puede ser, no me estoy enterando de nada. ¿Qué acaba de pasar? Pues juraría que esa actriz es nueva, claro, como que parece que he parpadeado durante diez minutos… No me extraña que no me esté enterando de nada.

Apagas el portátil, lo cierras, te desperezas, te estiras, coges el móvil. Mira, me han escrito. Uf, me cuesta contestar algo ocurrente. Espera, una notificación… bah, ni soy capaz de entender esa foto. Mejor programo las alarmas y bloqueo el móvil.

No quiero dormirme, no quiero acostarme, no quiero darme por vencida. Pero es que ya ni siento los músculos del cuerpo, el cerebro hace tiempo que está soñando. Mejor apago la luz y me acurruco de lado. Un ratito, solo un ratito.

Y es que el sueño siempre fue la criptonita de Brunetina – no hay necesidad básica que pese más en su organismo.

Buenas noches.

BRUNETINA Y SU TÍA

Parece que fue ayer, por aquello de que el tiempo pasa volando (algo que de niña dices sin pensar, pero que de adulta sientes cual puñal que se te clava entre las costillas), pero el 25 de abril de 2016 Brunetina recibió la peor noticia que puede recordar en su no tan breve existencia: la muerte de su tía materna, su madrina, su segunda madre.

Son circunstancias cotidianas, al fin y al cabo, nadie está libre de venir al mundo tan solo como deberá abandonarlo – con suerte, en muchísimos años… con menos suerte, siendo joven aún. Pero resulta que eso que es tan cotidiano, tan natural, tan normal… parece que se te haga antipático cuando los astros se alinean y te toca a ti – no en primera persona, claro, pero pasando muy de cerca y notando el aliento de la señora de la guadaña en la oreja. Y, entre otras muchas cosas, sientes una rabia e impotencia que no se pueden expresar con palabras. Que sí, que lo intentas, y por eso existe este blog – como muestra, un botón, que dirían los clásicos. Pero esa noticia, que no te pilla por sorpresa, te deja un nudo en la garganta que te impide funcionar como una persona normal.

Ya no eres un ser humano, eres un robot. Porque esos miedos que te mantenían despierta por la noche, que te hacían correr con la nieve de cara, que te ponían a hacer listas de tareas por cumplir sin fin… esos miedos se han materializado. Y no hay nada ni nadie que pueda salvarte de la noticia que te acaban de dar: se ha ido. Sin mirar atrás, sin remedio, sin posibilidad de arrepentimiento. Tu tía, esa persona a la que conoces desde hace 35 años, acaba de abandonar la faz de la tierra.

Es curioso, porque no pasa como en las películas. No te pones a gritar, o a llorar, o a correr desconsolada por las calles de la ciudad. No. Simplemente cuelgas el teléfono y sigues andando, por el camino que ibas, en la misma dirección, con el piloto automático, sin tener la más mínima idea de dónde ibas y por qué. No ocurre nada, ¿sabes? Nada digno de mención, nada que pueda aparecer en tu serie preferida o en tu novela de cabecera. El mundo sigue exactamente igual – miras alrededor y nada ha cambiado. Nada. Los coches siguen circulando, la gente se cruza contigo (algunos se chocan, ofuscados, pero los pobres no saben el estado en el que te encuentras). La vida sigue, irónicamente. La suya, por desgracia, no. ¿Pero la de los demás? Exactamente igual que antes de que recibieras la llamada, esa llamada que no querías recibir pero que llevabas semanas temiendo que tendría lugar.

La sensación, tan desagradable, es de estupor. Ante la muerte no sabemos lo que hacer, lo que decir, lo que sentir. Y nos quedamos como entumecidos, catatónicos, sorprendidos, asombrados. De repente eres consciente de la fugacidad de la vida y de tu propia mortalidad y se te congela el mundo alrededor. Es como si te hubieran quitado un brazo, o una pierna, o un órgano, o una oreja. Es como que, de repente, sigues tu camino faltándote algo – aunque no sabes muy bien el qué. Es una sensación muy desagradable, rara, incómoda. Es un sentimiento que no entiendes, que no eres capaz de expresar con palabras, que no puedes comunicar a los que te rodean. Algo que no es como imaginabas y ante lo que no sabes reaccionar.

