Esa es la palabra correcta: desconsuelo. Es una sensación viscosa, que se pega a las manos, los brazos, te baja por las piernas y te llega hasta los pies. Te los adhiere al suelo y te impide moverte. Estás como en una pesadilla: te persiguen, tienes a alguien detrás que viene a por ti -un asesino despiadado- y eres incapaz de correr, de andar, de girarte, de coger algo del suelo para defenderte, de gritar a pleno pulmón para pedir auxilio. Tu propio grito te ha despertado y te encuentras bañado en sudores fríos, incorporado en la cama, con la respiración entrecortada y confundido.
El desconsuelo no pide permiso, no es una visita cortés que anuncia su llamada previamente por teléfono (o email, o chat… lo que convenga en estos tiempos y sus nuevas tecnologías). Es la vecina cotilla que nadie ha invitado, es la persona que llama a la puerta y a la que nadie quiere abrirle, es la suegra pesada que levita cual espíritu malvado al andar por el pasillo. Y, sobre todo, aparte de incómodo, pesado, molesto, intruso… es que llega para quedarse.
Se va poniendo cómodo en el sofá y te va a costar mucho trabajo echarlo. De hecho, lo mejor es que vayas asumiendo que no piensa irse a ninguna parte. Habrá días que te moleste más y otros en los que olvides su existencia. Pero será como esa minúscula mancha de humedad en el cuarto de invitados: empezó siendo un lunarcito sin importancia y se está convirtiendo en un nubarrón que anuncia una tormenta perfecta. Es tu parásito: vive de ti y lo nutres. Cada vez tiene más fuerza gracias a la que te roba cuando no estás pendiente. Es tu Conde Drácula particular, por mucho que seas más de comics manga o de películas de ciencia ficción. Este señor no va a abandonarte… nunca.
Le das poder, se alimenta de ti, se nutre de tu miedo. De tu dolor, de tu vacío, de esa ausencia que te hizo una herida tan grande que sólo conseguiste continuar rellenando el hueco con cemento. Cogiste todos esos sentimientos y los enterraste. Una carretilla, una mezcla: cemento listo. Y venga, a echarlo encima de todo ese dolor que guardaste en un agujero que hiciste con gran paciencia en el sótano. ¿Qué hacer si no? ¿Cuál podía ser la mejor solución? Pues eso: a enterrar y olvidar – nunca mejor dicho. Porque la vida continúa y los días se suceden, sin que puedas hacer nada para remediarlo, sin que puedas volver atrás en el tiempo y hacer o decir cualquiera de esas tonterías que se te clavan en la mente como puñales.
Es lo que dictan los cánones: es lo correcto. ¿A que sí? Porque, al parecer, lo correcto es lo que te digan todos a coro. Lo que te repiten los que te rodean. Y sonríe, y no te pongas así, y tómate otra, y sal a divertirte, y ve a comprarte algo bonito, y deja de quejarte. Eso: deja de quejarte. Deja de decir esas cosas porque nos mueves los cimientos a los demás. Porque nadie está preparado para ese dolor, y mucho menos para ayudarte a superarlo. Porque está mal visto mostrar ese tipo de sentimientos. Porque en un mundo ávido de experiencias extremas, todo está bien visto menos mostrar sensaciones reales de sufrimiento. Porque los libros de autoayuda ahora se llaman motivacionales. Porque tienes que quererte, gustarte, defenderte, levantarte, reírte de las desgracias. Porque estorbas si no lo haces. Porque eres un incordio que le desmonta a todos los demás sus mundos felices de mentira apoyados sobre naipes. Porque, a nada que rasques un poco, se cae el decorado y haces que se escapen sus temores de sus cajas de pandora personales. Porque, para poder ayudarte a ti, tendrían que enfrentarse a sus propios miedos. Y eso es pedir demasiado.
Una palmada en el hombro, un abrazo a tiempo, una sonrisa a medias, un piropo. Pero… deja de recordarlo. No digas en voz alta lo que te pasa cuando veas su cara en cada esquina, cuando un día dedicado a su persona te haga recordar su desaparición repentina e irremediable. Cuando el día en el que necesites contarlo no corresponda comunicarlo. Porque se trata de seguir bailando, tocando las palmas, sonriendo, aprovechando esa pena para hacerle una fiesta.
¿Sabes qué permanece? El desconsuelo. Ese no te abandona… hasta el día en el que seas tú quien se vaya para no volver. Y, sin quererlo, le empiezas a tener aprecio. Y comprendes que sea tu amigo más cercano. Porque esa persona ya no está y te sientes como el veterano de guerra al que le amputaron la pierna y se despierta a veces queriendo rascarse el pie, sintiendo la rodilla. Da igual los años que pasen: su pierna sigue ahí. En su mente, claro. Igual que la persona a la que quieres que se ha muerto.
La muerte. Eso de lo que nadie habla y que es lo único que nos une a todos. Sólo que en la actualidad preferimos hablar de los placeres inmediatos, disfrutarlos, difundirlos, compartirlos… y sonreír mucho. Porque parece ser que la melancolía no está bien vista. El dolor no está de moda. El duelo no tiene su lugar en la vida moderna. Porque hemos evolucionado tanto que hemos perdido la habilidad de saber cómo enfrentarnos al viaje del que no se vuelve. A la despedida definitiva. Al final.
Pero tienes al desconsuelo. Ese agujero en lo más hondo de tu ser que en determinadas ocasiones te araña el alma y hace heridas – que duelen, que sangran, que escuecen, que dejan huella. Es el vacío de la persona que se murió y no volvió. Y tienes que aprender a vivir con ello. Sabiendo que habrá momentos en los que ese cemento no servirá de nada y podrá salir todo el dolor a la superficie. Porque ya lo decía el adorable Victor en Frankenweenie: «I don’t want him in my heart. I want him here with me.»