Se siente

Ese libro no se lee, se siente… El tacto de su portada, el olor de sus páginas, el sabor tras aspirar el aroma de la tinta negra sobre el blanco de sus hojas recién sacadas de la imprenta. El sonido cuando lo dejas en la mesita de noche, no queriendo separarte de él pero sabiendo que no puedes retrasar más el ir al baño, a por agua, a contestar el teléfono, al supermercado, a sacar al perro, a tender la ropa… a hacer cualquiera de las anodinas tareas cotidianas durante las cuales seguirás pensando en él, en ellos, en lo que viven, en lo que están sintiendo, en lo que les depara el destino. Ese vivir cotidiano que te aleja de las añoradas páginas que te transportan a otro mundo y te abstraen de una realidad que ya no te interesa.

Te interesa él, sus recuerdos, su familia, su pasión por esa melena pelirroja y por las palabras. Las calles de ese pueblo de infancia, la necesidad de escapar del lugar de nacimiento, la sed por beber la modernidad fuera de un entorno marcado por la guerra, la posguerra, el hambre, las envidias, el miedo a lo desconocido, la desconfianza ante un idioma que aparece en cada esquina en canciones que desafían el orden establecido – interpretadas por seres melenudos, con pelo de chica y movimientos obscenos, con una legión de seguidoras que se desgañitan y desmayan a su paso, que se olvidan del pudor y los buenos consejos maternos en la presencia de chicos totalmente desconocidos y claramente lascivos.

Esa inevitable necesidad de huir de lo conocido para encontrarse a uno mismo en lo desconocido. El descubrimiento, con el paso de que los años, de que el abandono solo era una forma de conseguir madurar para entender que tu familia lo es todo – que eres quien eres gracias a ese pueblo, esos orígenes, esas raíces que repudiabas pero que ahora te definen más que nunca. Entender que tenías que irte para poder volver. Y ver a ese abuelo en esa casa – olerlo, sentirlo y querer abrazarlo. Su abuelo, tu abuelo.

El libro que venera todos los sentidos es, sin duda, «El jinete polaco», del creador de realidad ensoñadora más potente que haya existido nunca, y a su vez poeta en prosa, Antonio Muñoz Molina.

Diciembre

Me gusta diciembre. Me gustas, diciembre.

Puede que siempre influyera el que sea el mes de mi nacimiento, y desde muy pequeña me encantaba celebrar mi cumpleaños. Aún recuerdo la gran piñata con mis amigos saltando como locos para poder pillar regalos. Y yo, en mi timidez habitual, mirando desde un discreto segundo plano. Menos mal que estaba mi madre (santas que son, las madres) y me había guardado algunas cosillas para que no me quedara sin nada.

Y los regalos, madre mía. Abrir los paquetes, miles de paquetes. Siempre con mucho cuidado, lentamente, para no romper el papel y poder guardarlo de recuerdo. Eso es algo que suele exasperar a los que observan, que jalean: «¡Corre! ¡Rompe el papel! ¡Ábrelo ya!». No os dejéis, os digo a los que seáis de mi equipo (el de los abredores lentos de regalos). Habéis llegado a la edad que tengáis con ese método preciso de retrasar el placer y no hay ningún motivo por el que tengáis que cambiar ahora. Disfrutad del momento, dedicadle el tiempo que se merece a abrir ese regalo… Porque la persona que lo envolvió lo hacía con toda su ilusión y merece esos minutos que le brindas como agradecimiento al detalle de haber pensado en ti.

Pero es que… en nada se plantaba la Navidad. ¡Ay, la Navidad! Con sus adornos, sus calles llenas de luces de colores, sus escaparates coloridos, los villancicos que suenan de fondo por las calles del centro. El abrigo, la bufanda, los guantes. La sensación de abrazo interno que da tomarse un chocolate caliente cuando fuera está helando. La felicidad de planear los belenes que vas a visitar y la gente con la que vas a ir haciendo la ruta.

