ADICCIONES

Hay quien es adicto a diferentes sustancias no legales, a aquellas de las que se habla en las noticias (los medios, que se suele decir ahora). A todo aquello que relacionamos con fin de semana, noche, fiesta, descontrol, juventud, despreocupación, desenfreno. Y que se suele justificar con un «carpe diem» o «si sé cuándo parar». Y si bien esas sustancias tienen mala prensa, hay otras de curso legal que también nos causan estragos: el tabaco, el café, el alcohol, la cafeína. Hasta de las patatas fritas de bolsa se dice que tienen ingtredientes secretos para hacerlas adictivas.

Y, sin embargo (sin embargo, te quiero – que diría Sabina), la mayor de nuestras adicciones es el móvil. Ese pequeño apéndice, esa prolongación de tus manos. Ese dispositivo que contiene tu vida en tan poco espacio. Le depositamos tal grado de confianza que nos sirve de memoria, de guía espiritual, de brújula y de conexión con el mundo exterior. En él tenemos fotos, recuerdos, contactos, aplicaciones de música, de planos, de ciclos, de salud, de comida a domicilio, de compras online, de ofertas, de promociones, redes sociales, retoques digitales, filtros, calendarios, recordatorios… Es el cerebro que reposa en nuestras manos. Es el que buscamos cuando creemos que hemos perdido el bolso, por el que se nos para el corazón cuando creemos que no está en el bolsillo. Es aquel por el que nos tiramos al suelo para salvarlo de un golpe que podría ser letal.

Nos hemos acostumbrado tanto a él que dejamos que piense por nosotros, que nos haga la vida más fácil. Así que le dejamos que nos avise de eventos o de cumpleaños. Le pedimos ayuda cuando tenemos que ir a un punto, que nos diga la ruta, la forma de llegar, el tiempo que nos llevará. Tiramos de él cuando no tenemos ganas de cocinar y queremos ver lo que nos ofrecen a domicilio. Le hacemos caso cuando nos dice que va a llover o que suben las temperaturas. Dejamos que nos recomiende música que oír camino del trabajo o vídeos para amenizar viajes en tren. Esperamos que nos ayude a embellecer una foto que ha salido sólo regular, confiamos en que tenga nuestros billetes de avión cuando nos vamos de viaje. Tiene tantas fotos de tantos momentos, tantos recuerdos. Hay dentro tantas charlas con amigos, conocidos, familia. Tantos momentos impagables, irreemplazables, inolvidables.

Y, de repente, un día: se apaga. La pantalla se pone en negro y esa prolongación de tu cuerpo no es capaz de volver a encenderse. Y, como condenado a muerte, ves pasar tu vida delante de tus ojos como si fueran fotogramas de una película. Y, dentro del shock, no quieres creerte lo que está ocurriendo. En pocos segundos imaginas todos los escenarios en los que este problema tiene solución – puede que se haya quedado sin batería, seguro que se arregla cargándolo, fijo que ha sido un reinicio automático, si no se puede romper, si a mí esto no me puede pasar… Pero me está pasando. ¿Qué hago? ¡Tengo toda mi vida ahí! ¡No puede ser! ¡No puedo respirar!

Te sudan las manos, se te acelera el pulso, te cuesta respirar… estás viviendo tu peor pesadilla. Lo que suele pasarle a otra gente y siempre piensas: me pasa eso a mí y no vivo para contarlo. Pero vas a tener que hacerlo, porque ese dispositivo no parece querer volver del viaje sin retorno y te toca buscar soluciones. Pruebas primero a reanimarlo de varias maneras, aunque eso no funciona. Y pasas al plan B: buscar un teléfono antiguo que sustituya al que se ha ido a dormir sin decir adiós. Y, mientras lo buscas, piensas en cómo vas a poder hacer para vivir tu día a día sin algo con lo que ni eres capaz de levantarte por las mañanas. Y piensas lo fácil que era todo de niña, las ganas que te entran de no ser adulta, de poner hacerte una bola bajo el edredón y dejar que te lo resuelvan todo tus padres. Lo que se añora ser una niña de colegio cuando la vida te pone a prueba y espera de ti que seas una persona madura y responsable que resuelve sus propios problemas. Qué duro es el mundo de los adultos.

Cuando entregas su cadáver en la tienda y se lo amortajan y lo mandan a la morgue… Se te queda una sensación de vacío inesperada. No podías suponer que sentirías algo así por un simple teléfono. Pero es que no es sólo eso: es tu memoria externa, es tu mejor amigo, es tu Sancho Panza. Y a ver quién hace el camino sin él a tu lado, no va a ser igual. Y, según te pones las gafas de sol para afrontar la mañana cual zombi que no ha pegado ojo por un artilugio eléctrico, te dices: siempre se van los mejores. Y emprendes tu camino sola, a pasos cortos, con la certeza de que mañana será mejor. Que lo que no te mata te hace más fuerte. Que no hay mal que por bien no venga. Declaras día de luto oficial. I will survive.

 

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