Brunetina y Marlon

Hey, Stella!! Le resuena esa frase a Brunetina en la cabeza. La grita el actor a pie de escaleras, le vocea a su mujer. Su pantalón de tiro alto, la camiseta ajustada que puso de moda (no James Dean, no, la puso de moda él), sus malos modales, su acento indescifrable, su afición por la bebida, su falta de refinamiento.

Es Marlon Brando en «Un tranvía llamado deseo». Es EL ACTOR. Así: con mayúsculas. Porque no se le puede nombrar de otra manera. Parte de su atractivo reside, quizás, en su pertenencia al cine de antes, al cine clásico, al de la época que pasó y ya no es demasiado probable que vuelva (aunque si es cierto que la historia es pendular, no podemos descartarlo). Esa época dorada en la que los hombres tenían mal carácter y peor beber, y las mujeres vivían en un estado permanente de histeria. Ellos eran muy duros y ellas, muy femeninas. Ambos bandos sabían jugar bien sus cartas para conseguir lo que se proponían, no existía el sexo débil: eran sólo maneras diferentes de jugar esa mano.

Recuerda Brunetina un reportaje sobre la vida de Marlon, uno de esos que ves por casualidad en la 2 como quien no quiere la cosa en una tarde-noche que te pilla en el sofá, sin planes y sin muchas ganas de mirar el móvil para socializar. Una de esas raras noches en las que, por algún extraño motivo, no te molesta quedarte en casa. Y disfrutas de la nada, de la ausencia de planes, de la parada inesperada en el ritmo frenético de la capital. Bueno, lo ves o te lo recomiendan, lo que toque en ese caso. La cuestión es que en él se contaba su vida, su infancia, sus problemas, su final tan complicado. Pero llamaba la atención su verdadera obsesión por las mujeres, su incapacidad para contener su afán de conquista ante toda falda que pasara. Bueno, no mintamos, no toda falda; que no se le conocen conquistas feas. Pero, sin lugar a dudas, su perdición eran las mujeres. Y eso que vicios no le faltaban – era la suya una naturaleza viciosa de nacimiento (puede que reforzada por ese padre ausente y esa madre alcohólica, no parece que fueran factores que ayudaran a su desarrollo como un niño carente de problemas). La cosa es que en ese reportaje llamaban la atención dos cosas, o tres. Por una parte: cómo se camela a la entrevistadora cuando le anda preguntando algo serio, cómo consigue desmontarla hablándole de que con ese flequillo no se le ven bien los ojos… Se lo aparta de la cara, la mira pícaro y ella olvida por completo lo que está haciendo allí y qué se supone que debe decir. En otro instante, según lo entrevistan por la calle, pasa una chica joven y atractiva en minifalda y él no sólo la ve sino que la llama y le hace algunos comentarios que no sólo no le sientan mal sino que la hacen sonreír y sentirse deseada. Todo un experto en la materia, sin duda. Una bendición para sus innumerables amantes y una cruz para sus mujeres, obviamente. Sale en el documental una de esas parejas: una mujer elegante y guapa, a pesar de no ser nada joven cuando la entrevistan – pero hay bellezas que no consiguen aplacar ni el paso de los años ni los golpes de la vida. Y esa mujer guapa, elegante, discreta y consciente de su belleza pasada y presente cuenta que sí, que fue pareja de Marlon. Y, como por todos es sabido que no era hombre de una sola mujer, le preguntan por cómo lo llevaba ella, cómo soportaba eso de su pareja, y ella cuenta algo en esta línea:

«Yo llevaba un tiempo con él y no lo estaba pasando bien, era un hombre difícil y una pareja complicada. Mis amigos querían algo mejor para mí e intentaban presentarme hombres. Me mandaron a una cita a ciegas a la que acudí porque sabía que en el fondo llevaban razón; debía intentar buscar a un hombre mejor, una pareja fiel. Y fui a esa primera cita sin saber quién sería él. Y llegué y era… Elvis. Sí, el mismísimo Elvis. En sus comienzos, jovencito. Era un buen chico de pueblo, inocente, torpón. No había ningún tipo de química, era un chico del montón, no había nada que hacer. Y en cambio Marlon… era Marlon. Te miraba y se te olvidaba el mundo exterior. Sabía qué hacer para tenerte. Volví corriendo a sus brazos.»

Ese era él: el hombre. Guapo, de ceño fruncido, de sonrisa pícara. No tenía nada que ver su cara de enfado con su sonrisa de niño travieso. Y, con todo eso, su cara de persona pensativa y profunda seguía siendo igual de bella (o más) que la risueña. Porque tuvo una infancia difícil, pero nunca fue una persona carente de profundidad, de capas, de matices, de aristas. Era alguien introspectivo, con un nivel de auto exigencia muy alto. Se exigía tanto a sí mismo que intentaba dañarse para que se le respetara. Intentaba sacar arte de su sufrimiento. La falta de autoestima de su madre, que la llevaba a tener relaciones con hombres que la maltrataban, hizo mella en él. Disfrazó su alta sensibilidad de fortaleza y fingió ser un hombre sin escrúpulos. Pero era un actor apasionado por su profesión y dedicado a su carrera. Se implicaba al extremo para bordar el papel que le tocara y no paraba hasta hacerlo todo lo bien que podía. Eso lo hacía un compañero de reparto difícil, pero: ¿acaso conoces a algún genio con un carácter dulce y afable?

Serio, profundo, risueño, pícaro, con mal genio, cariñoso, adulador, conquistador, pendenciero, adicto a la vida. Sus adicciones y su auto disciplina lo llevaron a una espiral de auto destrucción – cómo olvidarlo llorando cuando intentaba explicarle a los periodistas la muerte de su hijo. Vivió la vida al límite y la vida le devolvió palos, tortas, patadas y puñetazos. Porque en esta vida hay que llegar al final hecho pedazos, cojeando y con cicatrices – no como un pincel sin un mísero rasguño. Porque sólo se vive una vez.

Ese es un hombre, piensa Brunetina, el que puso de moda la camiseta ajustada. No James Dean, el niño escuálido y asustadizo que no hubiera llenado ni la talla 12 de niños de Zara…

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