¿Y regalar? No me digas que eso no es maravilloso. Pensar en alguien, recordar esas cosas que le llamaban la atención durante el año, ir a buscarlas. Conseguirlas, conseguir papel precioso, envolverlo todo, ponerle una bolsa aún más bonita. Pensar en su cara de felicidad cuando lo vea, se sorprenda, lo abra, le enternezca saber que estabas pendiente escuchando cuando mencionaba que algo le había encantado pero no se lo podía permitir.

No queden atrás las felicitaciones. Esas tarjetas navideñas que se envían año tras año. Haz el listado, saca tu agenda, comprueba que tienes todas las direcciones bien. Por una vez, siéntate en una mesa, coge bolis de colores, escribe. ¡Escribe! No mandes nada con el móvil, recupera el bello arte de escribir a mano. ¿Letra fea? No te preocupes, nadie te pide que lo hagas con la precisión de un calígrafo japonés. Se busca el gesto de dedicarle a alguien unas bellas palabras al menos una vez al año y hacerle saber que te importa, que ocupa un lugar especial en tu corazón, que eres una de esas personas que aportan calidad de la buena a su vida. Y vete al buzón luego. Eso es, un buzón de los de siempre. Y no le digas nada. Y espera, espera a que le llegue y que se sorprenda y te llame.

Y las fiestas, claro. Las maravillosas fiestas con familia cercana y amigos de toda la vida. La ocasión perfecta para reencontrarte con gente a la que no sueles ver pero que ahora no va a negarse a esa quedada anual. Busca sitios, júntate, oye villancicos, ríe, canta, abraza, quiere y sé feliz. Cocina, tira la basura de postre que has hecho a la basura, pártete de risa porque el pastel que teníais está congelado, ahógate tomando las uvas, di como cada año: «el año que viene las compramos sin pepitas».

Pon la tele y vigila a ver cuál es el primer anuncio del año. Y trágate las actuaciones de los de siempre (Alaska, Marta Sánchez, Raphael) en el programa de refritos de cada año. Haz del día 1 ese primer día desértico del año en el que nunca ves amanecer (salvo que te pille de fiesta) y que parece que empiece a las 3 de la tarde. Bromea con tu amiga sobre el Concierto de Año Nuevo y cántalo dando palmas. Y ponte a pensar en los Reyes, en la cabalgata, en los caramelos que se recogen con ansia como si nunca hubieras tomado uno. Y en el roscón, con nata dentro. Con fruta escarchada de la que todo el mundo se queja, con un regalo que puede que tampoco pilles este año. Y duerme poco esa noche, con la ilusión de tus regalos o los ajenos, pero duerme poco. Porque la noche del 5 se hizo para pasarla durmiendo de muy poco.

Y disfruta. Ríe, canta, baila, bebe, come, llora, abraza, peléate, reconcíliate, haz regalos, recibe regalos, duerme poco un día, duerme demasiado otro, olvídate de la rutina… Vive.

Que el mes de diciembre te trate tan bien como a mí y que el Año Nuevo te pille como debe ser: durmiendo.

¡Felices Fiestas!

Once

Hay que ver, Brunetina, que se te pasan los años volando. Bueno, a ti y a todo el mundo. Lo que pasa es que solo te das cuenta cuando miras atrás, porque en el día a día no eres capaz de pensar en ello.

Al principio, al llegar a Madrid (con tu boina y tu gallina bajo el brazo) tenías la ilusión del que viene de otro lugar. Todo te parecía mágico, nuevo, grande, brillante, interesante, bonito, embriagador. Sitio al que fueras, sitio que te parecía sacado de una película. Tenías un mapa que compraste en un quiosco y lo llevabas siempre en bolso. Dedicabas las horas que tuvieras libres a pasear con él y aprenderte zonas. El metro no te hacía mucha gracia (aquello de ir bajo tierra a alguien que se crió viendo el mar se le hace extraño), por eso preferías aprenderte las zonas y las calles a pie. Intentar saber dónde estaba el norte o en qué dirección mirar cuando sentías morriña y creías que los ojos te llevaban a la Bahía.