Así que sigues tu camino, de manera un tanto automática, cual sonámbula… y pretendes que las cosas sean como antes, como siempre, como han sido y como serán. Porque, por algún motivo que desconoces, no puedes llorar, ni desahogarte, ni sacar fuera lo que sea que se supone que llevas dentro. Y te vas, a casa, y sientes que te sobran las paredes, los muebles, los brazos, las piernas, los ojos, el corazón y el cerebro. Así que sales. Te vas a una terraza y te pides una cerveza, esperando que lo que te comentan sirva para distraerte de lo que realmente ha ocurrido. Porque la verdad es que no eres muy consciente de lo que ha pasado.

Y al día siguiente vas a trabajar, y no quieres hablar del tema. Te dan el pésame, te quieren comentar cosas… Pero, para qué mentir, lo último que te apetece es hablar de eso, de lo que ha pasado, de ella, de su ausencia, del viaje sin retorno. Y pocos días después estás en un tren camino de casa, recorriendo un trayecto que se te hace nuevo porque nunca te había pasado llegar y no verla. Y llegas, y no la ves, y te montas en otro bus, y te vas a la feria. Y pides comida, y bebida, y oyes, y hablas, y posas en fotos, y bailas. Pero, de repente, notas que ese agujero en el estómago que tienes desde el lunes se agranda. Empieza a ser demasiado grande, se ensancha, se amplía y parece que estés en un centrifugado de una lavadora. Y en el momento más tonto de la tarde… empiezas a llorar sin consuelo. Las lágrimas te caen por la cara y ya no eres capaz de seguir con el piloto automático. Sólo quieres llorar, sacar la rabia que llevas dentro, el dolor, la pena, la impotencia, el desgarro. Y te vas a casa.

Poco sabía Brunetina entonces que ese momento, justo ese, era en el que empezaría a curarse. Porque es imposible salir de un pozo sin haber tocado fondo, porque solo puedes empezar a vivir la vida sin alguien cuando realmente le digas adiós, la llores, la dejes ir. Porque la vida sin ella es otra, pero no indigna de vivir. Porque su recuerdo merece que, al menos, intentes hacer las cosas con la misma pasión que siempre las has hecho.

Porque tu tía no está, pero su recuerdo no te abandona. Y por él, por ella, has sido capaz de crear este blog. Porque ha pasado un año y has conseguido escribir esto sin derramar una sola lágrima.

La vida sigue, irremediablemente.

BRUNETINA Y DALMA

Una de las primeras personas en las que piensa Brunetina cuando quiere recordar su infancia es, sin lugar a ninguna duda, la más estilosa de todas las mujeres que han pisado o pisarán la faz de la tierra: Dalma. La única, la guapísima, la elegante, la inimitable, la irrepetible. Esa gran amiga de su madre de sangre brasileña hizo mella en Brunetina como ninguna otra.

Alta, esbelta, de piernas interminables, melena negra suelta, gestos medidos, andar de gacela, con una sonrisa irresistible. Sabía reírse de sí misma como ninguna otra. Era una risa contagiosa, juvenil a la vez que sugerente. Se apartaba el pelo de la cara con un sencillo gesto, muy cuidado, que la hacía aún mas atractiva. Y se vestía con unos tejidos que marcaban su paso al ritmo del viento de la bahía. Le daba el toque exótico a la ciudad que tanto necesitaba, hacía de cada sitio al que iba uno interesante, místico, sensual, irresistible.

Era fácil saber cuándo había estado de visita en casa. Entrando en el portal, se olía su perfume. Ese olor dulce sin ser cargante, esa fragancia que ella y solo ella usaba. Y Brunetina subía las escaleras de dos en dos, de tres en tres, para llegar cuanto antes al cuarto izquierda. Para poder verla, oírla, observarla en silencio… esperando poder contagiarse de todo lo que emanaba tremenda mujer, señora, madre, esposa, amiga, confidente. Cuál era su sorpresa al ver que llegaba tarde, que lo que había olido era el rastro que dejaba su marcha, que era el olor de su ausencia y no el de su presencia el que le había dado las buenas tardes al llegar a casa del colegio. Y se iba frustrada a la habitación, a soltar la mochila y hacer la tarea – totalmente desmotivada ante la previsión de una tarde privada de su compañía.

