Hay que ver, Brunetina, que se te pasan los años volando. Bueno, a ti y a todo el mundo. Lo que pasa es que solo te das cuenta cuando miras atrás, porque en el día a día no eres capaz de pensar en ello.
Al principio, al llegar a Madrid (con tu boina y tu gallina bajo el brazo) tenías la ilusión del que viene de otro lugar. Todo te parecía mágico, nuevo, grande, brillante, interesante, bonito, embriagador. Sitio al que fueras, sitio que te parecía sacado de una película. Tenías un mapa que compraste en un quiosco y lo llevabas siempre en bolso. Dedicabas las horas que tuvieras libres a pasear con él y aprenderte zonas. El metro no te hacía mucha gracia (aquello de ir bajo tierra a alguien que se crió viendo el mar se le hace extraño), por eso preferías aprenderte las zonas y las calles a pie. Intentar saber dónde estaba el norte o en qué dirección mirar cuando sentías morriña y creías que los ojos te llevaban a la Bahía.
Y pasaron los años y cambiaste de vivienda. Y viste otras zonas, otra gente, otros bares, otros parques, otros entornos. Y siempre, siempre, te consiguió seguir sorprendiendo. Porque está viva y cambia, se adapta, acoge a gente, escupe a otra – la capital no es para todos. No todos la viven como se merece: con la mirada de un niño chico a un escaparate de piruletas.
Madrid se merece toda tu atención. Se merece que te tomes el vermú en el bar con los parroquianos, que hagas cola para una función cultureta que te interesa, que te quejes al cruzar Preciados en Navidad porque hay «muchos turistas» (que tú no lo eres, por lo visto), que hagas una reserva para el restaurante de moda con dos meses de antelación, que le compres cerveza al chino que pasa con un carrito mientras esperas la cola para entrar en El Barco, que no pilles taxi corriendo por Gran Vía, que cierres todos los bares de La Latina y haya debate de grupo viendo qué abre tarde, que te pasees por El Retiro con toda la resaca un domingo, que te pares a aplaudir a los gemelos calvos tocando Oasis en el centro, que lleves a una visita a tomarse la clásica croqueta de bacalao en Casa Labra, que te compres un traje de gitana en la calle Tetuán (sí, lo que lees), que descubras una placa de una casa donde vivió un escritor reconocido cuando parabas a mirar un momento el móvil andado por Huertas, que te quejes porque los pisos valen una fortuna pero no te vayas del centro ni loca, que te cabreen las obras pero finjas que la ciudad es perfecta de cara a los de fuera, que Kapital y el puñado de chavales haciendo cola te hagan sentir insultantemente mayor, que Madrid Río te parezca un parque (no hay verde, no tiene lógica), que la Mahou 5 Estrellas te sepa a gloria, que un pincho de tortilla te guste poco hecho y lo consideres desayuno, que tengas mil apps en el móvil para delegar actividades del día a día, que te hagas una hora de metro para ir al gimnasio que te gusta, que te incordie la humedad cuando vuelves a casa porque el clima seco te ha llegado al alma, que sepas irte tres días y al cuarto ya estés pensando en ella.
Madrid es esa ciudad a la que llegas en tren y sonríes en Atocha el ver el Ministerio de Agricultura. Y te vas andando a casa cargando con el maletón porque te gusta ver las calles (sucias, puede), la gente (excéntrica, sobre todo) y el ambiente de ciudad. De libertad, de oportunidades, de cosas por descubrir, de gente que conocer, de sitios que visitar para luego criticar.
Madrid, guapa.