Y pasaron los años y cambiaste de vivienda. Y viste otras zonas, otra gente, otros bares, otros parques, otros entornos. Y siempre, siempre, te consiguió seguir sorprendiendo. Porque está viva y cambia, se adapta, acoge a gente, escupe a otra – la capital no es para todos. No todos la viven como se merece: con la mirada de un niño chico a un escaparate de piruletas.

Madrid se merece toda tu atención. Se merece que te tomes el vermú en el bar con los parroquianos, que hagas cola para una función cultureta que te interesa, que te quejes al cruzar Preciados en Navidad porque hay «muchos turistas» (que tú no lo eres, por lo visto), que hagas una reserva para el restaurante de moda con dos meses de antelación, que le compres cerveza al chino que pasa con un carrito mientras esperas la cola para entrar en El Barco, que no pilles taxi corriendo por Gran Vía, que cierres todos los bares de La Latina y haya debate de grupo viendo qué abre tarde, que te pasees por El Retiro con toda la resaca un domingo, que te pares a aplaudir a los gemelos calvos tocando Oasis en el centro, que lleves a una visita a tomarse la clásica croqueta de bacalao en Casa Labra, que te compres un traje de gitana en la calle Tetuán (sí, lo que lees), que descubras una placa de una casa donde vivió un escritor reconocido cuando parabas a mirar un momento el móvil andado por Huertas, que te quejes porque los pisos valen una fortuna pero no te vayas del centro ni loca, que te cabreen las obras pero finjas que la ciudad es perfecta de cara a los de fuera, que Kapital y el puñado de chavales haciendo cola te hagan sentir insultantemente mayor, que Madrid Río te parezca un parque (no hay verde, no tiene lógica), que la Mahou 5 Estrellas te sepa a gloria, que un pincho de tortilla te guste poco hecho y lo consideres desayuno, que tengas mil apps en el móvil para delegar actividades del día a día, que te hagas una hora de metro para ir al gimnasio que te gusta, que te incordie la humedad cuando vuelves a casa porque el clima seco te ha llegado al alma, que sepas irte tres días y al cuarto ya estés pensando en ella.

Madrid es esa ciudad a la que llegas en tren y sonríes en Atocha el ver el Ministerio de Agricultura. Y te vas andando a casa cargando con el maletón porque te gusta ver las calles (sucias, puede), la gente (excéntrica, sobre todo) y el ambiente de ciudad. De libertad, de oportunidades, de cosas por descubrir, de gente que conocer, de sitios que visitar para luego criticar.

Madrid, guapa.

Cómo

A ver cómo se hace, porque yo no lo sé.

¿Cómo se dice adiós cuando no estás preparada?

¿Cómo asimilas una noticia que no te apetece oír?

¿Cómo aceptas lo que se veía venir?

¿Cómo avanzas fingiendo normalidad?

¿Cómo te despides si no tienes a quién decirle hasta pronto?

¿Cómo describes la sensación de frío interno?

¿Cómo cierras capítulo sin una punzada en el estómago?

¿Cómo te vas sin avisar?

Sin hacer una última foto, de esas que te gustaban. Siempre me quejaba, pero era el único recuerdo tangible de nuestros encuentros. Sin un último piropo, porque me decías miles. Sin un último abrazo, porque te encantaba mostrar afecto y cariño. Sin saber el último artilugio que habías reparado, porque te encantaba arreglar cosas. Sin poder felicitarte el primer día del año, porque era tu santo.

No lo sé, la verdad. Ni idea.

 

Pertenencia

Pertenecer a un sitio, a una tierra, a un lugar, a una familia, a un grupo de amigos, a un trabajo, a una persona.

