Hace ya años de esto, pero Brunetina se acuerda como si hubiera ocurrido ayer. Quizás porque todo aquello que te pasa de niño se magnifica y deja huella en tu cerebro. O quizás porque le gustan tanto los animalitos que ese tipo de anécdotas siempre están más en la superficie, cercanos, tiernos, al alcance cuando una tarde con los amigos le apetece contar algo simpático de cuando era pequeña.
Al tema: Brunetina tenía un ratón. Sí, eso es. En la casa de Cardiff resulta que había un visitante y se hizo uno más de la familia. Hubo que ponerle nombre, claro, porque no se puede vivir en amor y compaña sin tener forma de llamarlo. Manolito, se llamaba. Algo muy castizo, claro, en honor a los orígenes y fruto de ese pesar que siempre acompaña a los exiliados, ese amor por la patria y añoranza por volver.
Manolito era como se supone que deben ser los ratones: pequeño, tímido, escurridizo y amante del queso. Y por eso le ponían queso, para que él saliera a tomarse una tapa de vez en cuando. Y a Brunetina le encantaba observarlo, llamarlo, ponerle la comida.
Pero toda buena historia tiene un final, porque nada es para siempre, porque todo lo bueno algún día se termina. Y le explicaron a Brunetina que Manolito tenía que mudarse, que su familia estaba fuera, que había que ayudarlo a salir de la casa. Y se pusieron todos manos a la obra: vamos a poner queso en una caja, que entre, y así salimos y lo dejamos con la caja abierta en la calle para que vaya a buscar a los suyos. Y tenía sentido. Así se hizo, de hecho. Brunetina iba con su hermano y la caja, con Manolito dentro, pero notó que no se movía. ¿Por qué no se mueve? Y su hermano le dijo: es que se está haciendo el muerto, no veas si es listo Manolito, vamos a soltarlo fuera y nos escapamos de puntillas, para no molestarlo. Y, en cuanto no nos vea, se irá como una bala. Y ella, feliz, convencida, sonriente. Corriendo a casa de puntillas, que no nos oiga Manolito.
Qué sorpresa fue para Brunetina descubrir la realidad muchos años después en una comida familiar. Contaba ella la historia a su manera, como la había vivido, como solemos hacer con los recuerdos. Y, por desgracia, descubrió que Manolito no se había hecho el muerto, no. El pobre ratón no era tan buen actor como ella creía. Aunque en su momento creyó ciegamente en lo que le contaron – quizás porque deseaba que fuera verdad, quizás porque su familia estaba tan sorprendida como ella de que Manolito no hubiera resistido el entrar en la caja del quesito trampa.
Manolito: allá donde estés, se te echa de menos. Espero que te estén dando buen queso y agua fresquita, que era lo que más te gustaba.