Parece una de esas cosas sin importancia, o con no demasiada, sobre todo teniendo en cuenta que es un alimento que tomas desde bebé y al que se le presta poca atención. Es cierto que últimamente se le hace caso para tacharlo de las dietas, para tomarlo desnatado o para culparlo de kilos de más (que probablemente hayamos ganado gracias al sedentarismo). Se deja de tomar porque los japoneses no la toman, porque somos intolerantes, porque no nos aporta nada, porque nuestro cuerpo no se lleva con la lactosa. Ha quedado escondido en el frigo, se ha sacado de la lista de la compra semanal o mensual, se ha dejado de pensar en él salvo como complemento del café o culpable de tantos males. Ya no es el alimento que una vez fue.
La leche, si, eso. No nos paramos a hacerle mucho caso porque siempre ha estado ahí, como es primo lejano del que no te acuerdas salvo cuando ya lleva 3 días en casa y empieza a oler (como el pescado, ya se sabe lo que pasa con las visitas), sobre todo cuando te das cuenta de que no hace más que tomarse tu Cola Cao cada mañana. Pero lleva contigo toda la vida y no se lo valoras. De bebé tomabas la de tu madre, que te protegía de todas las enfermedades y te hacía fuerte y sano. Puede que hasta la tomaras en polvo, en lugar de la materna o para complementarla. Pero la tomabas en varios formatos casi seguro. Y ya de niño te daban tus batidos de frutas con ella o te ponían tus galletas en la merienda con tu vaso de leche. La tenías tan a mano como el agua del grifo, nunca pensaste que fuera a dejar de estar ahí. O que un día no la toleraras o tuvieras que preocuparte de si debías tomarla sin su nata por aquello de la salud, la línea, la dieta o la moda del momento que corresponda. Por alguna de esas cosas que te ocurren de adulto y que de niño ni sabes que existen.
Pero es que Brunetina se acuerda perfectamente de la leche que tomaba de niña y la echa de menos como las flores al sol en un domingo negro de invierno de temporal insufrible. La echa de menos como la enamorada a su amado cuando se va a dormir sabiendo que él está a muchos kilómetros y su cama de dos parece que sea de 10, de lo amplia y fría que se siente en su ausencia. Como el niño a su camión de juguete preferido cuando se le rompe y se lo tiran y le intentan dar un videojuego de consolación para distraerlo. Como la niña a su padre cuando él llega tarde a recogerla del cole y ella espera pacientemente en las escaleras con su mochilita rosa en el suelo, a sus pies. Como el perro a su amo cuando dan las 8 de la tarde y aún no ha llegado a casa, y lo lleva esperando todo el día solo, aburrido, abandonado, triste.
La leche de ahora le parece agua. Y la culpa la tiene la leche inglesa. A los cuatro años aprendió los sabores, que antes era demasiado pequeña como para percibir o distinguir en exceso. Y se crió tomando vasos de leche gigantes. Ese vaso con leche helada, entera, fresca. Eso es: era leche fresca, de la que el lechero dejaba en la puerta cada madrugada. De la que también se podía comprar en el supermercado en pintas o medias pintas. De la que tenía una fecha de caducidad muy corta – prueba de que no tenía esa cantidad de aditivos y procesos que la hacían algo insípido y aburrido. Era una leche que casi se podía tomar con cuchillo y tenedor, y le sabía a gloria bendita. Quizás estuviera más cerca de la mantequilla que de la misma leche, pero eso no importaba. Lo mejor era tomarla bien fría y de tragos en los que luego podía sentir en la lengua ese sabor único. Con galletas o un sándwich salado de atún. Para desayunar o merendar o como complemento a la cena justo antes de dormir. Leche fresca, entera, sin desnatar, sin quitarle la gracia, sin dejarla sosa.
Por eso la de ahora no puede tomarla: porque en España no existe esa leche. Sí, bueno, alguna refrigerada hay… pero no se parece ni por asomo, ya lo ha intentado Brunetina más de dos y de tres veces – sin éxito todas ellas. Y es una pena, porque no puede tomar leche. Y tiene que explicar casi cada vez el por qué no la toma: todos piensan que es intolerante o que no quiere engordar. Y no, lo que le pasa a ella es es que no tolera las cosas sin sabor y un vaso de agua blanca no le resulta atractivo. Ay, lo que daría Brunetina por media pinta de leche fría en estos momentos.
¡Muy buen texto! Me has entrado ganas de tomar leche fresca de las de antes… ¡Felicidades!
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Gracias, David 🙂 Siempre tienes buenas palabras… ¡así da gusto!
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Muy buen tono narrativo, evocador. Gracias
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Gracias, César 🙂
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