El arraigo, ese sentimiento tan visceral y difícil de explicar con palabras. El sentirse parte de algo, el tener la sangre mezclada con la tierra que te vio nacer, el que te duela lo que duele a un paisano, el palpitar del corazón acelerado cuando sientes que ha habido una catástrofe natural en el sitio del que dices ser.

La sensación de pertenencia a alguien. La paz de considerar casa a otro ser humano. La tranquilidad del cálido abrazo de quien te comprende. La liberación del bastón humano que no te deja caer. El placer de saber que es tu roca cuando tú solo puedas ser arena que se escapa entre las manos. La seguridad de que conozca tus mayores sombras y las acoja como suyas, haciendo que salga el sol por entre las nubes cuando te envuelve con su paciencia y amor.

¿El hombre es un lobo para el hombre? Puede, pero en realidad no somos islas.

No man is an island.

Tony y el existencialismo

Que Los Soprano es una de las mejores series de todos los tiempos es algo que no merece la pena ni discutir, piensa Brunetina. El simple hecho de que James Gandolfini sea el actor que interpreta al protagonista debería ser más que suficiente para justificar su creencia.

Tony, ese capo con el que simpatizas. Ese mafioso que, pese a que seas consciente de sus delitos (y los veas), te despierta simpatía. No quieres que le pase nada malo. Te frustras si las cosas no le salen bien y te preocupas cuando conspiran a su alrededor en su contra. Te preocupa que se le olvide la medicación o le tienes tirria a la madre controladora. No simpatizas con tu mujer, si bien deberías, ni te preocupan en exceso sus hijos. Te sorprendes estando del lado del «malo», porque a lo que estás acostumbrado es a querer que los buenos ganen y los malos sean castigados. Ese final feliz de las pelis que tanta paz da cuando asoman los títulos de crédito.

Pero es que Gandolfini, que en paz descanse, supo encarnar como nadie la figura del capo despiadado… con sentimientos. Y mostró la cara B de lo que supone ser un líder como él: la ansiedad, el estrés, la depresión. Y, naciendo en los 90, la serie nos mostró a un mafioso que tenía ataques de pánico y necesitaba ir a terapia para desahogarse. Un hombre que cree que todo se soluciona con violencia al que la vida (o su terapeuta, que borda el papel) le demuestra que no, que todos somos humanos y que la salud mental es fundamental para ser un buen líder – da igual el trabajo que tengas. Y el hombre impasible que no llora aprende que es importante aprender a canalizar la rabia, que los problemas no se entierran sino que se hablan, que mostrar las emociones no es señal de debilidad sino de fortaleza emocional. Y por el camino descubre que no solo él es imperfecto, sino que en realidad todos a su alrededor sufren como él, aunque lo quieran tapar con falsas corazas de dureza y hombría.

Y vamos de su mano, miramos con sus ojos, conocemos a su psicóloga. Una mujer recta, cuyo trabajo es totalmente legal… enfrentada a la realidad del cliente criminal que la necesita. Una mujer que lo ayuda pero que necesita también ayuda a su vez. Todo rizando el rizo y poniendo de relieve cómo todos somos imperfectos e incapaces de ser tan fuertes como pedimos a los demás que sean.

Y conocemos a su «familia». Sí, con comillas. Porque no los une la sangre sino la segunda familia que se forma entre mafiosos y que es casi más sagrada que la que se tiene por naturaleza. Y los vemos preocupados, enfrentados, luchando a diario contra problemas muy parecidos a los nuestros. Y luego miramos a un lado y vemos a la familia. Eso, la que no tiene comillas. Y su mujer, muy enterada de los escarceos de su marido, que un día le pide que se haga una vasectomía para que no deje embarazada a cualquiera de sus muchas amantes. Esas amantes siempre son chicas insultantemente jóvenes, espectaculares y probablemente rusas, o del este en general, lo mismo le da a Tony. Y la madre: esa gran malvada de la historia de la televisión. Una mujer capaz de chantajear emocionalmente, vivir en la negatividad permanente y manipular a los que la rodean hasta matarse entre ellos sin que ellos se hayan dado ni cuenta de que eran simples títeres en manos de una venerable anciana.

