Todo llega

Ves el banco. Está ahí al lado. Necesitas sentarte. Venga, un último esfuerzo y ya lo alcanzas. Y, al fin, estás al filo del banco. Venga, me agacho y me siento – piensas. Bueno, que en teoría es algo sencillo, pero en la realidad no lo es tanto. No lo es ahora, porque antes no suponía gran cosa. ¡Ah! ¡Qué alivio! La cadera me estaba matando. Venga, pongo el bastón a mi derecha. Pero ocupando poco espacio, no sea que alguien quiera sentarse. Que hoy en día no acostumbra nadie a pensar en los demás, pero no hay que perder las buenas costumbres. Claro que no, eso nunca. Uno puede estar como esté, pero al menos los modales y el saber estar que no falten.

Y al mirar hacia abajo… pues no estoy ni tan mal. Mi camisa, mi rebeca, mis chinos (esos que me regaló mi nieta con tanta ilusión) y mis zapatos. Que sí, que se supone que para andar hay que llevar calzado deportivo. O eso me dicen en casa día sí y día también. Pero, ¿es que a esto se le puede llamar deporte? Que es el paseo de cada mañana para aliviar la artrosis y mejorar la circulación. Y, de paso, quitarme un rato de la casa vacía. Que ese gato que se empeñó en regalarme mi hija da de todos menos cariño. Ya se lo dije, claro, pero tampoco quería ponerme pesado. Porque, lo que es la vida, cuando uno es joven y se queja de algo lo consideran un chico con carácter, varonil, asertivo, que sabe lo que quiere. Haz lo mismo a mi edad, verás lo poco que tardan en llamarte cabezota, testarudo, terco… chocho. Porque, oye, el resto de las palabras las puedes soportar. Pero eso de chocho… ya no hace ni gracia. Por mucho que quien te lo diga te quiera y al decirlo ni sepa el daño que te hace. Lo que no sabe es que un día se lo dirán a él o ella, y entenderá que todo llega en esta vida.

No se está mal en este banco. Lo cierto es que es mi punto preferido de la isla. Tenemos parques y paseos. Tenemos muchos centros para los «abuelos» (para los viejos, pero es que hoy en día ya no sabemos qué decir sin ofender… y por eso usamos otras palabras que no hacen al caso, que digo yo que se podrá tener un chorro de años y ningún hijo o nieto). Y hay de todo lo que uno se pueda imaginar para apartar a los que ya no somos jóvenes ni musculados ni atléticos del día a día de los demás. Para que nadie sepa que la vida tiene un fin y que la vejez nos llega a todos (con suerte, que sin ella… ni eso). Pero mi sitio preferido es este. Este banco en el paseo marítimo. Con la ciudad a mi espalda y el mar de frente. Con la arena a unos metros, pero la seguridad del asfalto que protege mis zapatos y mis calcetines. Con el olor a brisa marina que me lleva acompañando desde que vine aquí hace 50 años siguiendo a la mujer más guapa del mundo. A la envidia de todos mis amigos y terror de mi madre – que pronto supo que la iba a dejar en ese pueblo manchego siguiendo al amor de mi vida. No tuve que decirle nada, lo supo cuando me vio entrar con cara de tonto después de haber estado con ella en las fiestas comiendo pipas. Con su tía, claro, que en aquellos tiempos no podía uno citarse con nadie sin una carabina que garantizara que no habría más que palabras. Cuánto han cambiado las cosas. Cómo nos enamorábamos. Que supongo que ahora es todo igual, sólo cambian las formas… Pero aquello fue un flechazo en toda regla. Y aquí me vine, a esta isla. A esta ciudad costera llena de gente abierta y habladora y risueña, todos tan diferentes a mi pueblecito natal. Pero es que por ella podría haber ido al mismísimo infierno. Esos ojos color miel, esta sonrisa y esa cara de niña. De niña traviesa, que era lo que la hacía única. Y no la perdió nunca. Ni la cara ni la sonrisa ni la mirada intensa. Porque por mucho que digan… la belleza solo aumenta con los años. Cuanto más conoces a la persona, más la quieres. Sabes su olor, su sabor, sus sonidos… y esos ojos. Ya puede pasarle cualquier cosa al cuerpo que eso nunca se pierde. La miras y sigue siendo ella. Y lo siguió siendo hasta el último día. Hasta ese maldito día en el que le tuve que decir adiós por una dichosa enfermedad. Ni le solté la mano – ella me lo había pedido y así lo hice. Pese a las quejas de mis hijos, que me decían que ella ya no sentía nada. No, yo sabía que sí. Que ella lo sentía y que se iría más tranquila de esa manera. Nunca le había negado nada, ¿cómo le iba a fallar en ese momento?

Otra ola. Qué relajación el sonido del mar a primera hora. Cuando aún no se ha llenado el paseo marítimo y sólo ves algún corredor a lo lejos en la orilla (¿runners los llaman ahora?). Es el mejor momento del día. Que luego… pues vienen los achaques. Y las pastillas. A esta hora aún puedo mentirme a mí mismo y pensar que sólo tengo un poco de molestia en la cadera. Pero… claro, no nos engañemos, eso no es así. Y encima luego me llama mi hija controlando si me he tomado todas las pastillas. Cómo olvidarlas, si me las tiene etiquetadas en cajas de colores. Pobrecilla, sé que lo hace por mi bien, pero cansa. Quién me lo iba a decir a mí cuando de niño nos escapábamos Ramón y yo para robarle las uvas al vecino. ¡Vaya atracones! Pero merecía la pena. Sobre todo por ver a Don Manuel salir con la escopeta gritando que nos iba a matar. Nunca disparaba, aunque la carrera que pegábamos era como si temiéramos por nuestra integridad física.

Quién me iba a decir a mí cómo me iba a encontrar ahora. Hay que ver. Cuánta razón tenía mi santa madre cuando me reía de ella por no poder perseguirnos con la zapatilla por el pasillo: ¡no te rías de tu anciana madre que todo llega en esta vida!

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