Y es que tenía estilo hasta para la decoración. Ir a su casa a jugar con Paloma era una aventura, algo que siempre le apetecía. Todo estaba decorado con el mejor gusto y las cenas con amigos siempre tenían de fondo una música que tenía el volumen correcto – ni muy alta, ni muy baja. La atmósfera ideal, la anfitriona de anuncio. Se le antojaba a Brunetina que era música que solo ella podía tener, algo que componían por y para ella, unos acordes que acompasaban su andar de gacela, descalza, con un mono de seda hasta los tobillos, el pelo al viento, una risa espontánea, una bandeja de quesos, un guiño de ojos al pasar, el rastro de su perfume. Cierto es que con la edad supo que se trataba de ritmos brasileros, pero eso nunca le restó encanto. Solo hizo que le gustara esa música, que a día de hoy la relaje y transporte a otro momento cuando entra en un restaurante y se puede intuir ese sonido levemente.

La comida no se quedaba atrás – comer en su casa era una oda a la gula. Con ella aprendió Brunetina lo que era un auténtico desayuno de beicon crujiente, huevos, panecillos de distintos tipos tostados… Inventó el brunch incluso antes de que existiera. Tanto se adelantaba a las tendencias que podía saber algo que volvería loca a la gente cuando nadie se lo había imaginado. Y su versión de la ensaladilla rusa no se quedaba atrás – le ponía huevos de codorniz a modo de adorno y hacía tanta que podías tomar y tomar hasta decir basta.

Cuenta la leyenda que la admiración de Brunetina era tal que la pillaron con dos años sentada en el salón de casa cruzada de piernas e intentando imitar la postura de tan maravillosa mujer. Y que ella, cuando lo descubrió, se rió como ella solo sabía y le quitó importancia. Como las grandes estrellas. Como habrían hecho Grace Kelly, o Lauren Bacall, o Sophia Loren. Y cómo no querer imitar a la mujer que le enseñó a bailar samba al ritmo de las Mama Chicho (con poco éxito) o que dio un abrazo y beso a su hermano cuando por culpa de un virus se hallaba postrado en cama y apartado del resto de los mortales, por el riesgo de contagiarles tan peligrosa enfermedad. Con ella aprendió que el maquillaje se lleva, pero sin que se note. Que en la ropa importan los tejidos. Que hay que dedicar el tiempo que sea necesario a estar listas. Que una fragancia habla más que muchas palabras. Que hasta en casa hay que ser estilosas. Que incluso unas zapatillas de estar por casa pueden tener tacón. Que hasta andando descalza se puede tener clase. Que hay que saber ponerse el mundo por montera. Que unas transparencias son bonitas si sabes llevarlas. Que la elegancia no se compra con dinero.

Y la recuerda andando por las calles de Chipiona descalza, con su golpe de melena y su risa contagiosa. Riéndose de sí misma por haber salido de casa un momento sin zapatos y haber aparecido allí de tapas. Fingiendo que le importaba, pero sin que le afectara lo más mínimo que todo el pueblo la mirara. Desconcertando a todos y dejando una huella imborrable en sus cabezas. Porque una mujer así, a la que las mujeres envidian y los hombres desean, es imposible de olvidar. Una mujer de bandera es atemporal.

Dalma, esa mujer irrepetible que nunca se podrá olvidar.

 

BRUNETINA Y LOS ZAPATOS

El rosa siempre fue su color, desde una temprana edad. No se podía ser más cursi: edredón rosa, paredes del habitación de ese color, dibujos de Snoopy, peluches, Barbies… Pero es que no lo podía evitar – era su color preferido. No le faltaba ninguno de los detalles típicos de las niñas; que si ropa, bolsos, zapatos, muñecos, adornos, casitas, carros. Películas Disney, por supuesto, y fantasía arrolladora – aparte de una afición por imaginar mundos y escenarios no tangibles mucho más divertidos que el real.

Lo que recuerda con total nitidez son sus primeros tacones. Bueno, lo que su mente de niña quiso registrar como tacones – no pensemos que iba vestida cual reina de concurso de belleza tejana, nada más lejos de la realidad. Se trataba de unas sandalias de color rosa. Tenían unas tiras en la parte  delantera y se cerraban al tobillo. La suela debía de ser rígida, porque al andar sonaba un taconeo muy simpático. Y eso le hacía creer a Brunetina que iba en tacones. Eso y que la parte trasera tenía una mínima elevación, lo cual le hacía imaginarse una modelo embutida en el mejor de los vestidos desfilando por la pasarela con estiletos de doce centímetros. Se sentía como una princesa de cuento en ellas, lo recuerda como si hubiera pasado ayer (y puede que tuviera unos dos años, nada más).

