Ves los anuncios… esa chica corriendo vestida con gasa rosa, melena rubia el viento, las olas del mar, una sonrisa, un hombre perfecto que la abraza y le da vueltas en el aire. Felicidad, amor, risas, sol, playa, alegría. Es un anuncio de perfume. Lo sabes porque cuando se ven imágenes de ese tipo y no entiendes bien de lo que va el tema, casi seguro que van a anunciar alguna fragancia.
No los culpas, no puede ser fácil tener que plasmar en imágenes lo que supone un perfume. Lo que se siente cuando vas andando por la calle y una nube de un olor reconocido te sacude. Cierras los ojos, paras en seco, te giras hacia esa fragancia. Quieres saber quién la lleva. Miras y… no, no es quien creías. Pero te ha venido su imagen a la mente, su voz, sus ojos, su sonrisa, su tacto. Su yo.
Porque los olores son tan personales que una de las cosas más difíciles es regalarle a alguien un perfume, por mucho que conozcas a la persona. Da igual que sea alguien cercano; sin su nariz y su forma de experimentar el olfatear ese frasco, es imposible saber si estás errando. Porque le puede gustar el olor dulce, o a jazmín, o a roble, o a césped recién cortado, o a bebé que acaban de sacar del baño. Pero, sobre todo, porque no hay dos personas que huelan igual usando la misma fragancia.
Ese perfume se funde con el olor de la piel de quien lo usa y se convierte en algo único, irrepetible, reconocible, inolvidable. Se convierte en su esencia, en el olor a tu amiga, tu mejor amigo, tu abuela, tu madre, tu vecino, tu amante, tu marido. Porque la piel que hay bajo esas pulverizaciones tiene un olor característico que le imprime al perfume recién sacado de la caja una personalidad, un carácter, una forma de ser y de existir en el mundo.
Y es que no hay nada más personal que el olor, más íntimo, más inimitable, más perdurable, más atractivo, más especial. Su olor. Tu olor.