Pero hoy me quiero quedar con su hijo – el más inocente de los que le rodean y, por tanto, el que más sufre. Para otros chavales de su edad crecer es estudiar y pedirle a tus padres la consola si sacas buenas notas. Su cumplir años es ir descubriendo, muchas veces con la ayuda de la hermana (que en nada se le parece), lo que realmente hace su padre para ganar dinero. E ir navegando por esa casa siempre llena de gente entre una hermana que chantajea, una madre que intenta cumplir el papel de la buena esposa, una abuela que manipula, una familia postiza que va y viene siempre con armas y un padre cuya incapacidad para controlar sus ataques de ira lo convierte en figura a la que admirar y temer a partes iguales. Y en uno de sus despertares nos sorprende con un ataque de existencialismo: le da por pensar que la vida no tiene sentido, que Dios no existe, que no sabe el sentido de nada ni por qué venimos al mundo. Rodeado de machos que resuelven todo con peleas le nace una necesidad de entender el por qué de la vida.

Lo mejor es la reacción de los padres cuando el hijo les plantea todas sus preguntas: incredulidad, estupor y, sobre todo, miedo. Y lo mandan al cuarto castigado, a estudiar. ¿Por? Porque nadie sabe el sentido de la vida. Ni Tony ni nosotros. Y no somos tan diferentes – eso es lo verdaderamente relevante. Tony es todos nosotros.

Solo

La soledad no es un sentimiento, es una realidad. No es una percepción psíquica, es un sentir físico. Es una punzada, un agujero en las entrañas, un dolor agudo en el estómago, un nudo en la garganta, un remover de las tripas, un desgarro. Es tangible.

La soledad es un frío interno, es un escalofrío repentino, es una corriente de aire cuando no tienes manta, es una bofetada sin mano, es un vacío que no se llena, es un sabor metálico en la boca, es un palpitar en las sienes, es un latido que el corazón se salta.

La soledad es miedo, es terror a la nada, es rechinar de dientes, es la almendra amarga cuando te disponías a comerte tu último fruto seco, es un bote de leche que caduca, es un café de pie en la barra del bar con prisa, es un periódico que nadie te lee por encima del hombro, es una comida que no compartes, es un viaje que no cuentas, es un palo para hacer selfies, es un asiento en el cine entre grupos de personas, es medio limón seco en el frigo.

Solos están los árboles sin sus hojas, los bebés cuando sus padres les dejan en la cuna, los ancianos cuando se va la familia el domingo tras la visita de rigor, los perros que esperan a su dueño en la puerta del hospital, los libros que abandonas en la montaña de cosas pendientes, los calcetines que se separaron involuntariamente de su compañero, los camareros limpiando el bar antes del cierre, los señores desayunando el carajillo en el bar de siempre, los muertecitos en el cementerio.

Solas están las manos que nadie acaricia, las estrellas que nadie mira, las sonrisas que no se perciben, las caras de tus compañeros de vagón del metro, las abuelas a las que nadie va a ver ya, las personas… todas.

La soledad es el grito que no das en medio de la noche cuando te despiertas bañado en sudor frío tras una pesadilla. No lo des… Nadie puede oírte.

 

No importa

A veces parece que es el fin del mundo, que lo que te acaba de pasar es lo peor, que no tiene remedio, que es insufrible, insuperable, irremediable, insoportable (y suma todas la palabras propias de una drama queen que se te ocurran). Y, bueno, vale… en ese momento es algo que realmente te duele, te incomoda o, en definitiva, te rompe el día.

