El amor obsesivo, la atracción irrefrenable por otra persona. Cierras los ojos y piensas en su cara, en sus labios. Los labios con los que te besa, te dice lo guapa que eres, lo bien que hueles, lo suave que estás. Esos labios por los que se te eriza la piel si se te acercan, de esa boca que sabe a miel, ese aliento que reconoces, ese sabor único. Sabor inconfundible, el sabor de estar en casa al fin, de no tener que buscar más.
Sus ojos negros, sus pestañas largas, su mirada. Esos dos ojos negro azabache mirándote, desmontándote, deshaciendo tus barreras. La mirada que te traspasa, la mirada limpia que te adora, la mirada que te desnuda, la mirada que te hace sentirte querida, atractiva, mujer. La mujer que eres a través de sus ojos, la persona única en el mundo que lo hace sentirse completo. Los ojos que miran con deseo, con avidez, con fruición, con pasión. Los ojos que miran suplicando cariño en un día negro, pidiendo clemencia cuando se han equivocado, reclamando cariño cuando más lo necesitan. Los ojos que se posan en ti y te ven de verdad, sin artificios, como eres – con tus defectos y tus virtudes. Los que te ven por quien eres y no quien finges ser de cara al mundo. Los ojos que saben lo que ven y lo veneran. Los ojos que te iluminan un día gris, que te dan los buenos días con sólo un gesto, que te hacen sentirte abrazada sin palabras. Ojos negros que hablan, que se comunican mirando de lado, de frente, entornados, muy abiertos, muy fijos, concentrados… siempre mirándote a ti. Ojos que te buscan en la multitud, en una plaza llena de gente en la que aún no os habéis encontrado. Sus ojos grandes, negros, almendrados, misteriosos o interesantes.
Esa sonrisa. A veces es una simple mueca, pero no necesitas más. Esos labios que se abren un poco y dejan ver su sonrisa, sus dientes blancos, perlados, alineados, perfectos. Esa cara única que podrías dibujar con los ojos cerrados, que tantas veces has recorrido con las manos, acariciado, recordado en la oscuridad de tu cuarto, al abrir los ojos por la mañana, al notar que te pesan los párpados por la noche. Sus ojos negros, sus labios, su sonrisa, su pelo negro ensortijado, su cara… él. La única cara que sabes que nunca olvidarás, da igual el tiempo que estés sin verla. La cara que te consigue tranquilizar sólo viéndola en la distancia, los rasgos que sabes de memoria, el rostro que encuentras en la multitud cuando llevas tiempo sin verlo y confundes su cara con otras – cuando te puede la impaciencia.
¿Dónde está? Por qué no me llama, por qué no contesta a mis mensajes, se habrá olvidado de mí, estará con otra, le habrá pasado algo, estará en la oficina, estará en casa, con los amigos, en el gimnasio, conduciendo. Por qué tarda tanto, a qué hora dijo que venía, le gustará este regalo, me verá guapa con esta falda, y si no le gusta este perfume nuevo, me recojo el pelo, me lo aliso, me maquillo o no, dónde están mis tacones, será una cita informal o me visto de fiesta. Que no sepa que ando pensando en él, que no se me note, que no se me vea impaciente, no quiero parecer una loca, no quiero asustarlo, no quiero que huya, no quiero perderlo, no quiero que me lo quiten, no quiero que me lo roben, no puedo estar sin él, sentirá lo mismo que yo, tendrá miedo de perderme, me habrá echado de menos, se acordará de que es nuestro aniversario, me verá guapa cuando aparezca, será impuntual, estará deseando abrazarme, recordará mi sabor como yo el suyo.
¡Ya lo veo! Noto su andar pausado, tranquilo, de estar seguro de sí mismo. Su ropa impecable, su espalda ancha, sus brazos al son de sus pasos, sus manos. Esas manos fuertes, manos que acarician, abrazan, conducen, arreglan cosas. Sus manos. Sus ojos negros me han visto, me estaban buscando y se han encontrado con los míos. Leve sonrisa, giro de cabeza, acelera el paso, ya casi lo tengo delante. Un abrazo, de los que aprietan, de los que dejan sin aliento. Su abrazo. Un beso, suave, ligero, delicado. Su beso. Me recorre un escalofrío, empieza por la nuca y baja por toda la espalda, sigue por las piernas y llega a los dedos de los pies. Su olor lo impregna todo, mi ropa huele a él, mi pelo, mi bufanda. Me da la mano, entrelazamos los dedos, empezamos a andar. Yo a la derecha, él a la izquierda.
Un amor que levanta, que transporta, que transforma, que desgarra, que rompe en mil pedazos. Que te puede elevar a lo más alto o sumirte en la oscuridad de un pozo sin fondo. Un amor que trastorna, que descoloca, que desmonta todo lo que sabías hasta el momento, que te desfigura las siluetas de tus recuerdos, que te pone el mundo patas arriba. Que te hace querer ser mejor persona para poder merecer su cariño, que te convierte en celosa, que te hace darte cuenta de lo mucho que tienes y lo que podrías perder si se fuera. Un amor que lo inunda todo, que es una fuerza de la naturaleza. Querer por encima de todos, por encima de ti misma, más que a tu propia persona. Poner siempre en primer lugar a esa persona, saber de memoria su olor, su sabor, su tacto, sus luces y sus sombras. Anhelar su presencia en cualquier minuto del día, contar los segundos hasta el reencuentro. No ser nadie en su ausencia, perder la visión sin su luz que alumbre el camino, no saber andar sin el báculo que ofrece su presencia. Querer sin esperar nada cambio, hacerlo por el placer de dar, por la belleza de la adoración en sí misma.
Un amor que todo lo puede, un amor que mueve montañas. ÉL.