Se ponía sus sandalias nuevas y andaba por el pasillo de casa – arriba y abajo. Y le decía a su madre: mira, tengo tacones. Con una sonrisa de oreja a oreja, por supuesto. De hecho, existe una foto de la comunión de su hermano donde aparece con su vestido (rosa, claro) y sus sandalias a juego. No se puede tener mayor cara de ilusión. Pelo corto rubio, de esos que se peinaban casi sin cepillo, el típico pelo lacio que es suave como el algodón, ropa de muñeca con lazos, zapatos de señorita y piel clara tono nórdico (esa que aun a día de hoy hace que la gente se cuestione sus orígenes, y es que hay cosas que te persiguen de por vida).

Esos fueron los primeros, sí. O lo que a ella le parecieron sus primeros zapatos de tacón. Pero los primeros tacones reales que tuvo se los regaló su abuela – no podía ser de otra manera. Fueron unas sandalias compradas en el zoco, no sin pocos regateos. De tacón de cuña, plataforma y cordones. De un color nude muy actual. Sandalias modernas que le hicieron ganarse a ella y a su abuela un buen mosqueo materno porque «la niña es demasiado pequeña para ponerse tacones». La niña en cuestión estaba encantada de tenerlos y se sentía importante con ellos, aunque supo que no podría llevarlos a la calle (una pena, porque eran preciosos). De hecho, es sorprendente pensar que llevar esas cuñas hoy levantaría más de un piropo y haría que bastantes personas le preguntaran que dónde las había comprado. Cosas de la moda, que parece que siempre se repite, como la historia.

Pero ha sido un largo camino, lleno de zapatos de todo tipo: sandalias, tacones, plataformas, cuñas, botas, botines, tenis, chanclas, zapatillas. Han sido muchos los zapatos que han ayudado a Brunetina a ir deambulando por la vida, aunque una gran parte de ellos le han hecho ver todo desde las alturas. Nada como un buen par de zapatos de salón de 10 centímetros para enfrentarte al vida de otra manera, para plantarle cara al día con aplomo. No se ve la vida igual así que con unos planos. Se anda más erguida, se dan pasos más cortos, se balancea el cuerpo de otra manera.

Y es que aquello que viste tus pies es extremadamente importante, porque es la parte de tu vestimenta que más usas, que más necesitas y a la que sueles hacerle menos caso. Pero la mayor parte de tu vida la pasas o durmiendo o andando. Por lo tanto, siguiendo esa lógica, lo más importante deberían ser tu cama y tus zapatos. Esos zapatos que te abrazan el pie, que te protegen de la lluvia, que te llevan a hacer turismo o deporte, a una cita.

Brunetina siempre ha pensado, desde una muy temprana edad, que unos buenos tacones son tu forma de decirle al mundo que vas a por él, que no te achantas, que no va a poder contigo. Como bien dijo Miranda en Sex and The City: You can take me out of Manhattan, but you can´t take me out of my shoes. Mientras puedas usar el zapato que quieres, mientras puedas vestir a tus pies de la forma que te gusta… todo irá bien, tendrás todo bajo control, podrás transmitir al mundo el mensaje de quién eres y quién quieres ser. Porque no se puede juzgar a nadie sin haber estado en su piel. O, siguiendo en la línea de SATC: Don´t judge me until you’ve walked a mile in my shoes.

 

BRUNETINA Y LA LECHE

Parece una de esas cosas sin importancia, o con no demasiada, sobre todo teniendo en cuenta que es un alimento que tomas desde bebé y al que se le presta poca atención. Es cierto que últimamente se le hace caso para tacharlo de las dietas, para tomarlo desnatado o para culparlo de kilos de más (que probablemente hayamos ganado gracias al sedentarismo). Se deja de tomar porque los japoneses no la toman, porque somos intolerantes, porque no nos aporta nada, porque nuestro cuerpo no se lleva con la lactosa. Ha quedado escondido en el frigo, se ha sacado de la lista de la compra semanal o mensual, se ha dejado de pensar en él salvo como complemento del café o culpable de tantos males. Ya no es el alimento que una vez fue.