Porque, por desgracia, no podemos controlar lo que nos rodea. Y por mucho que intentemos seguir todas las pautas recomendadas (madrugar, un desayuno healthy, trabajar con ganas, socializar, deporte, tareas de la casa), hay cosas que se escapan a nuestro control. O personas. O situaciones. O conversaciones. O lo que sea.

Porque, muy a nuestro pesar, lo único que podemos controlar es… nada. Es así. Te puedes hacer amigo de tu rutina y aferrarte a ella, pero alguna vez que otra te fallará. Y ahí tendrás que ser capaz de adaptarte a lo que haya ocurrido para sacarte de tu rueda de hámster.

Porque, como bien sabemos, el día a día está lleno de pequeños obstáculos que saltar. Y nos empeñamos en quejarnos, en sofocarnos, en darles todo el protagonismo que no se merecen. Que sí, que son un incordio. Pero, no, no merece la pena estar con un disgusto, un sofoco, un dolor de tripa o de cabeza, un cabreo estúpido porque algo no ha salido como esperábamos.

No importa. En serio, hazme caso: no importa. Vale, tómate un rato y lo vives con toda su intensidad: te enfadas, se lo cuentas a alguien, das un grito por la ventana o diez vueltas a la manzana. Lo has hecho, ¿verdad? Pues ya está, deja que se vaya. No le permitas que se quede dentro de ti, porque ya me dirás qué se ha merecido ese disgusto, esa persona, esa situación para ser parte de ti. Nada, lo que ha hecho es torcerte el día. Así que coges y lo enderezas, que eres muy capaz de ello.

¿Sabes por qué? Porque no importa, en serio. Lo que importa es quien te ha ayudado a desahogarte, quien te ha hecho reír, quien te ha mandado el gif de gatitos, quien te ha mandado el tuit del día, quien te ha dado un abrazo, quien te ha escuchado, quien te ha llamado, quien te ha buscado, quien se ha disculpado, quien te ha sacado del bucle ese en el que te habías instalado.

¿Y lo demás? Lo demás no importa.

Lapsus

El otro día Brunetina se acordó de ella. Bueno, vamos en primera persona: el otro día me acordé de ti. Estaba haciendo planes, organizando mi fin de semana, pensando en la gente a la que iba a ver… vamos, lo normal de cualquiera justo antes de unos días libres. Y justo en ese momento, cuando repasaba mentalmente el listado de personas a visitar, te colaste. Sí, sin más. Sin avisar, sin una llamada y sin pedir permiso. Pensé: pues esta tarde voy a verte.

Cómo describir el asombro al darme cuenta de ese lapsus. El estupor, la sorpresa, el susto, la pena, el dolor, el desgarro. Cómo ser capaz de usar las palabras para describir esas sensaciones. Que sí, que Brunetina sabe que pensamos en palabras (o al menos así lo afirman muchos lingüistas), pero una cosa es conocer la teoría o estudios al respecto, y otra muy diferente e intentar demostrar que es cierta.

Es algo que le pasa a veces a Brunetina. no poder verbalizar sentimientos o sensaciones. Es algo muy suyo, sí, pero también muy incómodo. Porque a ver cómo se puede uno librar de una losa que le oprime el corazón cuando no encuentra la manera de contar lo que está viviendo. Cuando el lenguaje es un impedimento, es una herramienta insuficiente para exteriorizar la maraña de sensaciones que bullen por tu cerebro. O por tu alma, no sé, por qué no. Y este era uno de esos casos: era una situación totalmente inesperada, desagradable, incómoda y para la que no estaba preparada.

Quizás sea cierto que las personas no desaparecen mientras sigamos pensando en ellas. Pero es que si eso es verdad… estás más presente que antes porque es prácticamente imposible que pase una semana completa sin acordarme de ti. De tu forma de reírte con una timidez muy infantil, de tu forma de contar anécdotas con todo lujo de detalles, de tus preguntas sobre la vida en la ciudad, de tus consejos de moda, de tus sofocos con la política. Y lo que te hacía rabiar, que me encantaba. Tenías tan buen carácter que hasta eso te gustaba de mí. Pero es que de ti me gustaba todo. Y ese todo te lo llevaste contigo. Y a ver, dime tú, lo que hacemos los que nos quedamos atrás con este vacío.

