Existen dos tipos de personas: las que abrazan el cambio y las que lo temen.
Y luego están las que, dentro de cada grupo, aportan sus matices. Como los que temen al cambio pero disfrutan pasando de una estación a otra. ¿No es acaso un cambio? El final anticipado, un empezar una nueva etapa, un renacer, una nueva oportunidad de hacerlo todo bien, de cumplir con los propósitos. Porque, al parecer, todo cambio es positivo. El cambio nos obliga a adaptarnos a nuevas situaciones, nos fuerza a ser más flexibles, a aprender cómo funcionar en el nuevo entorno, a enfrentarnos a algo que quizás no sabríamos perseguir por miedo a no seguir con nuestra rutina establecida.
Pero temer el cambio es una reacción totalmente lógica, humana y comprensible. Y es lo que le pasa a muchas personas, a pesar de que vivamos en un mundo que se encarga diariamente de lanzarnos mensajes positivos como si viviéramos en un libro de autoayuda. Por lo que, caso de no encajar en ese perfil de persona que vive con intensidad todos los mensajes de felicidad impresos en camisetas, carteras y pulseras, eres un paria. Lo eres porque no comulgas con la mayoría y pecas de exceso de honestidad al confesar que cualquier cambio de tu rutina diaria te hace reaccionar con desconfianza, desasosiego y hasta miedo. Sí: miedo. Te asusta que, sin previo aviso, algo que haces a diario tenga que cambiar. Que una costumbre arraigada vaya a desaparecer. Que una persona deje de formar parte del decorado de tu vida semanal. Que un lugar al que acudes pase de ser el lugar de encuentro entre amigos a la nueva tienda de electrónica del barrio.
Se dice que los perros son animales de costumbres; y todos aquellos que hemos tenido una mascota bien sabemos que esto es cierto. Pero se nos olvida añadir que a los seres humanos nos pasa exactamente lo mismo. No en vano es el perro el mejor amigo del hombre: nos parecemos (es probable que les contagiemos nuestros temores). Nos gusta cumplir con nuestro plan diario: levantarnos a la misma hora, desayunar como tengamos por costumbre, llegar a la oficina siempre a la misma hora, tratar con un número limitado de personas, volver a casa, pasar por el gimnasio, quedar con los amigos cercanos. Es raro que nos apetezca que cada día sea una montaña rusa, no saber a qué hora tendremos que trabajar, no tener la certeza de lo que se nos exigirá en nuestro centro de trabajo, no conocer a la persona con la que luego podemos quedar en nuestros ratos de asueto.
Tenerle aprecio a nuestra rutina no es negativo, al contrario: es una señal de que nos gusta la vida que hemos construido y queremos conservarla. Somos humanos – simple y llanamente. Y, aunque veamos películas o series en las que los protagonistas disfrutan in extremis en situaciones disparatadas en cualquier momento, nuestra realidad nos gusta definida, limitada y repetitiva. La repetición de esas pequeñas costumbres nos hace felices. Como no tenemos que cambiar nuestros hábitos, estamos relajados, somos más productivos, tenemos mejor carácter, rendimos más, tenemos energía y enfermamos menos.
Sin embargo, existe la tendencia del «think out the box-step out of your comfort zone». Se popularizan esas y otras tantas frases en inglés, que luego se traducen de la peor de las maneras, llenas de anglicismos y carentes de significado en español. Lo que nos intentan hacer ver es que hay que romper con la rutina para poder innovar. Que sólo conseguiremos ser creativos si nos apartamos de lo conocido, que sólo somos capaces de crear algo nuevo cuando dejamos de cumplir con nuestro día a día preestablecido. Nos dicen, en definitiva, que el cambio es bueno para nosotros. Que lo que inicialmente nos da miedo puede transformarse en una bendición caída del cielo y que las personas necesitamos esas pequeñas sacudidas de vez en cuando para no dormirnos en los laureles. Para espabilar, para no quedarnos anquilosados. Para poder dar lo mejor de nosotros mismos.
Lo cierto es que ambas posturas llevan gran parte de razón y al final, como casi siempre en la vida, sólo se trata de una cuestión de perspectiva. De ver el vaso medio lleno o medio vacío. De creer que la vida es un teatro o un valle de lágrimas. De ser de los que abrazan el cambio o de los que lo temen. Pero, seas el que seas, lo importante es no ir contra tu propia naturaleza. De nada sirve fingir ser un explorador para luego despeñarte por un risco por haber querido aparentar que amabas escalar. Es mucho más sensato conocer las propias limitaciones para hacer frente al cambio de la manera más natural posible. E ir abrazándolo poco a poco, si es lo que necesitas.
No olvides que hay cambios de etapa que a todos los gustan: el cambio de estación (una oportunidad para estrenar ropa), la vuelta al cole (el reencuentro con tus compañeros), la mayoría de edad (oportunidad para fingir ser un adulto), un corte de pelo (con el que exhibes tu nuevo yo)… Y tantos otros. Por lo tanto: no te desanimes; sabrás adaptarte a nuevas situaciones y te reirás de las preocupaciones pasadas. Y, sobre todo, no intentes ponerte unos zapatos que no sean de tu talla. Se trata de vivir conforme a las propias normas, no de acuerdo con alguna moda pasajera que te están intentando vender los medios.
Bienvenido, otoño. Te estábamos esperando.