La leche, si, eso. No nos paramos a hacerle mucho caso porque siempre ha estado ahí, como es primo lejano del que no te acuerdas salvo cuando ya lleva 3 días en casa y empieza a oler (como el pescado, ya se sabe lo que pasa con las visitas), sobre todo cuando te das cuenta de que no hace más que tomarse tu Cola Cao cada mañana. Pero lleva contigo toda la vida y no se lo valoras. De bebé tomabas la de tu madre, que te protegía de todas las enfermedades y te hacía fuerte y sano. Puede que hasta la tomaras en polvo, en lugar de la materna o para complementarla. Pero la tomabas en varios formatos casi seguro. Y ya de niño te daban tus batidos de frutas con ella o te ponían tus galletas en la merienda con tu vaso de leche. La tenías tan a mano como el agua del grifo, nunca pensaste que fuera a dejar de estar ahí. O que un día no la toleraras o tuvieras que preocuparte de si debías tomarla sin su nata por aquello de la salud, la línea, la dieta o la moda del momento que corresponda. Por alguna de esas cosas que te ocurren de adulto y que de niño ni sabes que existen.

Pero es que Brunetina se acuerda perfectamente de la leche que tomaba de niña y la echa de menos como las flores al sol en un domingo negro de invierno de temporal insufrible. La echa de menos como la enamorada a su amado cuando se va a dormir sabiendo que él está a muchos kilómetros y su cama de dos parece que sea de 10, de lo amplia y fría que se siente en su ausencia. Como el niño a su camión de juguete preferido cuando se le rompe y se lo tiran y le intentan dar un videojuego de consolación para distraerlo. Como la niña a su padre cuando él llega tarde a recogerla del cole y ella espera pacientemente en las escaleras con su mochilita rosa en el suelo, a sus pies. Como el perro a su amo cuando dan las 8 de la tarde y aún no ha llegado a casa, y lo lleva esperando todo el día solo, aburrido, abandonado, triste.

La leche de ahora le parece agua. Y la culpa la tiene la leche inglesa. A los cuatro años aprendió los sabores, que antes era demasiado pequeña como para percibir o distinguir en exceso. Y se crió tomando vasos de leche gigantes. Ese vaso con leche helada, entera, fresca. Eso es: era leche fresca, de la que el lechero dejaba en la puerta cada madrugada. De la que también se podía comprar en el supermercado en pintas o medias pintas. De la que tenía una fecha de caducidad muy corta – prueba de que no tenía esa cantidad de aditivos y procesos que la hacían algo insípido y aburrido. Era una leche que casi se podía tomar con cuchillo y tenedor, y le sabía a gloria bendita. Quizás estuviera más cerca de la mantequilla que de la misma leche, pero eso no importaba. Lo mejor era tomarla bien fría y de tragos en los que luego podía sentir en la lengua ese sabor único. Con galletas o un sándwich salado de atún. Para desayunar o merendar o como complemento a la cena justo antes de dormir. Leche fresca, entera, sin desnatar, sin quitarle la gracia, sin dejarla sosa.

Por eso la de ahora no puede tomarla: porque en España no existe esa leche. Sí, bueno, alguna refrigerada hay… pero no se parece ni por asomo, ya lo ha intentado Brunetina más de dos y de tres veces – sin éxito todas ellas. Y es una pena, porque no puede tomar leche. Y tiene que explicar casi cada vez el por qué no la toma: todos piensan que es intolerante o que no quiere engordar. Y no, lo que le pasa a ella es es que no tolera las cosas sin sabor y un vaso de agua blanca no le resulta atractivo. Ay, lo que daría Brunetina por media pinta de leche fría en estos momentos.

 

BRUNETINA Y LOS RECUERDOS

Me acuerdo del día en el que me monté en el coche para irme a Gales.

Me acuerdo del viaje de ida hablando un idioma ficticio.

Me acuerdo de mi primer viaje en Ferry, y de los delfines en alta mar.

Me acuerdo de los viajes eternos a Almería.

Me acuerdo de los pelos de Tara cuando abríamos las ventanas en el coche.

Me acuerdo del azulejo que nos decía que habíamos llegado a Almería y de cantar (siempre, sin excepción) «un inmenso coral es tu hermosa bahía».

Me acuerdo de olor a Nenuco en el coche y del peine que salía del bolso de mi madre para ponernos guapos llegando a la calle San Juan Bosco.

Me acuerdo de mi abuela llorando en la ventana – a moco tendido.

