Il dolce far niente

El no querer hacer nada. Nada de nada. Cero: la pereza absoluta, la flojera, la pachorra, la calma chicha, la ausencia total de actividad. Il dolce far niente.

¿No te pasa a veces? No tener ganas de hacer nada. Estar en el día a día, cada semana, cada mes, cada estación… Todo el dichoso año concatenando actividades y planes y personas y sitios y excursiones y obligaciones y compromisos y eventos y viajes y trayectos y medios de transporte y series que ver y libros que leer y estrenos a los que acudir y restaurantes que conocer. Así, cada día. Levantarte aún de noche, desperezarte, encender la radio, mirarte fijamente los pies durante lo que parece ser una hora (no son más de 40 segundos) mientras coges fuerza para ir a la ducha. Y te duchas, te vistes, te arreglas, desayunas, te peinas, sales. Y llegas a tu puesto de trabajo, saludas, te ubicas, enciendes, arrancas, lees los emails, coges el café, empiezas a organizar la mañana… Vaya, ya es casi la hora de comer. Tienes que comer rápido, volver a las tareas pendientes, intentar salir temprano, pasar por el supermercado, poner orden en casa, organizar la comida, poner lavadoras, pasar por el gimnasio, llegar a tiempo a la quedada, no volverte muy tarde porque mañana empieza de nuevo tu día de la marmota que nunca llega a su fin.

Pídete otra tapa, tómate otra copa, quédate otro rato, métete en otra reunión, ponte otro capítulo, espera que acabe este programa, no te vayas ahora que empieza lo mejor… No, hoy no. ¿Por qué? Buena pregunta, aunque quizás un tanto innecesaria (impertinente, si me apuras). Y te respondo con otra pregunta: ¿por qué sí? ¿Por qué tengo que pedirme otra tapa, tomarme otra copa, quedarme otro rato, meterme en otra reunión, ponerme otro capítulo, esperar a que acabe ese programa, no irme ahora que empieza lo mejor? No sabes contestarme, claro. Aunque me permitiré añadir algo muy sencillo: hay que irse de la fiesta en su momento álgido. Porque irse con buen sabor de boca y ganas de más es una gran idea, porque no esperar a que te barran los pies tiene cierto punto de cordura, porque este bar va a seguir en el mismo sitio que lo dejé mañana, porque mi beauty sleep me espera, porque dormir puede ser tan importante (o divertido) como ese chupito que parece que alguien me pone delante de los ojos. Porque hay veces que tienes que irte. ¿Para hacer qué? Nada, para la nada más absoluta.

Estar tumbado en el sofá, ver cómo se mecen las cortinas translúcidas al viento suave de la tarde, notar el aire que empieza a refrescar de cuando el sol ya pierde fuerza en un día de primavera. Lo justo para sentir algo de fresco en la distancia, pero con una sensación placentera de brisa bienvenida y deseada. Con la paz del sol que cae y calienta sin quemar, sin abrasar, sin molestar. Con la tranquilidad de tener todo el tiempo del mundo, ningún sitio al que ir, nada ni nadie que te espere, ningún compromiso a medio cumplir, ninguna serie que parece que nunca termina. Con un móvil perdido en alguno de los cojines, móvil que al fin descansa sin que nadie lo manosee y le gaste la batería por exceso de uso. Un móvil silencioso, que ni vibra, que no está ayudando a hacer selfies con filtros para cinco redes sociales a la vez. Con la paz de que nada ni nadie te espera.

Suena la música de fondo. Se alternan canciones de swing versionadas por Michael Bublé con grandes clásicos de Sinatra. Pero no se oye en exceso, es como música ambiente que acompaña al momento de la tarde. No impide oír el canto de los gorriones ni el de las gaviotas que se oyen a lo lejos. De hecho parece que vayan en armonía, como si se hubiera puesto de acuerdo la naturaleza con tu lista de éxitos para conseguir que sea tu tarde más relajada de los últimos 10 años (si no más).

Te pesan los brazos. La relajación es tan grande que te molesta la idea de pensar en mover una sola mano para buscar el móvil ya hace rato escondido, así que lo dejas estar. No le das más vueltas, no tiene importancia. Nadie te espera, nadie te necesita. La agenda de hoy está vacía: el plan era el no plan. El plan era este y está saliendo de maravilla. A pedir de boca, no podía haber funcionado mejor. No necesitas compartirlo, ni decirlo, ni pensar una frase ingeniosa que publicar. Miras de reojo el libro sobre la mesita baja de madera. Es una novela de las de antes, de esas que podían servir como pisapapeles o soporte de ventana. Vamos, un arma de destrucción masiva si se lleva en el bolso. No está en formato digital, es un libro de los de toda la vida. ¡De papel! Con ese olor a imprenta que te hace cerrar los ojos y absorber cuando lo abres, como cualquier yonqui con su heroína del alma. Lo estás leyendo poco a poco, a ratos, cuando te apetece. De eso que pierdes la noción del tiempo y no sabes cuántas horas llevas dejándote la vista en esos símbolos negros sobre fondo blanco. Sabiendo que no está en la lista de los más vendidos de los últimos tres años y dándote completamente igual. Saboreando cada frase, cada párrafo, cada capítulo. Pero ahora mismo vas a dejarlo sobre la mesa otro rato más, vas a seguir mirando la silueta de tus pies sobre el fondo de la terraza abierta de par en par. Oyendo los gorriones canturrear, la gaviota de lejos, viendo el sol que cae, respirando la brisa fresca que mece las cortinas.

¿Cuánto tiempo hace que no te dedicas en cuerpo y alma al dolce far niente? ¿Al placer totalmente gratuito, universal y atemporal de la nada más absoluta? Túmbate en tu sofá preferido, en tu puf, en tu silla, en tu alfombra, en la cama… Descálzate, sube los pies, pon música de fondo, apaga el móvil. Mira al infinito, deja la mente en blanco (para que puedan empezar a pasar pensamientos como en procesión sin que tú los provoques ni interrumpas). No me des explicaciones, no se las des a nadie, no te las des a ti mismo. No se trata de justificar ni de explicar ni de compartir. Hazlo sin pretensiones. Saborea la ausencia de todo. Cierra los ojos. Deja de leerme…

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