Una de las primeras personas en las que piensa Brunetina cuando quiere recordar su infancia es, sin lugar a ninguna duda, la más estilosa de todas las mujeres que han pisado o pisarán la faz de la tierra: Dalma. La única, la guapísima, la elegante, la inimitable, la irrepetible. Esa gran amiga de su madre de sangre brasileña hizo mella en Brunetina como ninguna otra.
Alta, esbelta, de piernas interminables, melena negra suelta, gestos medidos, andar de gacela, con una sonrisa irresistible. Sabía reírse de sí misma como ninguna otra. Era una risa contagiosa, juvenil a la vez que sugerente. Se apartaba el pelo de la cara con un sencillo gesto, muy cuidado, que la hacía aún mas atractiva. Y se vestía con unos tejidos que marcaban su paso al ritmo del viento de la bahía. Le daba el toque exótico a la ciudad que tanto necesitaba, hacía de cada sitio al que iba uno interesante, místico, sensual, irresistible.
Era fácil saber cuándo había estado de visita en casa. Entrando en el portal, se olía su perfume. Ese olor dulce sin ser cargante, esa fragancia que ella y solo ella usaba. Y Brunetina subía las escaleras de dos en dos, de tres en tres, para llegar cuanto antes al cuarto izquierda. Para poder verla, oírla, observarla en silencio… esperando poder contagiarse de todo lo que emanaba tremenda mujer, señora, madre, esposa, amiga, confidente. Cuál era su sorpresa al ver que llegaba tarde, que lo que había olido era el rastro que dejaba su marcha, que era el olor de su ausencia y no el de su presencia el que le había dado las buenas tardes al llegar a casa del colegio. Y se iba frustrada a la habitación, a soltar la mochila y hacer la tarea – totalmente desmotivada ante la previsión de una tarde privada de su compañía.
Y es que tenía estilo hasta para la decoración. Ir a su casa a jugar con Paloma era una aventura, algo que siempre le apetecía. Todo estaba decorado con el mejor gusto y las cenas con amigos siempre tenían de fondo una música que tenía el volumen correcto – ni muy alta, ni muy baja. La atmósfera ideal, la anfitriona de anuncio. Se le antojaba a Brunetina que era música que solo ella podía tener, algo que componían por y para ella, unos acordes que acompasaban su andar de gacela, descalza, con un mono de seda hasta los tobillos, el pelo al viento, una risa espontánea, una bandeja de quesos, un guiño de ojos al pasar, el rastro de su perfume. Cierto es que con la edad supo que se trataba de ritmos brasileros, pero eso nunca le restó encanto. Solo hizo que le gustara esa música, que a día de hoy la relaje y transporte a otro momento cuando entra en un restaurante y se puede intuir ese sonido levemente.
La comida no se quedaba atrás – comer en su casa era una oda a la gula. Con ella aprendió Brunetina lo que era un auténtico desayuno de beicon crujiente, huevos, panecillos de distintos tipos tostados… Inventó el brunch incluso antes de que existiera. Tanto se adelantaba a las tendencias que podía saber algo que volvería loca a la gente cuando nadie se lo había imaginado. Y su versión de la ensaladilla rusa no se quedaba atrás – le ponía huevos de codorniz a modo de adorno y hacía tanta que podías tomar y tomar hasta decir basta.
Cuenta la leyenda que la admiración de Brunetina era tal que la pillaron con dos años sentada en el salón de casa cruzada de piernas e intentando imitar la postura de tan maravillosa mujer. Y que ella, cuando lo descubrió, se rió como ella solo sabía y le quitó importancia. Como las grandes estrellas. Como habrían hecho Grace Kelly, o Lauren Bacall, o Sophia Loren. Y cómo no querer imitar a la mujer que le enseñó a bailar samba al ritmo de las Mama Chicho (con poco éxito) o que dio un abrazo y beso a su hermano cuando por culpa de un virus se hallaba postrado en cama y apartado del resto de los mortales, por el riesgo de contagiarles tan peligrosa enfermedad. Con ella aprendió que el maquillaje se lleva, pero sin que se note. Que en la ropa importan los tejidos. Que hay que dedicar el tiempo que sea necesario a estar listas. Que una fragancia habla más que muchas palabras. Que hasta en casa hay que ser estilosas. Que incluso unas zapatillas de estar por casa pueden tener tacón. Que hasta andando descalza se puede tener clase. Que hay que saber ponerse el mundo por montera. Que unas transparencias son bonitas si sabes llevarlas. Que la elegancia no se compra con dinero.
Y la recuerda andando por las calles de Chipiona descalza, con su golpe de melena y su risa contagiosa. Riéndose de sí misma por haber salido de casa un momento sin zapatos y haber aparecido allí de tapas. Fingiendo que le importaba, pero sin que le afectara lo más mínimo que todo el pueblo la mirara. Desconcertando a todos y dejando una huella imborrable en sus cabezas. Porque una mujer así, a la que las mujeres envidian y los hombres desean, es imposible de olvidar. Una mujer de bandera es atemporal.
Dalma, esa mujer irrepetible que nunca se podrá olvidar.