Me acuerdo de Tara a dos patas mirando la vida pasar en Almería.

Me acuerdo del pobre Trueno, que se ponía de color gris nada más llegar.

Me acuerdo de un señor mayor con un trapo de cocina al hombro y preparando café en cafetera italiana (señor que, por cierto, me daba bastante miedo).

Me acuerdo de la caja de los cuentos que tenía mi abuela, y de cómo me llevaba a por ellos a escondidas… como si fuera a enseñarme un tesoro (lo era, de hecho).

Me acuerdo de cómo me llamaba La Ratita Presumida.

Me acuerdo de todas las muñecas, sobre todo una que tenía morena, de pelo largo, con las manos en alto sujetando un velo de gasa en tonos rojos.

Me acuerdo de mi hermano persiguiendo a mi abuela en silencio, esperando que le diera dinero para ir al cine.

Me acuerdo de cómo todas las pelis se estrenaban en Almería mucho antes que en El Puerto.

Me acuerdo de la mesa de pimpón y de los sudores de los que jugaban.

Me acuerdo del arroz con leche, y de la rabia que me daba que no me gustaran los dulces.

Me acuerdo del bacalao con tomate, de las patatitas redondas crujientes por fuera y cocidas por dentro.

Me acuerdo de Mario y Rosa, de Holly, de Picasso.

Me acuerdo de los perros del vecino, que se colaban en nuestro jardín para jugar con nosotros.

Me acuerdo de los parques, de lo verde, de lo bien que olía siempre.

Me acuerdo de ser la única que sabía escribir con letras unidas y de que me sacaran a la pizarra a demostrarlo.

Me acuerdo del temor a la vuelta, de querer seguir en Cardiff y volver a El Puerto sólo en vacaciones.

Me acuerdo de cruzarnos España para volver a la feria.

Me acuerdo de Elsa, de Paloma, de Zorayda… de estar todas juntas planeando tonterías.

Me acuerdo de los cumpleaños masivos, de la piñata, de no coger ni una cosa.

Me acuerdo de ser la nueva, la diferente, la guiri (y de no querer serlo).

Me acuerdo de irme al cuarto a jugar cuando ponían «V» porque me daba pesadillas si veía la serie.

Me acuerdo de llorar siempre que veía «Autopista hacia el cielo».

Me acuerdo de acostarme siempre pensando en levantarme mayor, porque sólo me rodeaba gente de más edad y quería ser como ellos.

Me acuerdo de la micro cámara de fotos con las que hice las peores fotos de la historia.

Me acuerdo de pillarme dos dedos con el capó del coche (por torpe) y de perder ambas uñas, y de molestar a todos retransmitiendo cada paso del proceso.

Me acuerdo de la piscina, de las clases de natación, de ver a los mayores jugando a las cartas, de Marco Polo, del trampolín, de las volteretas hacia ambos lados, de bucear y que te escocieran los ojos si se habían pasado con el cloro.

Me acuerdo de mi tía echándome demasiada crema para el sol y sentirme como un pescado, que si te intentan agarrar, te escapas de entre las manos de quien sea.

Me acuerdo de que me dijeran «di algo en inglés, anda».

Me acuerdo de Ben, que me parecía el más guapo del mundo.

Me acuerdo del fantasma de la casa y de que Blacky no quería subir a la otra planta porque ella también tenía miedo.

Me acuerdo de Blacky, de Manolito, de Currito.

Me acuerdo de unos ratones blancos en una jaula en la bañera del cuarto izquierda.

Me acuerdo de la alegría de tener al fin cuarto propio.

Me acuerdo del sonido de la campana del recreo y de los gritos de los niños más pequeños.

Me acuerdo de los pinos, cuando no eran asfalto y bancos.

Me acuerdo de la resina en las manos cuando intentaba, torpemente, subir a los árboles.

Me acuerdo de tener siempre heridas en las rodillas.

Me acuerdo de posar en todas las fotos y de preocuparme mucho por si salía guapa.

Me acuerdo de mi melena larguísima y brillante.

Me acuerdo de mis sandalias rosas, que yo creía que tenían tacón.

Me acuerdo del patinete.

Me acuerdo de tantas cosas…

 

BRUNETINA Y EL GRAVY

Parece que fue ayer, la verdad. Sobre todo porque, como suele ocurrir con muchos olores, ese sabor no se olvida con facilidad. De hecho, si Brunetina cierra los ojos, es capaz de recordar el olor, el sabor y hasta la textura del gravy.