Vale, vale: llevas razón. No tiene sentido acordarme de ti para regañarte. Pero hazme un favor, te lo pido. Tómate una tapita de jamón (no tomabas carne, no, pero el jamón no lo perdonabas) y una cerveza helada a mi salud, ¿vale? Y yo brindo por ti con la mía.
Y a los que me habéis leído: dadle un beso y un abrazo a quien tenéis al lado y sed felices, porque sabemos cuándo venimos y no cuándo nos toca irnos. No merece la pena preocuparse por tonterías. El amor todo lo puede y es lo único que importa.

¡Sed felices! Se os quiere.

P.D.: Sí, he llorado como una idiota escribiendo esto. No os juzgaré si os pasa igual al leerme 🙂

Roto

Para los japoneses existe una forma de vida que se centra en la búsqueda de la belleza en las imperfecciones del día a día, en aceptar el ciclo natural de la decadencia. Es lo que ellos llaman wabi-sabi. Es decir, que desde su perspectiva, todo aquello que te marca, te agrieta o te lesiona es una parte natural de lo que llamamos vivir.

Tan arraigado se encuentra este concepto en su cultura, que a la hora de reparar vasijas y demás objetos que se hayan podido agrietar o romper, usan polvo de oro. Esta técnica, kintsugi, se encarga de reparar esos objetos embelleciendo sus imperfecciones y no escondiéndolas. En ningún momento se plantean el tirar el objeto o en intentar devolverlo a su estado original. Es tan relevante esa marca que quieren realzarla añadiendo oro o plata, de manera que el objeto luzca orgulloso su magulladura.

¿Por qué no somos capaces de ver la vida de esa manera en occidente? Si algo se rompe, lo tiras. Si un regalo no te gusta, lo cambias. Si esa prenda tiene dos años, la donas. Si tienes una cicatriz, la escondes. ¿Por qué escondes tus magulladuras? ¿Por qué intentas sonreír cuando te apetece llorar? ¿Por qué quieres mostrar al mundo una alegría que no sientes? ¿Por qué te haces el fuerte cuando en realidad eres vulnerable? ¿Por qué fingir entereza cuando estás roto?

Gran parte de la belleza de la vida es que es total y absolutamente impredecible, como las personas. Y lo que hoy te hace feliz, mañana te puede llevar a un abismo de lágrimas sinfín. Y quienes te vitoreaban podrán despreciarte. Igual que un trabajo mediocre puede dar lugar a tu gran oportunidad laboral. Una enfermedad te puede hacer descubrir una fortaleza en ti que desconocías. Un problema te puede desvelar a un gran amigo que no sabías que sería tu punto de apoyo. Un mal fin de fiesta te puede llevar a una mañana espectacular en la que el deporte que has podido hacer te libera las endorfinas que no te daría todo el alcohol de la fiesta de la que te fuiste. Un baño en el mar helado te puede llevar a una paz mental inusitada y que desconocías que necesitabas.

Somos vulnerables, torpes, indecisos, débiles, inseguros, frágiles, rencorosos, orgullosos… imperfectos. Somos humanos. Y escondemos todos esos rasgos porque los consideramos defectos de los que avergonzarnos, sin saber que en realidad es algo que todos compartimos y que demuestran que estamos vivos. Y que esconder tus heridas no las ayuda a cicatrizar, sino más bien lo contrario. Son tus heridas de guerra, las que te recuerdan que fuiste y saliste victorioso. De acuerdo, no sin un rasguño, pero estás aquí para contarlo y eso es extremadamente positivo.

