Estamos tan ocupados con nuestras vidas, con nuestro trajín diario, con nuestros problemas insustanciales, con la preocupación de turno de la semana… que se nos olvida dar las gracias. Se nos pasa por alto que es necesario, de vez en cuando, sentarse, hacer repaso mental y agradecer a aquellos que nos apoyan lo mucho que hacen por nosotros.
Los grandes olvidados de esta ecuación son los padres. Siempre, sin excepción. Porque son los que te aman desde el día que naces hasta el día que ellos, por desgracia, desaparecen (siempre que la naturaleza siga su curso y seas tú el que más tiempo dure sobre la faz de la tierra, aunque esto es algo que nunca se puede garantizar y nos puede llevar a sorpresas desagradables en las que preferimos no pensar). Son tu primer lazo con el mundo, los que te crean, los que te imaginan, los que te esperan con impaciencia durante cuarenta largas semanas, los que más ganas tienen de verte la cara y de darte tu primera abrazo, tu primer achuchón, tu primer beso. Y, sin embargo, son los que nunca reciben una palabra dando las gracias por su labor. Quizás porque se presupone que la naturaleza los lleva a amar incondicionalmente, quizás porque no aprendemos lo que es querer así hasta que nos vemos en sus zapatos (y ni por esas, a veces), quizás porque nos da vergüenza… Esa estúpida vergüenza que nos permite decir maravillas al primero que pasa por la puerta, pero nos impide dedicarles palabras de amor a los que más cerca tenemos. Quizás es que seamos siempre el eterno adolescente que vive en esos años de intento de búsqueda de la propia identidad por oposición a la paterna.
La consecuencia de todo esto es que, en muchos casos, nos damos cuenta demasiado tarde. De lo mal que lo hemos hecho, de lo poco que hemos reparado en ellos o de la ausencia de empatía para con su situación. Lo cual no deja de ser verdaderamente triste: no tener un momento en toda tu vida en el que realmente dedicarles un homenaje.
Y ya sabemos que «tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor». Pero, en mi humilde opinión, teniendo salud y estando arropado por mucho cariño, lo del dinero pasa a ser un simple vehículo que te permita obtener lo básico – todo aquello que te vista, alimente y entretenga sin verte obligado a vivir en la calle o tener que mendigar favores ajenos. Pero la salud, por mucho dinero que tengas en el banco, no la puedes tener. Y el amor tampoco podrás comprarlo. Tenemos salud por ahora, así que dediquemos unos momentos a devolver algo de amor a la fuente de cariño incombustible de la que venimos.
Recuerdo, de pequeña, que a veces me sobresaltaba la impresión de ser la niña más afortunada del mundo. Y no exagero en esta frase. Había días que era tan extremadamente feliz que me daba pena que otros niños no tuvieran unos padres como los míos. Sentía un amor tan grande, un apoyo tan incondicional… que creía imposible que otros vivieran con esa misma suerte. Nunca di por hecho que lo mío fuera lo común, aunque dudo que me sintiera capaz de verbalizarlo y expresárselo así a mis progenitores. Pero esa sensación de la que hablo me sobrecogía y me hacía sentir físicamente el amor. Para mí el cariño se hacía algo tangible.
Siempre fui una niña tímida, algo reservada, con dificultad para socializar y hacer amigos nuevos. No se me entienda mal: no era un ser esquivo. Simplemente era que mi mundo interior era tan rico, tenía una fantasía tan pronunciada, que la vida real no era tan brillante ni divertida como aquello que estaba en mi cabeza… o en mis libros. Ese es un tema interesante: yo me afané por los libros desde muy pequeña. Veía a mi padre, ese hombre que para mí englobaba (y engloba) todas las virtudes de un señor real, leyendo horas y horas, estudiando, ampliando su mente… Y me era imposible no imitarlo. Quizás esa adoración me hacía querer parecerme algo a él – cosa que sé que nunca será posible, porque estoy muy por debajo de su nivel en todos los aspectos (el humano, el intelectual y tantos otros). Pero, gracias a su pasión, pude hacer de esa costumbre suya tan saludable algo muy mío. Y aún a día de hoy, cuando todo va mal, cuando la semana o el mes o la circunstancia de turno se me hace insoportable… Sé que puedo coger un libro, desconectar el cerebro y vivir en ese mundo de fantasía el tiempo que viva pegada a sus páginas. ¿Qué mejor consuelo hay que ese?
Mi otra obsesión era parecerme a esa mujer tan guapa, elegante, divertida e inteligente que era (y es, obviamente) mi madre. Aprovechaba cualquier oportunidad con mis amigas para robarle las pinturas, quitarle los tacones, los bolsos, la bisutería de mil colores. Aún recuerdo mis primeras sandalias de tacón: eran de color rosa y tenían una suela que a mí me hacían pensar que no eran planas. Recuerdo perfectamente el ruido que hacían por el pasillo cuando me las ponía. Igual que recuerdo su habilidad para hacerme creer que los Reyes eran mágicos y que ellos no tenían nada que ver en el proceso… Creo que no habrá habido niña con más ilusión por el 6 de enero. La noche de antes era incapaz de pegar ojo, pero no quería salir al salón a ver mis regalos por miedo a ver a los Reyes y que me quedara sin nada. A día de hoy sigo viviendo la noche de antes con el mismo nivel de emoción – no creo que haya muchos padres capaces de hacer llegar la magia hasta la edad adulta.
Y, sin lugar a dudas, mi mayor temor era defraudarles en cualquier cosa que hiciera o pensara. Igual que a día de hoy sigo pensando a veces: no debería, qué van a pensar mis padres. Para luego darme cuenta de que es un pensamiento absurdo: siempre me han apoyado y animado en todo lo que he hecho, así que cualquier cosa que me anime a probar no será más que otra oportunidad para que me feliciten. Aunque, no os confundáis, nunca fueron excesivamente generosos en sus elogios: había que ganárselos. Sudando la gota gorda a veces. A base de tortas, otras muchas. Pero sabía tan bien el halago cuando te lo ofrecían; porque eras consciente que te lo habías ganado a pulso. Además, ese intentar ponerte al límite y hacer que te auto examines cada vez que tomas un camino te forja un carácter más duro, más capaz de adaptarse a los cambios. Y eso, sin duda, es algo por lo que estar más que agradecido.
Así que: gracias. Por el cariño, el apoyo y la entrega infinita. Os quiero.
¡Muchos besos!
Me gustaMe gusta
🙂
Me gustaMe gusta
🙂
Me gustaMe gusta