Hace muchos años de esto, sí, pero el tiempo es relativo… Bueno, lo es nuestra percepción del mismo – una hora dura una hora, otra cosa es que haya minutos que se nos hagan horas (ese mirar cada instante el reloj del móvil y ver que sólo han pasado un par de minutos, ese querer detener el tiempo cuando se está en buena compañía y ver que se nos escapa como arena entre los dedos). Que nos desviamos, al tema que nos atañe: el gravy. Esa salsa de carne y verduras que tomaba de pequeña como si de oro líquido se tratara. Y quizás, probada de adulta, no le habría hecho ni pizca de gracia… Pero es lo que tiene la infancia – que todo lo magnifica y hace que la comida sea un recordatorio de un estado de ánimo, que un sabor agradable sepa a sonrisa, que una comida con tus amiguitas sea un momento único e irrepetible que te deje un sabor de algodón de azúcar en la boca.

Es la hora del lunch y hay que ir hacia el comedor escolar. Brunetina va con su amiga, Rachel (ya la conocéis), de la mano, con ese andar típico de las niñas – que más que andar es dar saltos de duendecillo. Contentas, sonrientes, de la mano, felices. Y, según se van acercando a ese comedor enorme lleno de mesas, con unas pequeñas escaleras para acceder y una ventana lateral por la que se llega a la comida, ya lo nota. Lo huele, lo percibe, lo siente… y se pone tan contenta que da palmaditas con las manos. ¡Hay gravy! Ya ves, qué cosa tan tonta. Y ese alimento tan British, tan del Reino Unido, tan ajeno a la cultura española… a ella la hace feliz. Casi seguro que es porque es algo que relaciona con ir a comer con sus amigas, pero la cuestión es que le encanta. No se puede decir que sea difícil contentarla.

Es de color marrón, o canela. La textura es un tanto líquida, aunque espesa. Y huele a… quizás algo similar a las pastillas de caldo de Avecrem (aunque puede que sea un olor más intenso). Se la ponían por encima al puré de patatas que acompañaba a los guisantes y la carne. Brunetina, la carne, como que no puede decir que sea su comida preferida. Salvo contadas excepciones, suele preferir el pescado. Pero, a lo que iba, que la salsa iba con el puré de patatas y aquello sabía tan bien que intentaba comerlo muy lento para que le durara. Arriesgaba, quizás, que la seño le preguntara si no le gustaba y le metiera prisa… Pero no importaba en absoluto: los placeres se disfrutan mejor con pausa, con calma, poco a poco, sin que le vengan a una metiendo prisa estropeando el momento. Y tomaba pequeñas porciones con el tenedor: pincha, rebaña, escurre y a la boca. Cierra un poco los ojos, sube la lengua al cielo de la boca, deja que el sabor inunde las papilas gustativas. ¡Aaaaaah, qué rico! Unos segundos antes de coger otro poco, vamos a disfrutar del sabor en la punta de la lengua un poco más. ¿Por qué nos lavamos los dientes tan rápido al acabar de comer? Es una pena, porque solemos dejar para el final el bocado perfecto, el que tiene un poco de todos los sabores del plato, el que hemos reservado como remate de una comida perfecta. Y lo único que se nos ocurre, tras eso, es salir corriendo a por una pasta de menta que nos borre esa memoria. Una pena que vayamos con tanta prisa en este mundo moderno, ni tiempo de saborear la comida tenemos.

A Brunetina es que la comida siempre le ha parecido algo muy serio – desde pequeña. Y cuando va por Inglaterra y le viene ese olor como dulzón, a guiso, a puré de patatas… Cierra los ojos, aspira y siente el gravy sobre la lengua. Está sentada en esa sillita minúscula del comedor escolar, tiene 5 años, su amiga Rachel está a su lado y Miss Head comprueba que no le falte de nada. Sólo con eso ya se siente como en casa. Es que, de hecho, está en casa. En su segunda casa. Porque Brunetina es galesa y andaluza – lo mejor de cada sitio.

Por eso quiere aprovechar para felicitaros San Valentín y recordaros que es un momento ideal para celebrar – amistad, amor, matrimonio, amor fraternal… lo que sea. Coge a esa persona y vete a cenar algo rico porque es algo serio la comida. Muy serio.