Haz una pequeña labor de auto-observación, busca esas grietas que cargas cual vasija japonesa y disponte a rellenarlas de polvo de oro. Porque a partir de ahora vas a no negarlas al mundo, empezando por aceptarlas tú mismo. No eres perfecto, y no lo necesitas. Estás vivo y es lo que importa. Aprende a lucir tus recuerdos con el pleno convencimiento de que ellos son lo que te hacen tú, lo que te moldea y te ayuda a seguir dando pasos en la dirección correcta.

Estás roto, sí, ¿y qué?

Y al tercer día…

O a los tantos meses, ni idea. La cuestión es que Brunetina ha resucitado. Así, como lo lees. Se ha echado una siesta de esas en las que al despertar no sabes si llegas tarde al curro o es domingo, de las de pijama y orinal, de las de mirar el calendario al abrir el ojo y no entender si te toca ponerte el bikini o buscar el traje de fin de año. Ya me entiendes.

Total: I’m back, que diría Terminator. Sí, que no es una referencia millennial, pero poco importa eso ahora. Y cuando a una le apetece algo, y ese algo no es un delito ni hace daño a nadie, está como feo negárselo a su propio ser.

Eso sí, vaya por delante el aviso de que esto a partir de ahora no va a tener el orden de antes: ni vas a saber qué día se sube un post ni cuál de las dos secciones va a tocar esa vez. Pero habrá cosas que leer de vez en cuando, y sabes de más que estar informado es tan sencillo como suscribirse al blog. Vamos, un segundo de tu valioso tiempo que se te va en ello. Nada más que eso.

Y hablando de todo un poco, o de lo primero que se le pasa a una por la cabeza… Qué maravilloso el párrafo de la canción de Shawn Mendes Like to Be You:

I don’t know what it’s like to be you
I don’t know what it’s like but I’m dying to
If I could put myself in your shoes
Then I know what it’s like to be you

¿No sería fabuloso? El poder ponernos en el lugar de los demás. No ya poder, que no es que no seamos capaces – es que no nos apetece lo más mínimo. Pero es la mayor demostración de cariño y respeto de un ser humano a otro: ponerse en sus zapatos e intentar saber lo que se siente. Y luego, ya si eso, opinar. Una vez que uno haya entendido el dolor y las preocupaciones del que tiene delante. Empatizar, comprender, escuchar, prestar atención. Qué bonito sería tenerle tanto aprecio a alguien como para cantarle que lo que quieres es poder saber qué le pasa en la cabeza, qué le hace comportarse así. Qué maravilloso querer entender en lugar de criticar, acusar, tachar, descartar a las personas como pañuelos usados.

Y si ya encima dices:

Tell me what’s inside of your head
No matter what you say I won’t love you less
And I’d be lying if I said that I do

Es decir, que si me cuentas todo eso que tienes en el coco… todo eso que te angustia, que con muy alta probabilidad te haga sentirte ridículo y vulnerable, si me lo cuentas: ¿sabes qué pasa? Que no te voy a querer menos. No, eso no va a pasar. Porque estoy deseando conocer tus secretos y demostrarte que no son debilidades sino fortalezas.

Porque aquello que tienes en lo más oculto de tu ser es lo que te define y te hace único. Y es lo que quiero que me desveles para poder demostrarte que te quiero justamente por ello. Qué bonito, ¿no?

Qué bello es que te quieran así, y qué bonitas son las personas que te demuestran día a día que les importas, que eres especial y que te quieren gracias a (y no a pesar de) lo que tú consideras tus defectos.

Y qué maravilla que existan canciones que nos lo digan de una forma tan preciosa.

Nada, eso es lo único que tiene que decir Brunetina hoy.

Disfruta del viernes y de esas personas que valen su peso en oro por adorarte como eres y por no tirar nunca la toalla. Una ronda de aplausos a los pilares de nuestra existencia.

Y que viva el amor del bueno, el de verdad, el que no se va cuando se acaba la fiesta.

TGI, my friends!!!

Besos mil 🙂