El miedo como forma de vida. Como motor principal de tu día. Como cristal de las gafas que llevas puestas para ver el mundo. Como amigo inseparable que no deje de susurrarte ideas negativas al oído. Como fiel escudero que te hace más mal que bien.
Se dice que el miedo es bueno, que es una respuesta natural del organismo ante situaciones desconocidas o potencialmente peligrosas. Que es lo que nos ha permitido sobrevivir como especie. Que es aquello que nos protege de hacernos daño o, incluso, matarnos. De adentrarnos en lugares que podrían hacer peligrar nuestras vidas. O de acercarnos a quienes podrían dañarnos.
Pero el miedo, a veces, se pasa de precavido y nos hace daño. Porque, con la excusa de que él mira por nuestro bien, se nos sienta en el hombro – cual loro – y se pone a soplarnos cosas en la oreja. Y esas cosas, a veces, no son positivas. Bueno, nunca suelen serlo. Pero, en algunos casos, no nos hacen bien. Y ese miedo, fiel amigo, nos coge de la mano y no nos suelta. Y no le da la real gana de dejarnos en paz. De dejarnos vivir, de permitirnos seguir el camino que tenemos marcado, la decisión que hemos tomado.
A veces hay que aprender a convivir con él, a no tenerle miedo al propio miedo, a decirle que entiendes que te dice las cosas por tu propio bien… pero que sabes cuidar de ti mismo. Y que, aunque los argumentos que te da no son inciertos, puede que se esté precipitando pensando en lo peor. Y que siempre tomas decisiones basadas en hechos racionales. Que este paso que vas a dar es necesario, interesante. Que es una oportunidad, un reto, una ocasión para crecer y aprender. Que habrá muchos obstáculos en el camino, pero al final merecerá la pena.
Que tiene para rato, porque no piensas tirar la toalla. Así que: miedo, ponte cómodo, porque esto lo gana el que ría último… y aún no he empezado a reírme.
Abróchense los cinturones, que empieza la aventura.
Muy racional y razonado.
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